Historia anterior: El final prometido

Cinco Planeswalkers se han aliado para formar los Guardianes. Procedente de Kaladesh, la piromante Chandra Nalaar. De Theros, el hieromante Gideon Jura. De Zendikar, la animista élfica Nissa Revane. De algún lugar que no recuerda, el telépata Jace Beleren. De Dominaria, la nigromante Liliana Vess. Con la ayuda de Tamiyo, una erudita soratami de Kamigawa, los Guardianes derrotaron al titán eldrazi Emrakul sellando a la entidad en la luna de plata de Innistrad.

Tres meses han transcurrido desde entonces.


Llamó de nuevo a la puerta, esta vez más fuerte.

En el lado más apartado se oyó un ruido seco y una obscenidad mascullada. Después de largos segundos de roces de telas, acompañados de imprecaciones en voz baja contra aquellas sábanas en particular, contra la ropa de cama en general y contra todos los oficios textiles por extensión, unos pasos vacilantes sobre el suelo de madera se acercaron pesada y torpemente hacia la puerta.

—¿Mm? Qué... ¿Qué pasa? —balbució al otro lado una voz femenina y muy soñolienta.

—Es casi mediodía. Tienes que levantarte.

—¿Mediodía? Imposible. El cielo aún está oscuro.

—¿Podrías abrir la puerta?

—No. —Hubo un momento de silencio, un suspiro y varios segundos de dedos torpes hurgando en el pestillo. Otro silencio—. Claro, como que no la cerré. Abre tú, anda.

Empujó con cuidado y la puerta se abrió con un chirrido; una corriente de aire agitó las sedas oscuras de su vestido. La mujer que estaba apoyada de lado contra el marco en el interior de la habitación era un desastre de pelos cobrizos y revueltos que colgaban sobre un camisón holgado, con el cuello desabrochado y exponiendo un hombro. La luz del pasillo iluminó una mejilla chamuscada y cubierta de pecas. La joven refunfuñó y cerró con fuerza sus ojos ambarinos—. Buenas, Liliana —masculló con la mejilla apoyada en el marco de la puerta.

—Vaya, vaya —respondió ella—. Tienes un aspecto horrible, Chandra.

—¿Ah, sí? —Chandra se quitó las legañas de un ojo con la mano que no tenía apoyada—. Pues tú tienes un aspecto... —Dejó caer la mano y entreabrió un ojo amodorrado. El párpado se crispó—. Fabuloso, la verdad. —Sin duda alguna, aquella frase llevaba implícito un "maldita sea".

—Gracias, muy amable.

La única luz más allá del hombro de Chandra era un intenso rayo de sol que se colaba entre los pliegues de las cortinas cerradas. Parecía que una banda de trasgos frenéticos hubiera registrado la habitación; o quizá que un oso se hubiera instalado en ella. Las sábanas de la cama con dosel estaban desperdigadas por el suelo de madera barnizada y en el centro del colchón solo quedaba una caótica fortaleza de almohadas.

El escritorio estaba repleto de botes de pintura seca de diversos colores chillones y una galleta sobredimensionada a medio comer. En dos rincones distintos había sendos montones de prendas arrugadas; con la penumbra, Liliana no pudo distinguir cuál era el de la ropa limpia, suponiendo que alguno lo fuese. En un tercer rincón yacían los restos chamuscados de al menos dos caballetes.

—Confío en que la velada mereciese la pena —comentó Liliana. Otra ráfaga de viento sopló desde el pasillo, trayendo aromas a ladrillos torrados bajo el sol y a comida en proceso de freír, acompañados del rumor de la gente y la música de los artistas en la plaza cercana. Un obstinado mechón de pelo anaranjado se meció con la brisa veraniega y cayó sobre el ojo de Chandra. Liliana levantó una mano y se lo colocó detrás de la oreja mientras chasqueaba la lengua. El mechón estaba seco como la paja y tenía las puntas abiertas. Era de esperar, dada su tendencia a estallar en llamas.

—Ay, déjame —dijo Chandra apartándole la mano—. Anoche no hice nada, solo fui a ver... —Dudó por un instante y volvió la vista hacia la penumbra de la habitación entrecerrando los ojos—. A unos juglares. Sí, eso. En una taberna de... la calle Hojalata. Hacían... malabares y esas cosas.

