La misión de Nissa
Historia anterior: Recuerdos de sangre
Recientemente, Nissa tenía un vínculo más fuerte que nunca con el poder de Zendikar y el alma del mundo. Era capaz de canalizar esa fuerza a través del elemental arbóreo al que llamaba Ashaya, el mundo despierto; su amiga. La propia tierra respondía a su presencia, aumentaba su poder y actuaba como una extensión de su ser que la ayudaba a luchar contra los Eldrazi. Sin embargo, todo aquello le fue arrebatado de repente. El alma de Zendikar ya no estaba en contacto con ella y no reaccionaba a su llamada. Ahora, Nissa está casi indefensa y sola y cree que los Eldrazi (puede que incluso el titán) han tenido algo que ver. Además, siente la responsabilidad de cuidar las semillas que porta consigo, procedentes de la flora extinguida por los Eldrazi, y de cumplir lo que prometió al mundo: que no se detendría hasta que pudiese volver a plantarlas en la propia tierra de Zendikar. A pesar de ello, mientras que otros se preparan para luchar por salvar el plano, Nissa percibe el vacío que la rodea y le preocupa que pueda ser demasiado tarde, que ya no quede un mundo que salvar.
Ocurría más durante el crepúsculo que en ningún otro momento. Una silueta grande y oscura se movía. Una rama se estiraba o se doblaba. Nissa lo veía por el rabillo del ojo y sentía la certeza, aunque fuese solo por un instante, de que era Ashaya, la manifestación elemental del alma de Zendikar, que había regresado como sabía que sucedería.
Ashaya, el mundo despierto | Ilustración de Raymond Swanland
Pero luego giraba la cabeza. ¿Por qué tenía que hacerlo siempre? Y entonces veía que solo se trataba de un árbol, del viento o de las sombras que proyectaba el sol poniente. Su respiración volvía a la normalidad, su corazón volvía a latir al ritmo habitual y ella se daba cuenta de que seguía sola, sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo firme del bosque donde estaba cuando la separaron de Zendikar.
Velaba aquel lugar, al que regresaba a diario para meditar, profundizar en la tierra y buscar cualquier rastro de Zendikar. Estaba convencida de que el titán eldrazi se lo había arrebatado, lo había ahuyentado o lo había herido; ya había visto en una ocasión el daño atroz que podía causar un titán al mundo. Aun así, en caso de que regresase, creía que volvería al lugar en el que había estado por última vez. Y Nissa pensaba que regresaría; quería creer que volvería para buscarla. Cuando eso sucediese, ella estaría allí. Siempre estaría allí para ayudar a Zendikar.
Sin embargo, cuando Nissa profundizaba en la tierra, lo único que encontraba era un vacío, los restos rotos de un cascarón. Zendikar nunca respondía. En vez de encontrar su abrazo, un frío gélido la invadía y se extendía por sus huesos cuando caía la noche.
La oscuridad y el frío señalaban el momento de regresar a su refugio entre las ramas de un gran sauce cercano. No podría ayudar a Zendikar ni a nadie más si se durmiese allí y un Eldrazi la consumiera en plena noche.
A menudo se planteaba regresar a Roca Celeste para descansar. Había algo atrayente en la seguridad que ofrecían las patrullas aéreas de Gideon, por no mencionar la protección que brindaba el formidable Planeswalker. No obstante, eso no compensaba el inconveniente. Si los demás volvían a verla, tendría que intentar explicarse otra vez... y no soportaba la idea de hablar de su dolor solo para volver a encontrarse con rostros escépticos y preguntas.
Ya intentó explicárselo a los dos: a Gideon y, luego, a su amigo Jace, que también era un Planeswalker. Les dijo que algo horrible le había ocurrido al alma de Zendikar. Que le habían arrancado su conexión con ella. Que había perdido a su amiga y su acceso a la gran fuente de poder que fluía por la tierra.
