Aguas locales
Historia anterior: La misión de Nissa
La última vez que vimos a Kiora, la Planeswalker tritón, logró huir por muy poco de una batalla contra Tassa, la diosa del mar de Theros. Aunque no consiguió lo que buscaba, no se marchó con las manos vacías, ya que abandonó Theros con el arma sagrada de Tassa en su poder.
Ahora ha regresado a su mundo natal de Zendikar, dispuesta a luchar contra los aberrantes Eldrazi, que amenazan con destruir el plano. Son inmensos, imparables, pero no unos simples monstruos: los tritones de Zendikar los veneraban desde hacía mucho tiempo como si fuesen deidades.
Sin embargo, Kiora ya se ha enfrentado a una diosa y ha vivido para contarlo.
―¡Vamos! ―dijo en un sueño.
Cogió la pequeña mano palmeada de Turi y tiró de ella.
―Misha está contando historias. ¡Corre, corre, que nos las perdemos!
Llevó a su hermana consigo y las dos jóvenes tritones se sentaron en la playa con los demás niños, justo a tiempo para oír el cuento de la anciana Misha. Los adultos se habían retirado al otro extremo de la playa, apenas visible bajo la luz de la luna, donde contaban sus propias historias... Historias para adultos. La de Misha era para niños. La matriarca habló por encima del murmullo de las olas con una voz suave pero nítida.
―Hace mucho tiempo, en nuestro propio mar, el gran dios Ula se preparaba para ir de caza.
Ula, el creador de los mares. El dios más importante de los moradores de los océanos, severo y orgulloso. Le sacó la lengua al oír su nombre. Turi también lo hizo.
―Ula estaba furioso con los delfines, cuyo carácter travieso le parecía un insulto contra su dignidad. Por eso, decidió cazar a uno de ellos y aplicarle un castigo ejemplar. Sin embargo, los delfines son embusteros y cuentan con la protección de Cosi, el mejor embustero de todos.
¡Un cuento de Cosi! Los mejores cuentos eran los suyos, aunque los adultos nunca los escuchaban.
―Y así, Cosi decidió arruinar la caza del otro dios. La noche anterior, se adentró en la morada de Ula en el fondo del mar y cambió su gran lanza por una pluma de gaviota, que luego encantó para que tuviese exactamente el mismo aspecto que el arma. Emeria se percató de ello desde su reino celestial, mas no dijo nada, ya que disfrutaba observando las disputas de los otros dos dioses.
»A la mañana siguiente, Ula emprendió la caza sin percatarse del embuste. Pronunció un magnífico e imponente discurso acerca de su dignidad y su condición. Los delfines acudieron a escucharlo, puesto que Cosi les había asegurado que no tenían nada que temer. Aquello enojó aún más a Ula. Entonces dio un golpe con su falsa lanza, y otro y otro... pero los delfines no hicieron más que reír, ya que en realidad era una pluma que les hacía cosquillas.
La anciana Misha hizo una imitación increíble de la risa chirriante de los delfines y los niños se echaron a reír.
―Ula no entendió por qué los delfines seguían ilesos, pero sabía que estaban burlándose de él. Volvió a azotarlos, los golpeó una y otra vez y trató de retorcer su lanza en unas heridas que no había causado. Los animales no paraban de reír y el enfurecido Ula partió de un rodillazo la inútil lanza... Y entonces vio que en sus manos sostenía las dos mitades de una simple pluma. Los delfines se burlaron tanto que sus carcajadas todavía se pueden escuchar hoy en día...
Kiora cayó con fuerza de manos y rodillas sobre la arena, con los oídos pitando y la visión turbia.
Viajar entre planos... Ja.
Ja, ja, ja.
Ella prefería nadar; descender y descender hasta las profundidades más frías y oscuras de los océanos, donde los mundos se convertían en uno, unidos por un caos sin sentido y mucho más oscuro y frío. Sin embargo, en esta ocasión había tenido la suerte de conseguir llegar.
Estaba en su hogar, Zendikar.
Tosió y tomó aire abriendo y cerrando las branquias. Estaba temblando, exhausta, sucia; todavía la cubría el lodo del océano de otro mundo.
Tenía las manos insensibles, así que no sabía si estaban vacías. Esperaba que el fango no fuese lo único que había traído de Theros.
