Instrucciones sangrientas
Historias anteriores: La proclamación de la reina Marquesa; La proclamación de Adriana, capitana de la guardia
La ciudad de Paliano se está sumiendo rápidamente en un caos político. Entretanto, los trasgos Grenzo y Daretti han planeado causar otro tipo de caos.
Hacía una noche sofocante, pero el espectáculo pirotécnico continuaba iluminando las calles de Paliano. Un guardia solitario permanecía en su puesto. A lo lejos, el Festival de Nuestra Excelentísima Soberana se celebraba por todo lo alto. Un exceso de luces y colores danzaban en la plaza, manifestando ruidosamente el amor que el pueblo sentía por su nueva gobernante. La bebida también corría en abundancia. Por la mañana se habían oído murmullos acerca de la legitimidad de Marquesa a heredar el trono, pero ahora le cantaban alabanzas.
El vigilante, por el contrario, no cantaba ni bebía. Se planteaba abandonar su puesto, pero ya no: había decidido permanecer firme, vigilando el hogar de un vejestorio de la antigua Academia. Un real decreto había disuelto la institución, considerada desde hacía mucho tiempo como la cuna del conocimiento y el estudio. Privado de su estatus profesional, el erudito se había convertido en un ciudadano más. Un ciudadano muy viejo, desconfiado hasta el punto de rozar la paranoia. Noche tras noche, el vigilante permanecía allí. También noche tras noche, el anciano le recordaba que debía estar alerta, cosa que siempre irritaba al guardia. Sabía que aquel hombre había sido decisivo para traer la construcción mecánica a Paliano, cuando aún no era ilegal, pero ¿quién podría tener algo en contra de una reliquia olvidada de una institución desaparecida?
En un callejón frente a su puesto, el guardia divisó una sonrisa que enseñaba los dientes. Un trasgo le observaba; era pequeño, probablemente un niño. Le hizo un gesto para echarlo―. Vete a casa, chiquillo.
El trasgo se escabulló entre las sombras.
De pronto, algo salió volando del callejón, en dirección al guardia. Era pequeño y redondo y trazó un arco en el aire. Un tomate podrido y apestoso se estrelló contra la armadura cuidadosamente pulida y la pulpa chorreó como hilos de sangre.
―¡Lárgate, gamberro! ―rugió el vigilante.
Desde las sombras de un callejón adyacente, otro proyectil salió despedido hacia él. Esta vez fue una manzana, que impactó en el casco y le hizo ver las estrellas por un momento. El guardia se giró hacia el lugar de donde había salido y un auténtico aluvión de lechugas y zanahorias se le vino encima. Era como si alguien hubiera catapultado media frutería hacia él. Esta vez distinguió en el callejón una docena de ojos maliciosos sobre rostros verdes que reían y se mofaban de él. El sonido parecía proceder de todas partes.
―¡Ya basta, malditos trasgos! Estáis jugando con fuego.
Entonces oyó algo distinto a sus espaldas. Se volvió de nuevo y esta vez vio una botella de cristal que volaba hacia él. El recipiente cayó a sus pies y esparció un líquido que estalló en llamas al instante. El guardia retrocedió trastabillando y el fuego siguió ardiendo en la calle. Entonces miró alrededor y vio a la turba. Los trasgos le lanzaban sonrisas perversas; algunos llevaban antorchas, otros portaban armas y uno empujaba un carro lleno de verduras podridas. El vigilante alzó su arma y cargó contra ellos. La turba dio media vuelta y se dispersó sin dejar de reír, tropezando unos con otros y abandonando el carro para huir de la furia del vigilante.
Mientras aguardaba en las sombras cercanas, Daretti se movió en su silla, incómodo, y esperó a que el guardia y los trasgos se alejaran―. Bufones. Principiantes. ―murmuró. La calle estaba despejada, pero dudaba que la distracción fuese a funcionar.
―Son fervorosos, como un fuego descontrolado ―dijo Grenzo junto a él, con una sonrisa en la boca―. Solo tienes que desatarlos en el lugar correcto. ―Caminó cojeando hacia la puerta desprotegida, apoyándose en su bastón; a pesar de su joroba, era un trasgo enorme. Tres de sus diminutos lacayos se apresuraron a seguirle.