Sin embargo, ni Gideon ni Jace parecían entenderlo, como todos los demás. Al menos, Jace había sentido curiosidad por su "percepción del mundo", como él la llamaba. Pero la cuestión era que no se trataba de su percepción: Zendikar tenía un alma, al igual que otros planos. Nissa las había sentido e incluso se había comunicado con el alma de Lorwyn. Era difícil explicar aquella clase de cosas con palabras, por no decir imposible. La idea de que los mundos tuviesen alma parecía tan extraña que los demás solían ignorarla y consideraban que la verdad era solo la "percepción" de una única elfa.
Nissa no culpaba a Gideon ni a Jace ni a ninguno de los demás. Ellos no veían las cosas como ella. Cuando se fijaban en Zendikar, veían árboles, rocas, zarzas, bestias, ríos y montañas, pero percibían todo aquello como elementos separados e inconexos. No sentían el vínculo subyacente. No podían ver las poderosas líneas místicas que unían a todos los seres vivos del mundo, como una red de arterias que les daba fuerza y propósito con cada latido. No podían oír la voz del mundo que susurraba, gritaba, reía e incluso gemía de dolor en ocasiones. No podían entender que Zendikar tenía vida propia... o la había tenido.
La Turbulencia de Zendikar | Ilustración de Sam Burley
Ya no estaba allí.
Ahora, cuando Nissa observaba el mundo, lo único que encontraba eran astillas, hojas caídas y ramas enmarañadas y espinosas. Ya no podía ver el todo, no lograba percibir la unidad del mundo. No conseguía oír la voz de su amigo.
La falta de respuesta de Zendikar era como un grito de realidad. Hacía que sus recuerdos pareciesen sueños, la percepción fantasiosa de una elfa.
Si aquellos sueños habían sido reales en el pasado, ya no lo eran.
―¿De verdad has desaparecido? ―Nissa no quería creer que fuera así. Algo le decía que no podía ser cierto. Aun así... Bajó una mano muy lentamente hacia el suelo, con los dedos estirados. Contuvo el aliento y tocó la tierra.
Pero no era más que eso: tierra.
Si el alma de Zendikar había desaparecido y el titán eldrazi la había destruido, toda aquella tierra, las zarzas, las ramas y las bestias no tardarían en desaparecer. Un mundo sin alma no seguiría siendo un mundo por mucho tiempo.
Nissa se llevó la otra mano al pecho y estrechó el paño de seda con las semillas que le había dado el vampiro; parecía que habían pasado siglos desde entonces. Si de verdad había llegado el fin de Zendikar, aquellas semillas eran exactamente lo que había dicho el vampiro: la última esperanza de que el mundo perdurase. En otro plano.
Nissa tragó saliva, pero el nudo que tenía en la garganta siguió subiendo. Cerró los ojos y una lágrima corrió mejilla abajo.
Estrechó las semillas con más fuerza. Estaba segura de que conseguiría demostrar que el vampiro se equivocaba... No, estaba segura de que conseguiría demostrarlo junto a Zendikar. Había prometido a las semillas que las plantaría en la tierra de su propio mundo cuando estuviese a salvo, una vez que la amenaza de los Eldrazi hubiese desaparecido, cuando pudiesen crecer y convertirse en árboles grandes y fuertes que pudiesen unir sus vidas al alma de Zendikar.
Sin embargo, el alma de Zendikar había desaparecido. Ya no estaba allí. ¿Cuántas veces más tendría que buscar en el vacío para convencerse de ello?
"Ha desaparecido". Se obligó a pensar aquellas palabras. "¡Zendikar ha desaparecido!".
Una parte de ella continuaba negándose a creerlo.
Sabía que todo lo que había visto, sentido y oído le decía que era cierto, pero por algún motivo no podía creerlo.
Abrió los ojos y vio el mundo crepuscular, cubierto de largas sombras. Aquella noche, ninguna era la de Zendikar, pero alguna noche, una de ellas podría serlo. Si el alma del mundo regresase, lo haría en aquel lugar.
Por ese motivo, Nissa se quedaría allí.