Su vista se despejó y miró hacia abajo.
Allí estaba, aún sujeta con fuerza entre sus manos: el arma de una deidad.
Soltó una larga risa entrecortada.
"He ganado", pensó. "He derrotado a una diosa. ¡He ganado!".
El bidente era difícil de manejar y tenía una longitud superior a su propia altura, aunque había sido mucho mayor cuando Tassa lo portaba. Daba la sensación de que apenas pesaba. Mientras lo observaba, el aspecto estrellado que denotaba su origen divino (lo que los nativos de Theros denominaban "el toque de Nyx") pareció diluirse y secarse, como si se estuviese evaporando; parecía que el aire de aquel mundo diferente fuese un anatema para las obras de los dioses. En poco tiempo, el bidente adoptó la textura del coral seco. Qué decepción.
Kiora esperaba que siguiera siendo un arma digna de una deidad. Incluso aunque ahora fuese una simple lanza, seguía siendo el mejor trofeo que jamás había conseguido. Pensó en dárselo a Turi para que lo conservase junto a los demás recuerdos de sus viajes.
Suponiendo que Turi siguiese con vida. Que alguien hubiera sobrevivido.
Que los Eldrazi no los hubiesen matado a todos.
Kiora se esforzó para levantarse. Seguía aturdida después de haber librado una batalla mágica a gran escala, de que una diosa estuviese a punto de asfixiarla y de haber huido a la desesperada viajando entre planos. Sin embargo, estaba en Zendikar y no podía bajar la guardia. El mundo no era seguro, y mucho menos ahora.
Echó un vistazo alrededor.
Isla | Ilustración de Noah Bradley
Se encontraba en la costa de Tazeem. Las olas bañaban la playa. El sol brillaba. Las grandes rocas flotaban en el cielo y desafiaban la fuerza de la gravedad.
¡Zendikar seguía vivo!
Kiora gritó de alegría y corrió hacia el mar para que el agua de Zendikar limpiase el fango de Theros. El bidente tintineó con una nota breve y clara cuando tocó el agua. Solo hizo eso, pero le pareció prometedor.
El agua fresca y limpia fluyó por toda la piel de Kiora y quitó de sus branquias el sabor a fondo marino de su lucha contra Tassa. Estaba aseada, era libre y había vuelto a su hogar. Se zambulló en aquel mar incomparable con los de otros mundos. Recorrió la costa, giró, se sumergió, subió a toda velocidad hacia la superficie y saltó trazando un amplísimo arco.
Kiora estaba en el aire cuando de pronto la vio: una parte de la playa estaba mal, convertida en un fino polvo gris, esponjoso y quebradizo.
Se retorció para verla, cayó al agua en un ángulo incómodo y volvió a la superficie. La playa no tenía buen aspecto. Tampoco sonaba bien, ya que las olas se disipaban en ella con un siseo y dejaban la arena completa e imposiblemente seca... Si es que aquello era arena. Se sumergió, atrapó a un cangrejo y emergió en la orilla, cerca de la playa muerta.
―Lo siento, amigo ―dijo mientras lanzaba el cangrejo a la playa antinaturalmente gris. El crustáceo se enderezó, se irguió amenazador y se escabulló de vuelta al agua.
Al ver que aquel lugar no iba a fulminarla al instante, Kiora caminó hacia la playa. El suelo tenía una textura fina; parecía más polvo que arena y notaba que absorbía la humedad de sus pies. Lo que antes eran rocas sólidas se habían convertido en montículos quebradizos y llenos de hoyos. ¿Aquella desolación era culpa de los Eldrazi?
Una ráfaga de viento levantó nubes de polvo. El cuerpo de Kiora reaccionó como si estuviese bajo el agua: las membranas nictitantes se cerraron, los pulmones se aislaron y las branquias se abrieron. Escupió asqueada y volvió a zambullirse en el mar, pestañeando.
Imaginó aquel polvo esparciéndose por el océano y cubriéndolo todo hasta que se volviera inhabitable.
Kiora aferró el bidente y concentró su voluntad en él. Poco a poco, mientras flotaba en el agua, sus sentidos se expandieron. Mareas y corrientes, placas continentales y respiraderos submarinos, capas de algas y zonas anóxicas... Percibía todo extendiéndose a su alrededor como los dedos de su propia mano. La playa corrupta que tenía detrás era como un gran peso muerto, un agujero en su percepción.