Daretti apretó con fuerza los brazos de su silla. Aquella no era la noche de venganza que había planeado tan minuciosamente.
Grenzo se plantó delante de la puerta y sacudió el pomo. La puerta repiqueteó con un generoso estruendo de pasadores y pestillos, pero se negó a ceder. El trasgo sonrió de entusiasmo.
―¿Podrías guardar al menos un ápice de silencio? ―siseó Daretti.
―¡Bah! Llevo echando abajo puertas desde antes de que tuvieras pelo en las mejillas. ―Un golpe seco del bastón de Grenzo y la puerta de la residencia se vino abajo con estrépito―. Si Marquesa quiere colgar sus venenos y ponerse un nuevo adorno en la cabeza, es cosa suya, pero si pretende arrebatarme mis llaves y echarme de mis mazmorras, entonces saldremos a la superficie y levantaremos nuestras propias puertas. ―Los trasgos respondieron con un coro de vítores estridentes.
Daretti frunció el ceño y echó un vistazo alrededor.
―Te preocupas demasiado ―lo calmó Grenzo―. Disfruta de no saber. Además ―dijo señalando los fuegos artificiales en el cielo―, ¿quién podría oírnos con todo ese alboroto? ―Hizo un gesto a sus esbirros para que corriesen adentro―. ¡Adelante, id a por vuestro botín, mis hermosos cachorros! ―Entró detrás de ellos, sintiéndose cómodo en la oscuridad y buscando con la vista los tesoros de la residencia.
Una multitud de trasgos entró en tromba en el recibidor y llenó de huellas de queroseno el prístino mármol azul trestiano. Un chiquillo agarró el pellejo de un peculiar animal albino, colocado con estilo en una silla, y lo convirtió en una hermosa capa. Desde los techos abovedados, los retratos enmarcados de varios antepasados aristócratas observaban con desprecio a la turba.
Daretti entró con más cuidado, maniobrando con la silla para rodear la puerta que yacía en el suelo―. Tal vez, viejo, tal vez, pero ten en cuenta otro detalle: ¿quién sería capaz de dormir en medio de tanto estruendo?
En el piso de arriba, Zadrous Fimarell daba vueltas en la cama. Incluso con las ventanas cerradas a cal y canto, seguía oyendo el despliegue de fastuosidad y opulencia que había en el exterior. A través de las cortinas, los destellos chillones de tonos rojos, azules, verdes y púrpuras de los fuegos artificiales iluminaban su dormitorio. Los anteojos que había dejado en la mesita de noche vibraban con el redoble de los tamborileros ebrios del desfile. Antaño no le había parecido un sonido tan inusual.
Antaño. Antaño, aquellos tamborileros habían anunciado su llegada. Antaño, él había dirigido a sus propias multitudes. En los tiempos de la Academia. Zadrous había sido su predilecto. Y los demás habían sido su mundo. Un mundo por el que se había movido con facilidad. Sus parientes le habían abierto las puertas y él había jugado con el sistema como un auténtico artista. Nunca había sido un genio, y lo sabía. Sin embargo, solo con el invento del engranaje universal (¿quién habría podido discutir si era creación suya?), un sinfín de apretones de manos, algunos tratados y un par de conferencias, había conseguido lo necesario para vivir a cuerpo de rey. Que los Muzzios del mundo siguieran dejándose la piel en sus laboratorios.
Pero entonces su mundo se derrumbó...
Tres guardias de la ciudad yacían inconscientes en el suelo, atrapados bajo una estantería volcada. La trifulca con los trasgos había dejado jarrones rotos y cuadros aplastados por doquier. Mientras los secuaces de Grenzo ataban a los guardias, su jefe extrajo su propio saco para meter el botín y se centró en la pared de estanterías.
―Me habías dicho que este fulano era un pez gordo, pero aquí no hay más que chatarra. Nuestras alcantarillas son más lujosas que este cuchitril. ―Barrió las baldas con el bastón y los libros se precipitaron al suelo. Dio algunos golpes a la pared que tapaban, pero nada.