―¡Corre! ―La voz chillona de una trasga alarmó a Nissa.
Instintivamente, se levantó de un salto y desenvainó la espada.
―¡Corre! ―gritó de nuevo. Iba disparada hacia ella y se movía a una velocidad sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que parecía tener una pierna rota... o incluso parcialmente amputada, pero Nissa no logró distinguirlo―. ¡Huye, vamos!
Guía del magma | Ilustración de Johannes Voss
Nissa la esquivó y ella pasó a toda prisa.
Entonces, a lo lejos, vio la estampida. Había al menos tres decenas de Eldrazi. Eran pequeños, no más altos que el tocón de un árbol. Se movían tan rápido que cada uno de los monstruos parecía un duro insecto cubierto de hueso que se veía arrastrado por la nube de polvo que envolvía sus patas.
Se desplazaban con agilidad por el bosque e iban directos hacia ella, hacia el claro... el claro de Zendikar.
No permitiría que tocasen aquel lugar. No dejaría que corrompiesen ni una sola brizna de hierba.
Apretó con más fuerza la empuñadura de la espada, la única arma que portaba. Tendría que ser suficiente; haría que fuese suficiente. Avanzó para interponerse entre el preciado rincón del bosque y los monstruos.
Estaban tan cerca que ya podía olerlos.
Eran criaturas asquerosamente carnosas y escurridizas. Jamás habían formado parte de la unidad de Zendikar.
El líder de la marabunta se dirigió directo hacia Nissa.
Todo el dolor y la desolación del mundo eran culpa de ellos.
Ya estaban a su alcance.
Nissa blandió la espada.
El acero alcanzó la placa ósea del primer Eldrazi y presionó con fuerza, perforó los tendones que había bajo el hueso y partió en dos al diminuto monstruo.
Sin detenerse, giró sobre sí y aprovechó el impulso del golpe para lanzarse a por la cabeza del siguiente Eldrazi.
Espada de la animista | Ilustración de Daniel Ljunggren
Nissa odiaba a aquellas criaturas.
Las odiaba tanto que podría estrujarles el cuello una a una hasta que les estallase la cabeza.
Lanzó tajos y estocadas a la horda mientras los Eldrazi la rodeaban. Parecían haberse olvidado de su anterior presa. Muy bien. Ya no tenían motivos para atravesar el claro en pos de ella.
Nissa giró sobre sí extendiendo la espada y cortó las patas retorcidas y temblorosas de cuatro cuerpos.
Una de ellas logró pegarse a la pierna de Nissa. El apéndice eldrazi correteó hacia arriba tirando de las prendas y clavando sus afilados extremos en la carne de la elfa.
―¡Suéltame! ―Nissa agarró a aquella cosa por su lomo óseo y se la arrancó del muslo. Luego la arrojó contra un árbol cercano con tanta fuerza que, cuando impactó, su placa ósea se hizo pedazos y las vísceras salpicaron la corteza.
No tenía tiempo para quedarse viendo cómo el monstruo resbalaba por el tronco; aún quedaban decenas de ellos.
Oleada del enjambre | Ilustración de Svetlin Velinov
Si Ashaya estuviese allí, los pisotearía bajo sus enormes pies y acabaría con todo el enjambre de un solo golpe.
Si Nissa pudiera recurrir al poder de Zendikar, levantaría grandes paredes de tierra para encerrarlos y los aplastaría a todos en cuestión de segundos.
Sin embargo, ahora estaba sola y solo contaba con su espada. Sujetó con fuerza la empuñadura y atacó sin detenerse.
Parecía que nunca dejarían de venir.
Una sensación de cautela vagaba por su mente, la misma cautela que surgía en su conciencia cada vez que se enfrentaba a un Eldrazi. Si tuviera que hacerlo, si no lograse destruir a los Eldrazi ni huir... tendría que marcharse. Tendría que viajar entre planos y abandonar Zendikar antes de que la corrupción la alcanzase. No podía permitir que las semillas se convirtiesen en polvo blanquecino en sus bolsillos. No podía tolerarlo, si realmente eran la última esperanza de Zendikar.