Notaba que había más zonas muertas a lo largo de la costa y en mar abierto, donde los Eldrazi habían devorado toda señal de vida. De modo que habían llegado incluso a los océanos. La situación ya era bastante mala cuando atacaban la tierra seca. Ahora también se habían adentrado en el agua, en sus mares, donde drenaban la vida y desgastaban el fondo marino. Era capaz de sentirlos.
Sin embargo, los Eldrazi no eran los únicos que estaban allí abajo. No era capaz de detectarlos, pero los tritones de Zendikar estaban vivos y seguían luchando. No podían haber desaparecido.
Kiora se alejó a nado de la playa sin vida y se dirigió al norte siguiendo la costa, en busca de cualquier rastro de civilización.
Kiora, señora de las profundidades | Ilustración de Jason Chan
En algunos lugares, Zendikar era como siempre había sido. En otros, se había convertido en un erial corrupto. Los tritones habían abandonado los asentamientos costeros, ahora devorados por las algas o reducidos a ruinas quebradizas y cubiertas de polvo. Kiora nadó justo por encima de los primeros para tratar de encontrar supervivientes, pero solo vio pequeños Eldrazi que tanteaban las ruinas y examinaban los restos en busca de los dioses sabían qué.
"Los dioses lo saben", pensó. Ula, Cosi y Emeria... Los dioses de los tritones zendikari, ya desenmascarados y revelados como los titanes eldrazi Ulamog, Kozilek y Emrakul. ¿Acaso eran dioses? ¿Tendrían algún propósito para Zendikar? ¿O serían solo bestias irracionales que consumían sin motivo?
Después de ver a los Eldrazi hurgando en las ruinas, guardó las distancias con los asentamientos abandonados. No merecía la pena arriesgarse a que la pillasen desprevenida por buscar supervivientes que probablemente no encontraría.
Mientras el sol comenzaba a ponerse, divisó una cueva en lo alto de la pared de un acantilado, donde podría pasar la noche. Con las últimas fuerzas que le quedaban, llamó a un pulpo gigante de las profundidades de Zendikar. Le pidió que la levantase hasta la cueva y lo apostó fuera para que la protegiese de los Eldrazi.
Detrás de la estrecha entrada encontró una caverna al aire libre, iluminada por la luz de la luna. La estancia era de piedra labrada y en el fondo había un altar en honor a los Tres.
Altar de los dioses olvidados | Ilustración de Daniel Ljunggren
Había viajado con su tribu en más de una ocasión a un altar muy parecido a aquel para presentar ofrendas a los pies de los indiferentes dioses de piedra. Los suplicantes llevaban fragmentos de edros y frutas terrestres para Emeria, conchas marinas y perlas para Ula... y nada para Cosi.
Turi y ella volvían a hurtadillas por las noches para dejar cuerdas anudadas para Cosi y susurrarle secretos al oído, y su altar nunca estaba vacío cuando llegaban. Se portaban como niñas y ofrecían su devoción al dios prohibido solo por la emoción, por la sensación de infringir las normas. Ya de pequeña, Kiora se preguntaba cuántos de los mayores habían hecho lo mismo en su juventud... y cuántos seguían haciéndolo.
Nadie veneraba a Cosi. Todo el mundo lo sabía. Los adultos se negaban a escuchar historias sobre él; más tarde descubrió que el motivo no era el carácter infantil de los relatos, sino porque los consideraban blasfemos y creían que escucharlos era una infamia. Entonces, ¿por qué dejaban que la gente contase aquellos cuentos a los niños? ¿Por qué no limitarse a las historias pías, diurnas, las de los tres dioses creadores del agua, la tierra y el cielo? ¿Por qué contar cuentos que hacían parecer ridículos a los dioses?
¿Por qué molestarse en erigir estatuas de Cosi?