―Te había dicho que le consideraban una eminencia en el ámbito de la mecánica. ―Daretti recogió un tomo del suelo. El título le crispó los nervios. Principios de la autonomía mecánica: disertación exhaustiva sobre la construcción de vida artificial. Hojeó las páginas, pero conocía perfectamente lo que iba a encontrar―. Aun así, tu observación es bastante acertada: el profesor era un farsante en todos los sentidos.
Grenzo se acercó a un escritorio de palisandro de factura exquisita, con incrustaciones de piedras opalinas. Todos los cajones estaban bien cerrados. El trasgo se irguió con un ligero esfuerzo, levantó su bastón y descargó un golpe en el centro del mueble, haciendo que saltaran astillas y desperdigando las cerraduras por el suelo. Dentro del escritorio no encontraron más que pilas y pilas de papeles. Daretti recogió uno y lo leyó. Era una carta firmada por una supuesta celebridad del mundo académico. Estaba llena de elogios efusivos sobre la "genialidad" de Fimarell. Grenzo recogió un puñado de páginas y las metió en su saco.
―¿Qué tienes pensado hacer con eso, viejo? ―preguntó Daretti―. Esto no es más que basura.
―Te equivocas ―corrigió Grenzo levantando el saco y echándoselo a la espalda―. Esto es combustible.
Daretti torció el gesto. Mientras hojeaba el tomo que había recogido, encontró entre las páginas un folio doblado y lo abrió para comprobar qué era―. ¡Ja! Mira esto, viejo. Es el anteproyecto para un centinela mecánico; uno de los primeros modelos, pensado para la seguridad municipal. ―Desplegó el documento en el escritorio―. Fíjate en las extremidades. Vaya desastre. Los requisitos energéticos habrían costado una pequeña fortuna, por no hablar del resto. Menuda basura. ¿Te imaginas el equipo de técnicos que habría hecho falta para...?
―¡Bla, bla, bla! ¡Todo esto es basura! Hasta la última palabra. Entregaste tu vida a la Academia y dedicaste tu existencia a esa panda de fanfarrones rebuznantes. Les rogaste que te dieran las sobras. Pusiste tu empeño en educar a aquel aprendiz, Muzzio, y ¿qué hizo él por ti? ¿Qué te hicieron todos ellos? Escucha, la Academia ha muerto y Muzzio está en el exilio. ¿Sabes por qué? Porque basta con abrir algunas cerraduras y dejar sueltos algunos inventos por las calles para que todo el mundo pierda el juicio. ―Grenzo se inclinó hacia él―. Todos tus queridos mecanismos están rotos, desguazados y prohibidos. Todo aquello a lo que te consagraste ha muerto. Y nosotros... Nosotros somos las hienas que roen los huesos, así que deja de actuar como un científico y empieza a comportarte como una hiena.
Daretti apartó la mirada del proyecto. El sello de la Academia en la parte inferior tenía un brillo dorado. Daretti entregó el papel a Grenzo. "Combustible". Podía sentir cómo ardía dentro de él. Daretti asintió―. Quémalo. Quémalo todo. Quema las cenizas. Quema a los culpables. Quema a los honrados.
Grenzo sonrió.
Daretti reparó en algo que había entre los papeles del escritorio y abrió los ojos de par en par. Extrajo un pergamino desgastado y amarillento. Las manos le temblaban―. Esto es el colmo, viejo. ¡El colmo! ―Tragó saliva antes de continuar―. Ha llegado el momento de que las hienas dejemos este cadáver y busquemos uno más fresco. ―Su silla se puso en marcha con un ruido metálico y lo llevó hacia las escaleras. Daretti se movió lleno de resolución. La sonrisa de Grenzo se ensanchó mientras seguía a su compañero hacia la escalera de mármol.
Al llegar arriba, Daretti se detuvo de súbito. Posó los papeles en el regazo y empezó a rebuscar en sus bolsillos―. Me lo he olvidado. ―Se volvió hacia Grenzo y le dirigió una mirada suplicante―. Debo de haberlo traspapelado. Tenemos que volver. No puedo continuar sin mi discurso.