Liliana había conocido a muchos mentirosos horribles a lo largo de los siglos, pero asombrosamente pocos podrían rivalizar con Chandra. Se cruzó de brazos y dejó que las comisuras de sus labios se curvaran hacia arriba—. Fuiste a ver las carreras aéreas ízzet.

¡No! Bueno... Sí. —Bostezó sin disimulo—. ¿Vas a echarme la bronca o algo?

—¿Por qué debería hacerlo? —contestó Liliana con una risita—. Haz lo que quieras. —Hizo un gesto con la mano por encima del hombro que englobaba el pasillo soleado, las estancias silenciosas y repletas de libros del santuario de Jace y a la absurda pandilla de santurrones a la que se había unido con reticencia—. Nadie tiene derecho a decirte lo que debes hacer. Desde luego, no es lo que yo firmé.

—No firmaste nada.

—Nunca lo hago, cielo. Lo mejor es vivir sin restricciones. —Se dio varios golpecitos con un dedo en los labios—. Las carreras aéreas son peligrosas para la mayoría, aunque, después de Emrakul, entiendo que ver a unos trasgos con cohetes atados a la espalda pueda parecer... bastante menos peligroso.

—¡Uno tenía cohetes hasta en las botas! Pero al final reventó. ¡Pam! —dijo Chandra juntando las manos y separándolas, emulando la asquerosa escena que había visto—. Había trocitos por todas partes. Fue una guarrada.

—Qué encantador. Entonces, ¿disfrutaste la noche?

¡Claro! —admitió la joven con una sonrisa, y las pecas de las mejillas se apretujaron en unos mofletes encantadores—. Me encantan las carreras aéreas. No había visto una desde... —Se quedó pensativa por un momento y pestañeó dos veces seguidas—. Desde hace tiempo. A los monjes no les entusiasmaban —dijo con una risita nada convincente.

Liliana observó el brillo del sol de mediodía en el pelo de Chandra y recordó la sensación de fragilidad que había notado entre los dedos—. Pecholobo quiere vernos a todos abajo dentro de una hora. Tenemos un invitado.

—¿Quién?

—No se lo he preguntado.

—¿Eh? No, o sea... ¿Pecholobo?

Liliana dejó que sus labios volvieran a dibujar una sonrisa, se llevó una mano a la cadera y esperó a que Chandra cayera en la cuenta.

¡Ah! —Chandra se rio bufando por la nariz—. Te refieres a Gid, ¿no?

—No me digas que no te has fijado. Tengo que recordarle casi a diario que se ponga una camisa —dijo Liliana mirando hacia arriba y haciendo un gesto exagerado con una mano pálida.

—A mí no me desagradan las vistas, oye. —Chandra se frotó el ojo izquierdo y bostezó de nuevo—. Voy a desayunar por el camino. A almorzar. Da igual. ¿Te vienes?

Intentó pasar junto a Liliana, quien la detuvo posando una mano en su hombro expuesto. La piel de Chandra irradiaba un calor fuera de lo normal, como si hubiera estado tendida al sol. Liliana se había fijado en que, en las raras ocasiones en las que Chandra se estaba quieta más de cinco minutos, su regazo siempre atraía a grupos de gatos somnolientos.

—Antes de bajar, quizá deberías ponerte unos pantalones, cariño —le dijo.

—Vaya, ni que fueras mi m... ¿tía? —refunfuñó Chandra. Dio media vuelta y se tambaleó hacia uno de los montones de ropa, levantando los dedos de los pies cada vez que pisaba el frío suelo. Eso resolvía la duda de cuál era la pila de la ropa limpia. O eso esperaba Liliana.

—Preferiría que me considerases... una hermana, digamos —sugirió con una risa breve.

—No tengo hermanos. —Chandra recogió unas mallas del montón, las olisqueó y se las echó al hombro haciendo una mueca—. Además, ¿no tienes unos doscientos y pico años?

—Cierto, pero llevo los doscientos como si tuviera veintinueve.


—¿Hoy no te pones la armadura? —preguntó Liliana mientras bajaban las escaleras.

—¿En casa? Nah. ¿Crees que debería llevarla en la reunión? —Chandra tenía la atención puesta en los cordones de su camisa. Intentaba anudarlos para cerrar el escote, pero solo había conseguido engancharse un pulgar—. La tengo abajo, en esa habitación donde Jace guarda todas sus capas. Tiene un mogollón de ellas. —Arrugó los labios, confusa—. Dame un momento.