Sintió un escalofrío. Las miradas de los dioses eran inexpresivas, inmisericordes. Resultaría fácil seguir venerándolos, demasiado fácil; podría pensar que los monstruos que habían surgido de la tierra eran dioses dignos de adoración. Resultaría fácil... si no se acordase del cuento en el que Cosi robaba las vestimentas a Emeria, o de aquel otro en el que engañaba a Ula para que se tragase una piedra. Recordaba aquellas noches sentada a la luz de la luna y riéndose de la arrogancia de los dioses, con los cuerpos cálidos de su gente temblando de risa junto a ella, todos ellos mortales y repletos de vida.
Aquellos cuentos le habían enseñado que no debía temer a los dioses... ni confiar en ellos.
Ahora entendía que su infancia había sido un campo de batalla silencioso. Los tritones respetables del mundo preferirían erradicar el culto a Cosi y olvidar por completo al dios embustero, pero sus fieles, tanto secretos como confesos, jamás lo permitirían. Si querían erigir estatuas de Cosi, presentarle ofrendas y contar a los niños sus relatos profanos... ¿quién podría impedírselo? De vez en cuando, los embusteros incluso podían hacer desaparecer los problemas de la tribu durante la noche. Sin embargo, también podrían hacer cosas mucho peores, si alguien tratase de detenerlos. Y todas las tribus podían tener un embustero entre sus miembros.
Las demás culturas no contaban historias como aquellas a los jóvenes, en las que se mofasen de las tradiciones y se pusiese en duda a los dioses. Pero las otras culturas no tenían a Cosi. Cosi se mantenía vigilante. Sus embusteros se aseguraban de que la gente recordase que incluso los dioses eran capaces de cometer errores. De no haber sido por aquellos relatos, ¿cuánta gente se habría puesto de parte de los monstruos, habría abandonado toda esperanza o habría perdido la cordura cuando aparecieron los Eldrazi? ¿Habría sido ese el propósito de las historias? ¿O se habría tratado de una simple casualidad?
Lentamente, conteniendo el aliento de forma inconsciente, Kiora se acercó a las estatuas de los Tres. Levantó la vista hacia ellas y escupió en el rostro inexpresivo y estúpido de Ula.
―Tú no mandas aquí. ―Su voz resonó en las paredes de roca húmeda―. Ni ahora ni nunca.
No ocurrió nada. No se produjo ningún cambio. Solo veía el escupitajo y la piedra; solo había silencio.
Kiora bufó y se acurrucó para dormir a los pies de la estatua de Cosi.
"El único dios sincero", pensó. "Siempre supimos que eras un mentiroso".
Bajo la mirada pétrea de los falsos dioses y con su arma robada entre las manos, Kiora durmió intranquila.
Al día siguiente encontró a los suyos.
Primero vio a los Eldrazi pululando por el agua y descendiendo en picado desde el cielo. Habían rodeado a un grupo de tritones y estaban alejándolos de la costa.
Kiora sujetó con fuerza el bidente y aceleró el ritmo.
Ahogador de esperanzas | Ilustración de Tomasz Jedruszek
Había alrededor de un centenar de tritones nadando en una formación poco organizada. Los Eldrazi acuáticos se habían interpuesto entre ellos y la costa; por sus rostros sin rasgos, sus cabezas óseas y blancas y sus amasijos de tentáculos, se trataba del linaje de Ulamog. Los tritones contaban con soldados que mantenían a raya a los Eldrazi con redes y lanzas, pero los monstruos estaban cazando a los rezagados. Uno de ellos atrapó a un tritón y lo estrujó. Cuando sus tentáculos dejaron de presionar, no soltaron un cadáver, sino una nube ondulante de aquel horrible polvo. Kiora se estremeció al verlo.
Llamó inmediatamente a las grandes criaturas de las profundidades; no hizo falta invocarlas, ya que Zendikar le ofrecía aliados sin reservas. En cuanto los llamó, oyó su respuesta. Mientras tanto, tenía algo más en lo que centrarse: el bidente. Por fin había llegado el momento de usarlo.
Entró en contacto con el mar, se apoderó de una zona de agua e hizo un movimiento corto con el bidente. Un remolino se formó cerca de un Eldrazi y lo zarandeó. Tenía su complicación. Volvió a probar con un movimiento más amplio y esta vez absorbió al Eldrazi, que acabó camino de las profundidades. Kiora rio y unas burbujas salieron de su boca. Oh, sí. El arma era fantástica. Sin embargo, los Eldrazi de mayor tamaño no serían tan fáciles de vencer.