―¿Cómo? ¿No sabes lo que querías decirle?
―No, y estoy tan sorprendido como tú.
―Vamos, listillo, sé que puedes recordarlo.
―Que no, Grenzo. Me he quedado en blanco. Tanto ensayarlo no ha servido para nada. Cerraremos la puerta, sacaremos a los guardias y devolveremos los papeles. Luego buscaré el discurso y volveremos mañana por la noche.
―Cachorro, puedes volver a cerrar una puerta, pero colocarla otra vez en las bisagras no es tan fácil. Venga, repite conmigo, aunque no sé si estar de acuerdo: "Ser honrado es un esfuerzo...".
―¡Ah, sí, sí! Eso es. "Ser honrado es un esfuerzo constante e ingrato".
―"Uno no puede escudarse...".
―"Uno no puede escudarse en la honradez...".
―¡Trasgos! ―Fimarell había salido en bata al pasillo, seguramente alertado por las voces. Grenzo y Daretti intercambiaron una mirada―. ¡Ladrones! ―chilló el humano antes de volver a su habitación y cerrar de un portazo.
Los dos trasgos fueron tras él. Daretti sacudió el tirador de la puerta. Cerrada. Lanzó una mirada a Grenzo. Otro golpe seco de su bastón y otra puerta que se vino abajo.
―¡Que alguien me ayude! ―gritaba el anciano científico desde la ventana. Se volvió temblando hacia ellos―. ¡Sucios trasgos callejeros...! ¡Esto es un barrio respetable y yo soy un hombre de bien!
Daretti se quedó observándolo con la mirada vacía. Grenzo le dio un golpecito con el bastón en la silla y su compañero sacudió la cabeza y se dirigió a Fimarell―. Ser honrado es un esfuerzo constante e ingrato. Uno no puede escudarse en la honradez. La falsedad y el engaño son los mayores pecados para un científico. Y es la carga de los honrados destapar las mentiras y llevar a los falsarios ante la justicia.
La silla de Daretti extendió sus patas mecánicas, separándose de las ruedas y elevando a Daretti casi hasta la altura del techo. Bajo las luces titilantes de la calle, parecía una araña gigante a punto de abalanzarse sobre su presa.
El anciano erudito se encogió de miedo en el suelo.
―Tal vez no recuerdes mi nombre ni mi cara, pero sospecho que reconoces mi atuendo y mi sombrero. Una vez ostenté mi cargo con orgullo, como agente de las más ilustres órdenes: el conocimiento, la ingeniería y la verdad. ―Su tono se volvió más grave―. Pero tú no conoces esas virtudes. ―La silla movió al trasgo hacia delante, acercando sus rostros lo suficiente para que Daretti distinguiera los hilos de sudor que corrían por las arrugas del anciano―. La Academia conoce tu nombre muy bien. Figura en muchísimos sitios. ―Levantó los papeles del regazo―. Como estos.
Fimarell palideció.
―¿Sabes lo que son? ¿Reconoces la caligrafía? Criticaste esta obra. Criticaste todas mis palabras y luego te apropiaste de ellas. Desarrollaste tu carrera apoyándote en mis palabras. ¡¿Cómo osas llamarnos ladrones, farsante?!
Daretti respiraba con fuerza y entonces entrecerró los ojos. Hizo una bola con la primera página del manuscrito y la metió por la fuerza en la boca de Fimarell.
―¡Deja de perder el tiempo, cachorro! ―protestó Grenzo a sus espaldas―. Esto es Paliano: aquí resolvemos las cosas asesinando. Mátalo de una vez y zanjemos el asunto.
Daretti y Fimarell intercambiaron una mirada incómoda. El trasgo se volvió hacia atrás―. ¿Me dejas disfrutar del momento, por favor?
―¡Agh, vale! ―dijo Grenzo levantando las manos con exasperación―. Pero voy a empezar a quemar cosas mientras terminas de hablar.
Los ojos de Fimarell iban y venían de un trasgo al otro. Daretti intentó recuperar su tono amenazador―. Esa... ―Carraspeó―. Esa carrera... Vaya, ¿por dónde iba?