Se detuvo delante de la puerta abierta de un dormitorio para intentar soltarse el pulgar. La habitación era de Nissa, en teoría. Las cortinas estaban abiertas de par en par, dejando que el sol de mediodía bañara una cama sin tocar y una cómoda polvorienta. Chandra echó un vistazo al interior—. Llevamos aquí unos tres meses, pero apenas he visto a Nissa desde el asunto de Innistrad.

—No la encontrarás en su habitación. Déjame ese lazo. —Liliana se volvió hacia Chandra y le dio un golpecito en la mano libre para apartarla de los cordones. Ahora tenía atrapados el pulgar y el índice—. Al día siguiente de que os instalarais aquí, vi a Nissa salir tropezando de la habitación como si la muerte corriese a abrazarla.

El rostro de Chandra se iluminó y abrió la boca para intentar decir algo.

—Sí, sí —suspiró Liliana—, y eso la habría dejado helada.

—Jo...

—Créeme, cielo, conozco todos los chistes de nigromantes. —Liliana se mordió el labio mientras clavaba una uña para deshacer un nudo—. Nissa farfullaba algo como "no puedo dormir, demasiados ángulos", y desde entonces prefiere estar en el jardín del tejado.

—Qué raro. —Chandra observó las motas de polvo en el aire mientras Liliana continuaba—. Y tú, ¿qué?

—Y yo, ¿qué? —Liliana deshizo otro nudo.

—Jace también te ofreció una habitación, ¿no? Como a los demás. —Usando la mano libre, Chandra levantó un poco las lentes que llevaba en la frente—. Pero preferiste buscarte tu propia casa, aunque todo sea tan caro aquí.

Con un último tirón, la otra mano de Chandra quedó libre—. No me agrada depender de la cortesía de los demás —dijo Liliana forzando suavidad en la voz. La afirmación tenía la virtud de ser verdad, aunque no contase toda la verdad. ¿Dormir bajo un techo costeado por Jace? Ni pensarlo—. Y ahora deja que te ate esto.

»Listo. —Dio una palmadita al nudo de la camisa de Chandra—. No vuelvas a tocarlo o seguro que acabarás enganchándote un pie.

—Gracias —dijo Chandra sonriendo, y entonces pasó un brazo cálido alrededor de los hombros desnudos de Liliana y los estrujó—. Tengo tanta hambre que me comería un Eldrazi, puede que hasta uno de los viscosos. —Echó a andar hacia las escaleras—. En Rávnica no se desayuna prácticamente nada. Es como si lo hicieran todo al revés: cenas exageradas, almuerzos largos y desayunos ridículos. ¿Pan tostado con mantequilla? ¿Para desayunar? —Chandra puso cara de haber chupado un limón—. ¡No me fastidies!

—¿Por eso no te levantas por las mañanas? —preguntó Liliana sin mala intención.

Chandra le dio un puñetazo en el brazo—. Serás capulla. —Pilló a Liliana tan desprevenida que la nigromante se tambaleó. Chandra siguió andando alegremente mientras Liliana se masajeaba el posible moratón y aceleró el paso al entusiasmarse con el tema, haciendo gestos como para dirigirse a un público que solo ella veía—. Escucha. Un auténtico desayuno empieza con methi thepla. Con jengibre, chile y algo de yogur. Cuando te despiertas oliendo eso... —Guardó silencio, tragó saliva y sacudió la cabeza—. ¡Y mango en escabeche! El mango es lo mejor de lo mejor; y compadezco a quien diga lo contrario, porque estará triste e irremediablemente equivocado.

—No tengo ni idea de lo que es el mango —comentó Liliana.

—Es una fruta —explicó Chandra—. No he probado nada parecido en todo el Multiverso, al menos en las partes que he visitado. Cuando está bien maduro y le pegas un bocado —dijo llevándose las manos a la boca—, el jugo te pringa la barbilla. Es agridulce y te deja un regustillo intenso detrás de la nariz, un poco parecido al olor del enebro. Es como si amaneciera en tu boca, un gusto tan grande y brillante que al final rebosa.

—Suena... aparatoso —valoró Liliana.

—Supongo que sí. A veces. Pero vaya si merece la pena —respondió Chandra, risueña—. Luego está el segundo plato. ¿Sabes qué son los garban...? ¡Oh! —Habían llegado a un pasillo con vistas a un patio lateral en el piso inferior, a cielo abierto y rebosante de vegetación. El paso de Chandra se redujo poco a poco mientras giraba y se acercaba a la balaustrada.