Siguió atrapándolos en remolinos... hasta que aparecieron sus aliados: varios pulpos gigantes y una gran serpiente nudosa. Las bestias marinas se pusieron en acción y empezaron a aplastar a los Eldrazi inferiores y a luchar con los más grandes. Entretanto, los tritones aprovecharon la distracción para nadar hacia la costa, con los soldados cubriendo la retaguardia.
Uno de los pulpos cayó derrotado, con muchos de sus tentáculos hechos pedazos. Otro forcejeó con el mayor de los Eldrazi y ambos giraron y se debatieron en el agua. Los tentáculos con ventosas se entrecruzaron con otros fibrosos, formando una enorme bola de carne y furia que levantó sedimentos suficientes para ocultar a ambos. Los primeros tritones habían llegado a la costa, pero si el mayor de los Eldrazi lograba vencer a su bestia...
Tenía que prestarle ayuda. Nadó hacia la orilla mientras canalizaba su poder a través del bidente, que emitió un brillo gratificante. Sintió que el pulpo cobraba fuerza, repleto del poder de las profundidades. Kiora se abrió camino por las aguas turbias hasta la orilla y emergió triunfante cuando el pulpo aplastó hasta el último rastro de falsa e inquietante vida del gran Eldrazi.
Tentáculos estranguladores | Ilustración de Tyler Jacobson
Para cuando la batalla terminó y sus aliados heridos volvieron a sumergirse, la playa estaba llena de refugiados tritones. No llegaban al centenar, pero casi. Los supervivientes se dispersaron por la playa, organizados en grupos muy unidos. Había una mezcolanza de tribus y, aunque Kiora estaba en sus aguas natales, todos los rostros le resultaron desconocidos.
Se dejó caer sobre una roca apartada del grupo principal y posó el bidente sobre las rodillas. Nadie le dio las gracias, pero no guardó rencor a los tritones por ello: primero tenían que tratar sus heridas y comprobar a quiénes habían perdido. Además, ¿quién era ella para esa gente? Una desconocida con un arma extraña.
―¡Kiora! ―gritó alguien desde la multitud.
Se puso en pie de inmediato.
Una joven se abrió paso a codazos entre el grupo de supervivientes. Sus ojos brillaban y llevaba una saca llena de pergaminos.
¡Era Turi!
Guía de Yelmo de Coral | Ilustración de Viktor Titov
Apenas tuvo tiempo de posar el bidente antes de que la joven tritón le diese un abrazo digno de un kraken.
Turi giró la cabeza hacia los supervivientes sin dejar de estrechar a Kiora.
―¡Es ella! ―gritó―. ¡Mi hermana! ¡Os dije que volvería!
―¿Qué cuentos te has inventado sobre mí, pececilla? ―preguntó Kiora con un leve suspiro, pero sin dejar de sonreír.
Turi se apartó un poco y sonrió con picardía.
―Solo les he contado la verdad ―respondió―. Les he dicho que mi hermana ha estado en sitios de los que ni siquiera han oído hablar y que me trae tesoros. Y que hasta cuando se marcha por una larga temporada, siempre siempre consigue volver, como cuando la devoró una serpiente.
Kiora se estremeció al recordar aquel mal trago de hacía tantos años. Turi se reía de ello ahora, pero ese fue el momento más horrible de su juventud. Kiora había convencido a su hermana para irse a explorar muy lejos, más allá de la plataforma continental, cuando de pronto una serpiente surgió de las profundidades e intentó devorarlas. Kiora se quedó para atraer su atención y gritó a su hermana que diese media vuelta y nadase lo más rápido que pudiese, sin mirar atrás.
Serpiente de los bajíos | Ilustración de Trevor Claxton
Turi miró de todas formas y su rostro de pánico fue lo último que Kiora vio antes de que las fauces de la serpiente se cerrasen y el mundo desapareciese. Aquel momento de terror extremo fue lo que encendió su chispa de Planeswalker. Tardó meses en regresar a Zendikar y encontrar a los suyos. Le dio igual haber descubierto la existencia de otros mundos, porque creía que no había hecho lo suficiente para salvar a Turi. Cuando por fin regresó a su hogar, encontró a su hermana delgada como un palo, con la mirada perdida, marchita, víctima del sentimiento de culpa por el sacrificio de Kiora.