Fimarell escupió la hoja que tenía en la boca―. El manuscrito que te robé... ―dijo con un hilo de voz.
―Cierto ―confirmó Daretti―. Bueno... Fuiste tú el que... ―Hizo una pausa―. En fin, terminemos con esto. ―Atrapó a Fimarell por las piernas, lo levantó y lo arrojó por la ventana. El humano se precipitó desde un segundo piso y se estampó en la calle con un sonoro golpe seco.
Daretti se inclinó y asomó por la ventana para ver el cuerpo inmóvil. Los adoquines se habían teñido de rojo. Estaba hecho. Había pasado mucho tiempo desde que era un joven desesperado por compartir sus palabras con la Academia. Había meditado largo y tendido sobre aquel momento, pero todo había terminado en un suspiro.
―No está mal. ¿Ha sido tan liberador como esperabas? ―Grenzo volvía a estar junto a él. Sostenía una gran vasija bajo un brazo y una antorcha encendida en la otra mano.
―Creo que podría haberlo sido. La próxima vez... déjame terminar.
Grenzo levantó la vasija. Estaba repleta de basura. Daretti recogió las páginas de su manuscrito y las metió dentro. Acto seguido, Grenzo dejó caer la antorcha y el contenido del recipiente prendió con un chisporroteo.
―Queda un último paso. ―Grenzo volcó la vasija sobre la ventana y la basura en llamas llovió sobre las calles de Paliano. En algún lugar de la ciudad, los fuegos artificiales habían comenzado de nuevo.
Para cuando volvieron a las escaleras, los lacayos de Grenzo se habían llevado todos los objetos de valor y ahora se dedicaban a destrozar el mobiliario. Algunos apiñaban los restos en los rincones junto con pilas de documentos y libros, mientras que otro de ellos se dedicaba a derramar aceite sobre toda la basura.
Daretti y Grenzo descendieron a la planta baja―. Buen trabajo, pupilo mío. Aún podremos hacer de ti un buen trasgo.
―¿"Pupilo"? ―se extrañó Daretti―. No, no, no. Dejemos las cosas claras. Tú eres mi brazo ejecutor.
―¡Bah! ¡Ya te gustaría! Como mucho, eres mi compinche.
―¡¿"Compinche"?!
―Jef... ―los interrumpió uno de los lacayos, que sostenía una antorcha―. Eh... Jefes, ¿habéis terminado?
―Hablaremos de esto luego, Grenzo ―dijo Daretti―. Sí, quemadlo, por favor. Quemadlo todo.
Las llamas prendieron pronto y el fuego crepitó mientras devoraba las paredes. Daretti negó con la cabeza―. Volvamos a casa ―dijo con un suspiro―. De vuelta al subsuelo.
―¿Quién es el próximo de tu lista?
―Un hombre llamado Alendis. Me dijo que la Academia no estaba preparada para aceptar a un trasgo, que sería malo para su reputación. Al parecer, ese viejo zalamero se ha unido a los Custodi.
―Bueno, si eso significa que se ha confabulado con Marquesa, entonces también está en mi lista. ―Grenzo salió de la casa y Daretti fue detrás de él.
―De acuerdo, viejo cascarrabias. ¿Qué te parece "mano derecha"?
El aire crepitaba. El fuego ardía detrás de ellos. Los demás trasgos ya se dispersaban por todas direcciones―. La reina solía desenvolverse entre las sombras ―dijo Grenzo levantando la vista hacia el cielo humeante―. Conocía el juego. Sabía cómo retorcer un puñal. Ahora tiene un asiento más cómodo y cierra todas sus puertas cuando cae la noche. Al menos sabe cómo organizar una fiesta.
―Supongo que todo el mundo deja las sombras tarde o temprano.
―Creo que deberíamos irrumpir en una fiesta. Deberíamos irrumpir en las fiestas de todos. ―En lo alto, los fuegos artificiales iluminaron el cielo con tonos rojos, azules y verdes. Daretti se abanicó con una mano. La noche seguía siendo sofocante.
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