—Tenemos tiempo para otra antes de la reunión. Cuando estés lista —dijo la voz retumbante de Gideon—. ¡Vamos! —Se oyó una sonora palmada de sus fuertes manos.

Liliana se situó junto a Chandra. Abajo, Cachocarne había adoptado lo que probablemente fuera una postura de combate de Theros, afianzado como si esperara recibir un golpe. Frente a él, la esbelta elfa zendikari se agarraba un hombro con la mano contraria, como si quisiera plegarse y desaparecer.

—¿Estás seguro? —preguntó mirando a la hierba. Su voz sonaba irregular, áspera por la falta de uso.

La carcajada de Gideon reverberó en la mampostería. Liliana estaba bastante segura de que incluso había oído vibrar objetos de cristal en la lejanía—. Si sé lo que se avecina, soy indestructible. La idea de todo esto es ver hasta dónde puedes llegar . Confía en ti, Nissa. Y si no puedes... confía en mí. Resistiré, te lo aseguro.

—Pero...

—Soy indestructible —repitió él alegremente, mostrando su dentadura perfecta.

—Está bien. —Nissa cerró sus ojos verdes como un pino en la sombra—. Aquí no hay mucho que pueda utilizar.

—¿Quieres ir al jardín?

—Me refiero en... No importa. —La elfa tomó aire y levantó una mano.

Los arbustos experimentaron un florecimiento explosivo. Los pétalos de color lavanda y blanco se arremolinaron con un viento súbito y llenaron el aire de un dulzor intenso. Las hiedras treparon por las paredes; sus hojas esmeraldas crecieron y se desplegaron, cubriendo todas las superficies. La hierba se erizó y se dobló, susurrando con la brisa y enredándose cariñosamente alrededor de las botas de Nissa.

Chandra retrocedió un paso involuntariamente y respiró hondo cuando el verdor abrazó la balaustrada.

Las ramas crecieron y se entrelazaron hasta tejer una única silueta de cuatro patas. ¿Tal vez fuese una bestia zendikari? Liliana había estado allí hacía décadas, pero el plano le había parecido demasiado aburrido como para prolongar su visita. Los arbustos se arrancaron del suelo y desperdigaron tierra con sus pies formados por raíces, como si fuese un gato agitado.

La bestia-arbusto, ahora del tamaño de un árbol, se encabritó y soltó un bramido crujiente, como si fuese la mayor mecedora del mundo. De ella se desprendía una lluvia constante de pétalos pastel y motas de polen que danzaban bajo el sol de mediodía. Sus cuartos delanteros se entrelazaron formando un único puño que descendió sobre Gideon como una avalancha.

La piel del fortachón brilló como el oro líquido.

Y entonces, el tremendo impacto de la bestia lo clavó en la tierra hasta el torso.

Nissa soltó un grito ahogado. Con un gesto de la mano, la bestia arbórea se apartó de Gideon de un salto y aterrizó con un impacto tan fuerte que obligó a Liliana a aferrarse a la balaustrada cubierta de hiedra. En algún lugar de la casa, oyó el estallido de objetos de porcelana. En varios lugares, en realidad.

—¡Eso ha sido increíble! —exclamó Gideon con una sonora carcajada. Plantó ambas manos en el cráter que habían formado y se desenterró con un gruñido de esfuerzo. Se incorporó de un salto y finalmente se sacudió la tierra de los pantalones mientras lucía una amplia sonrisa—. No puedes hacerme daño a mí, pero ni se me había ocurrido lo que podría pasarle al suelo.

La bestia arbórea agachó la cabeza hacia Nissa como un cachorrillo al que hubieran reñido—. Shh —susurró la elfa, inclinándose hasta posar la frente en el hocico de madera del monstruo—. Es culpa mía, culpa mía.

—Ha sido un buen ejercicio. —Gideon plantó una mano robusta en el delgado hombro de Nissa. La elfa se estremeció e inspiró bruscamente. La bestia se volvió hacia Gideon y se agitó, haciendo que sus hojas sisearan como un felino.

»Tranquilo, grandullón —se disculpó Gideon retrocediendo y levantando las manos—. No quiero hacerle daño a tu mamá.