Se tensó por dentro y sintió un hormigueo en la piel. Su cuerpo estaba listo para viajar entre los planos. Solo tendría que dejar de aferrarse a aquel mundo, a aquel lugar, y podría irse.
Sin embargo, hacerlo significaría que todo había acabado.
Nissa no estaba dispuesta a que aquello fuese el fin. Todavía no.
Asestó una estocada a dos de los Eldrazi más cercanos y ensartó a ambos por el torso; al mismo tiempo, pateó a un tercero que intentaba apresarle las piernas, pero el enjambre no hacía más que volverse más denso.
El cosquilleo se intensificó. El instinto de Nissa le dijo que no lograría ganar fácilmente aquella batalla.
Saltó por encima de un cuarto engendro, dio un puñetazo a un quinto en la parte inferior y luego aprovechó el impulso para saltar por encima de otros tres que se habían acercado demasiado.
La vibración había alcanzado una frecuencia considerable y tiraba de ella por dentro.
No, todavía no.
Aún podía ganar aquel combate. Abatió a dos más.
Y luego a otros cuatro.
Pero ocho más se acercaron.
Sentía el peso de las semillas en el bolsillo.
"¿De verdad has desaparecido?".
No hubo respuesta. Por supuesto que no.
Miró por encima del hombro hacia el claro.
Entonces, con un silbido y un tintineo metálico, una cadena terminada en un gancho pasó volando junto a ella y se clavó en un Eldrazi que, ahora que lo había visto, parecía dispuesto a abalanzarse sobre ella.
La cadena se tensó y el gancho volvió a pasar al lado de Nissa, quien lo siguió con la mirada hasta encontrar a un kor de torso ancho que llevaba un arma en cada mano. Unos tatuajes édricos brillaban en sus brazos y su frente, iluminando sus rasgos faciales angulosos y el largo barbillón que colgaba de su mentón―. Yo me ocupo de estos; tú céntrate en los de la derecha.
Nissa asintió y desvió su atención hacia los que le habían encomendado combatir. Solo eran cinco. Aquello resultaba manejable incluso para una única elfa. El fin aún no había llegado. Ignoró el hormigueo de impaciencia en el borde de su ser. No tendría que abandonar el mundo, al menos aquella noche.
Cuando Nissa y el kor vieron que ya no quedaba ningún Eldrazi, el hombre se volvió hacia ella mientras limpiaba la sangre de sus ganchos―. No habrás visto a una trasga corriendo por aquí, ¿verdad?
―Se ha ido por ahí ―respondió señalando los árboles al otro lado del claro, el hermoso e incorrupto claro.
―Y supongo que el enjambre le seguía los talones.
―Podría decirse. ―Nissa envainó su espada.
―Se lo había advertido... ¿Cuántas veces hay que decirle a un trasgo que vaya despacio para que te haga caso? ―El kor cruzó la tierra donde Zendikar había caído y se dirigió hacia los árboles que había señalado Nissa, pero parecía que no veía el rastro que debía seguir, porque estaba desviándose de él.
―Me parece que los trasgos no entienden qué significa "despacio" ―dijo Nissa―. Y se ha ido más bien por ahí. ―También cruzó el claro, atenta a cada paso que daba por la tierra intacta. Señaló la maleza alborotada que la trasga había atravesado arrastrando su pierna herida―. ¿Lo ves?
―Ah, tienes razón ―se percató el kor―. En ambas cosas. Debes de ser una de los guardabosques de Gideon.
Una guardabosque. Hacía muchísimo tiempo que Nissa no se veía a sí misma como tal. Era una animista, una maga de la naturaleza, una parte de Zendikar, pero no una guardabosque. Ahora, parecía que era lo único que podía afirmar ser―. Sí, algo así.