Cuando se reencontraron, hicieron un trato: Kiora prometió que siempre regresaría y Turi prometió que la esperaría.
―¿Y te han creído?
―Bueno...
―Veré lo que puedo hacer. ―Kiora volvió a estrechar a su hermana―. No querría decepcionarte.
Turi se fijó en el bidente.
―¿Eso es para mí?
Kiora solía traerle recuerdos de otros mundos, pero esta vez no había tenido tiempo de conseguirle uno.
―De eso nada ―dijo Kiora echándole el guante con una sonrisa―. Esto lo he robado sin trampa ni cartón.
―¿Lo has robado? ¿A quién?
Kiora lució una amplia sonrisa.
―A una diosa del mar. Una diosa de verdad.
Turi le sacó la lengua.
―Te juro que es verdad. ―Kiora levantó una mano―. Que Cosi me lleve si miento.
Su hermana palideció. Algunos de los tritones cercanos se quedaron mirando.
―Kiora ―dijo Turi en voz baja―, la gente... ya no hace esas cosas. Ya no se jura por los dioses.
Kiora ladeó la cabeza.
―¿Por qué no? ―preguntó en voz alta―. Antes blasfemábamos contra los dioses, ¿pero ahora nos callamos contra unos monstruos?
―Hermana, por favor... ―masculló Turi―. Algunas de estas personas vieron a Cosi. O Kozilek. Antes de que desapareciese. Perdieron a su familia y su hogar por culpa de él. Piensa en cómo se sienten.
―¿Ha desaparecido?
Turi refunfuñó como para decir "¡eso no importa!", pero sabía que ya no podría contener la curiosidad insaciable de su hermana.
―Nadie lo ha visto desde hace meses ―explicó Turi―, ni a Emrakul. Solo a Ulamog. Hay gente que dice que los otros dos han regresado al lugar de donde salieron.
Kiora frunció el ceño. ¿Acaso era posible? ¿Se habrían... marchado?
―Me lo creeré cuando lo vea ―dijo―. ¿Qué sabes de nuestra tribu?
Turi se abrazó a sí misma; de pronto parecía una niña.
―Nada ―respondió―. Estaba estudiando en Portal Marino y...
―¿Estudiando? ―la interrumpió Kiora―. ¿Tú?
―Me gusta aprender ―le espetó Turi, herida en el orgullo.
―A mí también ―dijo Kiora―. Por eso viajo.
No pretendía ofenderla, pero Turi estaba molesta.
―Bueno, estabas en Portal Marino ―continuó Kiora con tono amable―. ¿Y qué pasó?
―Los Eldrazi... ―murmuró Turi. Tenía la mirada ausente―. Invadieron la ciudad. Tuve suerte y conseguí huir, pero no... No todos lo hicieron. Me uní a este grupo para intentar volver a casa. Mientras escapábamos de Portal Marino, vimos a Ulamog a lo lejos.
Ulamog, el Hambre Que No Cesa | Ilustración de Michael Komarck
―¿Ulamog iba hacia Portal Marino?
Una pregunta inoportuna. Admitía que lo era, pero tenía que saberlo, maldita sea.
―¡Me da igual a dónde fuese! ―chilló Turi―. Yo intento volver a casa, Kiora. Con nuestra familia. ¿No quieres saber si todos están bien?
Los refugiados cercanos apartaron la mirada y fingieron que no las oían. Qué amables.
Kiora posó las manos en los hombros de Turi.
―Hermanita, sé lo que ha pasado aquí. No he dejado de preocuparme por todos mientras he estado fuera, pero sobre todo, me preocupaba por ti. No sabes cuánto me alegro de ver que estás bien.
―Sí que lo sé ―dijo Turi en voz baja―. Cada vez que te marchas, me pregunto si volverás. Y si alguna vez te sucediese algo, sé que jamás lo descubriré. Nunca podré acompañarte.
―Si pudiese llevarte conmigo, lo haría.
―No ―dijo Turi sin tono de reproche―, no lo harías. Preferirías que me quedase aquí. Que estuviese a salvo. ¿Verdad?