Nissa posó una mano tranquilizadora sobre la bestia—. Gracias. Ve a descansar. —El monstruo hundió sus patas de madera en la tierra, gimió y volvió a convertirse en meros arbustos. Nissa volvía a estar sola junto a Gideon y los últimos pétalos pálidos de la bestia cayeron suavemente a su alrededor.

—Espero que a Jace no le molesten nuestras reformas en el patio —comentó Gideon frotándose la poblada mandíbula.

Liliana echó un vistazo a Chandra. Estaba de puntillas, inclinada sobre la balaustrada con una sonrisita radiante—. Cuidado con el entusiasmo, no te vayas a caer —le dijo.

—¡Anda ya! —Chandra dio un saltito hacia atrás y le sacó la lengua—. Venga, vamos, que tengo hambre —dijo antes de marcharse a paso rápido.

Liliana sonrió y la siguió.

Sin embargo, de pronto oyó la fuerte voz de Gideon en el patio—. Nissa, una cosa antes de irnos. ¿Esa costumbre que tengo, la de dar palmadas a la gente en el hombro, te hace sentir incómoda?

Liliana se detuvo un momento y aguzó el oído. Si la elfa respondió, sus palabras no fueron audibles.

—Lo siento, no me había dado cuenta. No volveré a hacerlo. —Liliana no pudo imaginarse el rostro de Gideon en aquel momento, pero el tono de su voz rezumaba tanta sinceridad de corderito degollado que la nigromante arrugó la boca con irritación.

—Gracias —respondió la elfa, apenas con más fuerza que un susurro de viento en las hojas.

—Si algo te incomoda, dímelo, ¿de acuerdo? Sobre todo si soy yo.

Liliana adoptó una expresión gélida y fue en pos de Chandra, con las botas taconeando en el suelo y el dobladillo de la falda de seda meciéndose a su paso. Si escuchaba más sensiblerías, acabaría por vomitar. Claro, la elfa recibía disculpas y promesas. Doscientos años antes, Liliana había tenido que aprender a valerse por sí misma.


Había una docena de formas de llegar a la biblioteca de Jace, y eso sin contar los pasadizos ocultos que las sombras de Liliana habían encontrado. La biblioteca contaba con tres pisos repletos de estanterías que llegaban del suelo al techo, todas ordenadas alfabéticamente por autor y materia. Después de algunas semanas, Liliana se había aficionado a sacar libros aleatorios de su sitio y colocarlos en otras estanterías. Jace iba a volverse loco cuando se percatara.

Antes, la mesa de mármol en el centro de la biblioteca estaba cubierta con pilas de notas que Jace organizaba a conciencia, pero había trasladado todo aquello a un estudio privado. La biblioteca se había convertido en una especie de sala común, porque la mesa era la única de la casa con espacio suficiente para los cinco. Era divertido ver las caras que ponía Jace desde que habían empezado a comer allí.

Aquel día, en la mesa solo había una jarra con agua y seis vasos. Jace ya estaba allí, por supuesto. Paseaba con el ceño fruncido mientras hojeaba un puñado de notas y trataba de guardar las distancias con Lavinia, quien se había apostado junto a la puerta y miraba pragmáticamente hacia la media distancia. En sus ojos casi se podía ver un desfile de listas de control y marchas en formación, que se turnaban en sus pensamientos mientras aguardaba a que ocurriera algo importante.

Liliana había conocido a miles de personas como ella: responsables, cumplidoras y completamente faltas de imaginación. Si Lavinia tenía alguna taberna favorita, lo cual parecía improbable, seguro que su "lo de siempre" era una jarra de agua del tiempo.

El motivo más probable para que estuviese allí era impedir que Jace se largara a otra aventura. Por supuesto, si él realmente quisiera irse, solo necesitaría estar solo unos minutos. Lavinia ya estaba al corriente de la verdad: con cuatro Planeswalkers viviendo allí (y una más que prefería ir solo de visita, gracias), habían tenido que explicárselo todo. Después, Jace había invocado no sé qué estatuto del Pacto entre Gremios, subsección tal del artículo cual y ratificada por a saber quién para obligarla a jurar que guardaría el secreto.

Liliana sonrió para sí al apartar a rastras una de las sillas de la mesa, imaginándose a la guardia golpeando cada poco la puerta del retrete de Jace: "¿Está ahí, Pacto viviente? ¡Responda de inmediato!".