―Gideon tiene suerte de que haya alguien como tú patrullando ―la elogió el kor mientras seguía el rastro de su conocida―. Igual que Pili. Creo que ella no habría podido enfrentarse al enjambre con tanta... destreza como tú. ―Sonrió y sus tatuajes brillantes resaltaron sus rasgos angulosos―. Soy Munda, uno de los líderes de escuadrón de Gideon. Normalmente no me ocupo de perseguir trasgos perdidos, pero hoy he tenido mala suerte.
Munda, líder de la emboscada | Ilustración de Johannes Voss
―Ajá... ―dijo Nissa. El kor, Munda, estaba volviendo a perder el rastro. Ahora era más difícil de seguir, ya que habían llegado a un terreno duro y rocoso que revelaba menos pistas que la tierra blanda o las hojas―. Por la izquierda.
Munda corrigió la dirección.
Nissa no sabía cuándo había accedido a ayudarle a seguir a Pili, pero allí estaba, actuando como una guardabosque.
―Pili ha llegado hoy con otros reclutas ―explicó Munda señalando hacia delante con la cabeza―. Empezó a delirar en cuanto los sanadores la ayudaron a recuperar la consciencia. Decía algo sobre un amigo, Leek. Supongo que es otro trasgo. Por lo que he conseguido entender, los dos se separaron en Portal Marino. A ella la encontraron los nómadas de Dojir, que venían de las llanuras de calcita. El otro trasgo, Leek, probablemente haya muerto, pero Pili está empeñada en que sigue vivo. Le he dicho que no queda nada en Portal Marino.
Nissa comprendía lo que era sentir algo que nadie más podía entender.
―¿Has visto cuánta gente ha llegado con el grupo? ―continuó Munda―. No sabía que hubiese tantos parias en las llanuras de calcita. Aunque Gideon... es decir, el comandante general Jura dice que no son parias. Todos estamos juntos en esto. En cuanto han puesto un pie en Roca Celeste, han dejado de ser los nómadas de Dojir y se han incorporado a nuestro ejército. Así de sencillo. Ese hombre es extraordinario. ―Munda se rascó el barbillón―. Quizá te sorprenda, pero yo le conocía antes de todo esto.
Su expresión decía que esperaba alguna reacción por parte de Nissa―. Ajá... ―dijo. Centraba su atención en seguir el rastro de Pili. Avanzaban en dirección a Portal Marino, tal como había predicho Munda. Nissa esperaba que la trasga estuviese bien, pero no lo veía posible. Ya no había nada en Portal Marino, como había visto ella misma.
―Gideon y yo luchamos juntos ―prosiguió Munda―. Bastantes veces, he de decir. Nuestros caminos se cruzaban a menudo, porque los dos tratábamos de acabar con los monstruos más grandes.
―Ajá ―volvió a responder Nissa.
―Eso fue hasta la caída de Portal Marino, por supuesto. Ahora creemos que es una insensatez ir a por los de mayor tamaño. Lo importante es seguir vivos, porque haremos falta en la batalla que está por venir, como sabrás.
Nissa asintió amablemente.
―Gideon tiene razón ―afirmó Munda―. Necesitamos a todo hombre, mujer y niño de este mundo si queremos tener una oportunidad. Ese es uno de los motivos por los que estoy buscando a Pili. Es una luchadora, se nota por su espíritu. La gente como ella es muy necesaria. Tenemos que combatir codo con codo. Es ahora o nunca. Entre todos, reconquistaremos Portal Marino y luego recuperaremos Zendikar.
Nissa tuvo que morderse la lengua. Estuvo a punto de encararse con el kor y de espetarle que Zendikar no era algo que se pudiese "recuperar". Zendikar no pertenecía a nadie: ni a sus habitantes, ni a los Eldrazi ni al gran comandante general Jura.
Zendikar, el auténtico Zendikar, era mucho mayor que nada de lo que pudiesen imaginar y mucho más profundo de lo que jamás entenderían.