―No hay ningún lugar seguro en Zendikar ―contestó Kiora―. Ya no. Por eso no me centro en encontrar a nuestra tribu, sino en dirigirme a Portal Marino. Si nadie detiene a Ulamog, todos moriremos, estemos donde estemos.
Presencia del titán | Ilustración de Slawomir Maniak
Había hablado demasiado alto. La gente se quedó mirándola.
―¿Piensas ir a Portal Marino? ―se sorprendió Turi―. No...
―Eres Kiora, ¿verdad? ―preguntó una voz ronca, que interrumpió aquella conversación obviamente privada. Patán...
Kiora se separó de Turi y se volvió hacia el desconocido. Era viejo y estaba cubierto de cicatrices; sus escamas eran oscuras, del tono de alguien que había pasado demasiado tiempo lejos del agua. Tenía acento de Sejiri y sonaba como alguien que esperaba que le prestasen atención incluso lejos de su hogar. A Kiora le desagradó de inmediato.
―La misma ―dijo esperando sonar irritantemente alegre.
―Yo soy Yenai ―dijo el anciano―. Quería agradecer tu ayuda.
Maestro sabio de Portal Marino | Ilustración de Dave Kendall
―No hay de qué ―respondió Kiora―. Todos estamos en el mismo bando, ¿verdad, sejirita?
Yenai pareció dolido, aunque Kiora no entendía por qué. Las diferencias étnicas de los tritones fomentaban la rivalidad, no el odio. ¿Aquello también había cambiado?
―Cierto ―dijo él recuperando la compostura―. Espero que también estemos viajando en la misma dirección.
―Depende ―comentó Kiora―. Yo me dirijo a Portal Marino.
Era la verdad. Bueno, no lo habría sido hacía unos minutos, pero si Ulamog se dirigía hacia allí, no pensaba perder el tiempo escondiéndose en otra parte.
―Nosotros acabamos de abandonar la ciudad ―replicó Yenai―. No pensamos regresar.
―Qué lástima. Supongo que mi hermana y mis monstruos marinos se vendrán conmigo.
―¡Kiora, no seas necia! ―le espetó Turi―. Ulamog es un titán, un dios. No puedes enfrentarte a algo así. Kozilek y Emrakul han desaparecido. Puede... Puede que Ulamog también lo haga. Quizá se marche. Ponerte en su camino no servirá de nada.
―No encontraremos refugio en Portal Marino ―afirmó Yenai.
Se encaramó a una roca y habló en voz alta.
―Nuestro plan no ha cambiado: avanzaremos por la costa y nos alejaremos de la hueste principal. Huiremos de Ulamog. Entonces, aunque el viaje sea largo y peligroso, sabremos a dónde ir.
Se giró y miró hacia el extenso océano. Menudo teatrero.
Isla | Ilustración de Vincent Proce
―Cruzaremos el mar, hacia Murasa. Nos han dicho que esa región es más segura. En cualquier caso, no puede ser peor que esta.
Algunas cabezas asintieron entre la multitud. Una de ellas, para disgusto de Kiora, fue la de su hermana.
―Bonito discurso ―intervino Kiora―. Tienes una voz preciosa. Una voz de cuentacuentos, de hecho.
Yenai la fulminó con la mirada.
―¿Conoces algún cuento de Cosi? ―continuó Kiora.
El anciano abrió los ojos de par en par.
―¿Cómo te atreves a...?
―Ya me has oído ―lo interrumpió―. Cuentos de Cosi. Como el de Ula y la almeja. O ese otro en el que Emeria confundía una medusa con la luna.
―Blasfemias y farsas ―escupió Yenai―. Turi, no nos habías dicho que tu hermana es una embustera. Nos habrías ahorrado albergar falsas esperanzas.
―No es una embustera ―replicó Turi, aunque no parecía muy convencida.
Kiora no era una devota de Cosi. No en el sentido estricto. Solo era una chica traviesa que no se cansaba de burlarse de los dioses.
―No pasa nada ―dijo―. Si no conoces ningún cuento de Cosi, solo tenías que decirlo.
Turi la agarró por el brazo.
―Kiora, espera.
Se soltó y caminó hacia las olas dejando que las puntas del bidente trazasen dos rastros tras ella en la arena. Las corrientes marinas se esparcían como una red de hilos. Tiró de una y sintió que se movía.