Jace levantó la vista al oír el ruido de la silla—. ¿Has llegado temprano? —Parecía sorprendido. Liliana se sintió profesionalmente ofendida.

—No, todos los demás llegarán más tarde que yo. —Lanzó una mirada analítica a la silueta de Jace: firme, erguida, alerta y bien peinada. "No se lo cree ni él", pensó Liliana—. No hace falta que disimules, querido. A ninguno nos importa.

Jace suspiró y emitió un destello cuando disipó la ilusión. Aquel era el auténtico Jace: más pálido, con el pelo revuelto, los ojos hundidos por las noches sin dormir y la barbilla oscurecida por aquella entrañable pelusilla que casi contaba como brote de una hipotética barba.

—¿Te has vuelto vanidoso? —comentó Liliana—. Qué impropio de ti.

—Quiero dar buena imagen en las reuniones de equipo. Proyectar capacidad de liderazgo, confianza, la noción de que tengo la más mínima idea de lo que hago. —Se peinó hacia un lado con la mano, lo cual no sirvió de mucho para alisar el enredo—. ¿Y por qué te lo estoy contando a ti? —Parecía molesto consigo mismo.

—¿Quién más te conoce lo bastante bien como para entenderlo? —replicó Liliana encogiendo un hombro pálido como el marfil. Se recostó en la silla y posó los pies en la mesa pasando uno por encima del otro. El dobladillo del vestido se deslizó por las botas con un rumor de seda.

—Eso es de mala educación —protestó Jace.

—Mm.

—Y distrae. —Sus cejas formaron dos peludas líneas horizontales de irritación.

—Lo recordaré. —Liliana le ofreció una sonrisa perezosa e indolente. Volvió su atención hacia las estanterías cercanas e imaginó la cara de enfado de Jace.

Gideon bajó las escaleras estrepitosamente, apurando los peldaños de dos en dos mientras se ponía una camisa para cubrir sus músculos robustos, fibrosos y palpitantes—. Qué bien, hoy te has acordado —comentó Liliana.

—¿Cómo? —preguntó él, confuso.

—Nada, olvídalo. —Liliana le hizo un medio saludo militar—. Continúe, mi general.

—Ya estamos casi todos, así que iré empezando —tomó la palabra Jace mientras Gideon separaba una silla enfrente de Liliana—. Resumiré las explicaciones a Chandra cuando llegue.

Liliana pestañeó, confusa, y echó un vistazo a la biblioteca. "¿Se ha olvidado de...? Oh". Nissa estaba sentada con las piernas cruzadas en una silla a la sombra de las estanterías, a bastantes pasos de la mesa. Liliana se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

—En primer lugar —continuó Jace—, todavía estoy atado por mi cargo como Pacto entre Gremios y seguiré así durante un tiempo. Cuando volví de Innistrad, mi escritorio estaba cubierto de papeles. En realidad, mi despacho era un laberinto de papeles y libros apilados y tardé cinco minutos en encontrar el escritorio.

Una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de los labios de Lavinia. Liliana reconsideró su opinión sobre la creatividad de aquella mujer y la valoró un poco mejor. Mientras tanto, Jace se apoyó en la mesa con las yemas de los dedos.

—He hecho correr la voz... —empezó a explicar.

Varias piezas de armadura cayeron al suelo con estrépito. Jace lanzó una mirada fulminante a Chandra, que acababa de entrar por un extremo de la estancia. La piromante se agachó y recogió el equipo que se le había caído—. Beddón —dijo con un pastelito en la boca; un poco de glaseado de canela se derramó sobre el mármol. Se dejó caer en una silla a la derecha de Liliana, mordió un trozo de pastel y empezó a colocarse las piezas de la armadura—. ¿Gué deshías? —preguntó con la boca medio llena.

—Decía —continuó Jace con un gesto exagerado de paciencia— que he hecho correr la voz gracias a Tamiyo de que los Guardianes estamos listos para ayudar. Otros Planeswalkers y ella se pasan información unos a otros, las novedades e historias que descubren durante sus viajes. Es como si fueran bardos, pero comparten las noticias de otros planos, en vez de sus vivencias en la localidad vecina.

—¿Cuántos son? —preguntó Gideon apoyando el mentón en una mano—. ¿Con qué frecuencia se reúnen?