Estuvo a punto de recriminarle que la gente no sabía lo que decía cuando gritaba "¡por Zendikar!". Le faltó muy poco para hacerlo, pero entonces oyó los sollozos de alguien.
Vio a la pequeña Pili, herida y sentada junto a la entrada recién expuesta de una cueva subterránea.
―Te había dicho que caminases despacio ―retumbó la voz de Munda―. Los Eldrazi te habrían devorado de no haber sido por... ―Pero calló cuando vio sus lágrimas.
Nissa se arrodilló junto a ella y posó una mano en su hombro tembloroso.
―Leek... ―dijo la trasga entre llantos.
Nissa miró el agujero del suelo.
―¿Hay alguien? ―dijo una voz desde las profundidades. Era débil y baja―. Ayuda. Por favor...
―Leek... ―repitió Pili. Negó con la cabeza.
―Quédate con ella ―dijo Nissa a Munda―. Vuelvo enseguida.
Munda asintió, aunque no se acercó más. Parecía incómodo tratando con aquella persona pequeña y sollozante.
Nissa descendió por un estrecho túnel que terminaba de repente, casi completamente bloqueado por un derrumbamiento; solo había una ínfima abertura en la parte superior. Buscó un pedernal en el cinturón y lo golpeó contra la pared. Subió hasta la abertura y acercó la llama. Nissa vio lo que al principio le pareció un centenar de lucecitas, pero cuando su vista se acostumbró, se percató de que eran los ojos de un numeroso grupo de trasgos.
―Ayuda ―dijo con voz débil uno de ellos.
―¡Munda! ―llamó Nissa girando la cabeza hacia atrás―. ¡Vamos a necesitar cuerdas! ¡Y ganchos! ―Volvió a mirar a los trasgos―. ¿Alguno de vosotros es Leek?
El grupo entero bajó la cabeza. Uno de ellos señaló hacia el rincón más alejado. Había tres cuerpos junto a la pared. Nissa lo entendió. Sintió una gran lástima por Pili; había estado muy cerca.
Con cuidado y paciencia, despejaron los escombros y los trasgos consiguieron salir. Nissa podría haberlo hecho en un abrir y cerrar de ojos si dispusiese de sus poderes.
Munda se mostró satisfecho al ver el pequeño ejército de trasgos que habían rescatado. Mientras ayudaba y organizaba a los más sanos para llevar a los heridos a Roca Celeste, les habló del comandante general Jura y del plan para reconquistar Portal Marino. La mayoría de los trasgos le prestaba atención, pero Pili estaba sentada al margen del grupo, sola.
Nissa se acercó despacio y se arrodilló a su lado.
Las dos permanecieron en silencio durante un largo rato, en la oscuridad. Entonces, Pili suspiró―. Decían que había muerto. ―Negó con la cabeza―. Pero yo sabía que estaba en el refugio. Lo sabía. ―Estampó un puño en la tierra―. Tendría que haber llegado antes.
―No ha sido culpa tuya ―dijo Nissa.
―Tendría que haber corrido más rápido. ―Miraba su pierna herida, ahora vendada y entablillada toscamente. Volvió a golpear el suelo, y otra vez, y entonces brotaron las lágrimas.
Nissa nunca había abrazado a un trasgo. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie, pero creía que era lo correcto en aquel momento. Entendía el dolor de Pili. Sabía lo que era el dolor interior. Un dolor que estaba oculto, que nadie podía ver ni encontrar ni aliviar. Era la clase de dolor que moraba en pozos profundos y surgía en oleadas abrumadoras. Un oleaje que procedía de un mar sin fin. Un oleaje que nunca cesaba de golpear. A veces lo hacía con violencia y otras era silencioso, pero jamás dejaba de romper en la orilla.
Nissa estrechó a Pili por los hombros y esperó a que el oleaje se calmase.