―Yo sí que conozco un cuento de Cosi ―continuó―. Uno en el que enseña a una mortal cómo robar la lanza de Ula.
Caminó por la orilla, arrastrando el bidente y el mar consigo.
―Al final, la mortal consigue arrebatársela y huir. Y cuando el dios la persigue para recuperar su arma...
La multitud permanecía en silencio, atenta, aunque Kiora no supo decir si cautivada o enfurecida.
―... la mortal le escupe en el ojo.
Una gran ola rompió por encima y alrededor de ella y se precipitó sobre la orilla evitando a los tritones, a quienes solo salpicó en los pies cuando pasó retumbando playa arriba, hasta estrellarse contra las rocas. Kiora perdonó a Yenai, aunque estaba muy tentada de barrerlo con la ola y mandarlo a otra parte con su frágil dignidad.
―No pienso esconderme en un agujero ni arriesgar mi vida en un viaje por mar mientras los Eldrazi devoran el mundo ―dijo levantando la voz por encima del estruendo de la ola, que ya estaba retrocediendo―. Voy a dirigirme a Portal Marino. Voy a presentar batalla.
Alzó el bidente. Hubo un silencio.
―¿Y bien?
Alrededor de ella, decenas de tritones negaban con la cabeza, con los ojos muy abiertos.
―No ―dijo Yenai―. Es una locura.
Kiora miró a su hermana.
―Kiora, no... ―dijo Turi―. No puedo volver allí. No puedo. Por favor, no.
―Tengo que hacerlo ―afirmó Kiora―. Sabes que tengo que hacerlo.
Los labios de Turi temblaban.
―Acabas de volver ―dijo―. Acabamos de volver a encontrarnos y creía que...
Kiora se acercó a su hermana y le dio un largo y afectuoso abrazo.
―Volveré ―susurró al oído de Turi―. Te lo prometo.
Palabras antiguas y duraderas.
―Te esperaré ―respondió Turi.
Kiora se alejó hacia las olas y empezó a llamar a una serpiente. Si quería llegar a Portal Marino antes de que Ulamog acabase con la mayoría de sus aliados, tenía que apresurarse.
Entonces, seis tritones se acercaron en silencio y se situaron a su lado.
Yenai se quedó alicaído al verlos marchar. Tenía que percatarse de que Kiora acababa de llevarse a la mayoría de los devotos de Cosi de su pequeño grupo, o incluso a todos. Tal vez tendrían menos problemas sin ellos. Tal vez. Pero tal vez se encontrasen con problemas que solo los embusteros sabrían resolver; a partir de ahora, los refugiados tendrían que salir adelante sin ellos... y Turi también.
―Mi hermana va a quedarse con Yenai ―dijo Kiora en voz baja―. Necesito que alguien la proteja. Por favor.
Una mujer alta asintió y se quedó atrás. Bendita fuese por ello, aunque Cosi no concedía bendiciones.
Kiora se giró hacia la playa, donde Turi, Yenai, la guardiana anónima de Turi y el resto de los tritones estaban observándolos con expresiones que abarcaban desde la tristeza hasta el enfado o, simplemente, el cansancio.
―Buena fortuna ―dijo Kiora. La fortuna, el dominio de Cosi. Aunque en verdad les deseaba buena suerte, no pudo resistirse a lanzar otra pulla.
Entonces, una serpiente emergió junto a la playa y Kiora y su pequeña banda de embusteros subieron a su lomo. Mientras giraban y se alejaban de la orilla, de las olas y de los rostros volteados de Turi, Yenai y los demás, Kiora los saludó antes de que la serpiente los llevase rumbo a Portal Marino.
La Planeswalker conoció a sus compañeros, escuchó sus tristes historias y descubrió cómo había empeorado la vida en Zendikar. Le explicaron que Bala Ged y Sejiri habían caído y sintió una mínima lástima por haber recordado a Yenai la pérdida de su tierra natal.
Luego fue ella quien contó la historia de cómo había robado el bidente y juró que era cierta, hasta la última palabra.
Portal Marino los esperaba. Ulamog los aguardaba. La serpiente nadaba hacia allí.
Y las risas de los embusteros resonaban por el mar.