―Decían que había muerto ―repitió Pili enjugándose las lágrimas―, pero sabía que no. ―Se golpeó el pecho con el puño―. Lo sabía aquí. ―Volvió a hacerlo―. ¡Aquí! ―Se levantó―. ¡Lo sabía! ―Se giró hacia Nissa y sus ojos se entornaron a medida que la tristeza se convertía en rencor―. Los monstruos pagarán por esto. ¡Lo pagarán! ―Y entonces salió corriendo para unirse a los otros y escuchar el mensaje de Munda.
Nissa sentía el latir de su corazón, un eco de los golpes de Pili en el suyo.
Tenía razón. Nissa se llevó las manos al pecho. Lo sabía. Lo sabía al igual que Pili. Por eso no pudo marcharse cuando su vida estuvo en peligro. Por eso no pudo escapar viajando entre los planos, incluso cuando los Eldrazi la rodearon. Por eso velaba el bosque. Por eso se negaba a escuchar a su mente cuando le decía que había desaparecido.
Zendikar estaba allí. Era como una palabra en la punta de la lengua.
Pero ¿dónde estaba?
El alma del mundo no tenía un lugar en el que refugiarse cuando tenía miedo o necesitaba recuperarse. O cuando sentía dolor.
No había ningún recoveco oculto ni un túnel ni una cueva...
Nissa se levantó de golpe y el borde de su ser empezó a titilar, preparado para viajar entre los planos antes de que su mente comenzase siquiera a asimilar lo que su corazón ya sabía.
Había un lugar. Un lugar seguro y lleno de poder. Un lugar al que Zendikar podía retirarse.
El Corazón de Khalni.
Expedición al Corazón de Khalni | Ilustración de Jason Chan
La expresión del maná de Zendikar. El lugar en el que convergían todas las líneas místicas. Si había ocurrido algo, si el titán había amenazado al alma del mundo, se habría refugiado allí. Se ocultaría en aquel lugar.
El Corazón de Khalni.
Zendikar seguía allí, como Nissa había sabido todo el tiempo. Simplemente, no estaba aquí. Claro que no. ¿Por qué habría de regresar al bosque donde había ocurrido algo tan terrible? Había buscado a Zendikar en el lugar equivocado.
Se rio en voz alta y notó alivio en su corazón; había olvidado lo que se sentía cuando su corazón era libre y tenía motivos para alegrarse. El hormigueo volvió a tirar de ella, a moverla por dentro. Pero no hacia otro plano. Esta vez iría a...
―Elfa loca.
El murmullo de un trasgo que la estaba mirando la devolvió a la realidad, al bosque en el que sus pies tocaban la tierra... aunque no la devolvió del todo. Se había olvidado de los trasgos, de Pili y Munda, de Gideon y Jace e incluso de los Eldrazi. Se había olvidado de todo menos de Zendikar.
―Tengo que irme ―dijo a nadie y a todos al mismo tiempo. No pensó en otra cosa salvo en correr hacia el bosque y buscar un lugar donde no la viesen.
Entre los árboles del Bosque Extenso, Nissa pensó en Bala Ged.
Qué destino tan adecuado: era el lugar en el que había conocido al alma del mundo. Los recuerdos acudieron en tromba. Era como si estuviese allí de nuevo. Como si volviera a ser aquella joven elfa, aquella guardabosque joraga. Esa noche era como la noche en la que se marchó de su hogar hacía tanto tiempo. Se había ido al amparo de la oscuridad. Había atravesado el bosque en solitario.
La diferencia era que aquella noche huyó porque tenía miedo de Zendikar y creía que la tierra quería hacerle daño. Esta vez corría directa hacia ella. Estaba deseando volver a ver al mundo; Zendikar era su amigo más íntimo.
Mientras se estremecía, Nissa dejó de aferrarse al Bosque Extenso; dejó de resistirse al tirón, y el hormigueo de la piel se abrió camino hacia su interior. Cuando llegó al centro, Nissa viajó entre los planos... y regresó a su hogar, a Bala Ged, para encontrar a Zendikar.
Expedición de Nissa | Ilustración de Dan Scott
Archivo de relatos de La batalla por Zendikar