—No son un grupo organizado como nosotros —explicó Jace—. Es todo muy informal, prácticamente información que corre de boca en boca. Aun así, se mueven bastante de un plano a otro y hablan con mucha gente. Si alguien quiere ayuda, le hablarán de nosotros. Si alguien necesita ayuda, nos lo harán saber. —Hizo una pausa y miró a los cuatro—. Esta asociación ya ha dado frutos: alguien se ha puesto en contacto con nosotros y aguarda fuera.

—Muy buen trabajo, Jace —valoró Gideon con una sonrisa antes de erguirse en la silla, que crujió con el desplazamiento de su peso.

—Gracias —dijo Jace—. Nuestro invitado se llama Dovin Baan. Es el ministro de inspecciones en una especie de festival de inventores en el plano de Kaladesh. —Liliana sintió un golpe de calor a su derecha—. Lavinia, ¿podrías hacerle pasar, por favor?

"Ministro. Mm...". Liliana bajó los pies de la mesa, se sentó erguida, cruzó las piernas y alisó las arrugas de su vestido. La silueta de Jace onduló: había vuelto a invocar la ilusión presentable que había llevado puesta antes de que Liliana llegara.

Enfrente de ella, Gideon observó atentamente los preparativos de ambos.

Chandra se recostó aún más en su silla, se colocó las lentes en los ojos y se cruzó de brazos.

Ilustración de Tyler Jacobson

El vedalken era alto, delgado como un sable de esgrima, de piel azul y de gusto impecable en el vestir. Su traje estaba en parte revestido de espirales y filigranas de metal, algunas de las cuales silbaban ligeramente y hacían un suave tictac. Bajó las escaleras con las manos estrechadas a la espalda y un paso brioso y preciso. Liliana se preguntó cómo lo hacía; ¿cómo era posible que los trozos de metal que cubrían sus mangas no se engancharan?

El invitado pasó junto a un cuadro, frunció el ceño y levantó una mano para darle un empujoncito por un lado y enderezarlo.

—Ministro Baan —anunció Jace—, le presento a mis compañeros: Nissa, Gideon, Chandra y Liliana.

Al oír su nombre, Liliana se levantó del asiento y mostró una sonrisa cortés. Flexionó ligeramente las rodillas y, mientras se agachaba y se levantaba, no apartó la mirada de los ojos de Baan. Eran fucsias, fervorosos e impacientes; un contraste fascinante con su conducta tranquila—. Encantada, señor ministro. —Las formas de Liliana estaban oxidadas, pero dudaba que el vedalken conociera detalladamente el protocolo de la corte de Dominaria.

—Igualmente, doña Liliana —correspondió Baan doblando un brazo por delante del vientre e inclinándose desde la cintura, bajando los ojos justo hacia el suelo a los pies de Liliana.

—Confío en que la espera haya sido cómoda —intervino Jace mientras señalaba un asiento vacío al extremo de la mesa.

Baan le echó un vistazo con desconcierto momentáneo, pero no hizo ademán de sentarse—. El alojamiento era tolerable.

—Me alegro. —El rostro ilusorio de Jace no reveló la incomodidad que Liliana sospechaba que sentía—. Díganos, ¿qué pueden hacer los Guardianes por usted?

—Mi presencia aquí se debe a la cuestión previamente expuesta vía correspondencia.

Tras un momento de silencio, seguramente dedicado a desentrañar la pomposa sintaxis de Baan, Gideon se aclaró la garganta—. Discúlpenos, ministro, pero no todos hemos leído vuestra carta.

Baan inspiró lentamente—. Ah, de acuerdo. Recapitularé el contenido. —Estrechó las manos a la espalda y comenzó a caminar junto al extremo de la mesa.

»Tengo el honor de personarme ante ustedes como representante oficial y debidamente designado del Consulado de Kaladesh. Como es menester, me he instruido acerca del sistema de gobierno de Rávnica y su rivalidad entre "gremios". —Baan pronunció la palabra con delicadeza, como si fuera un dulce que jamás hubiera paladeado—. Nuestro Consulado contrasta con él: es un sistema unificado, centralizado y meritocrático. Todos los recursos se gestionan y distribuyen mediante la aplicación racional y equitativa de la ley. Hemos establecido una sociedad en la que nadie tiene necesidades.

Liliana sintió un calor intenso en el brazo derecho. Echó un vistazo a Chandra. Una calima titilante danzaba sobre la cabeza de la joven y algunos mechones cobrizos se levantaban y ondulaban en la corriente ascendente. Sin embargo, Chandra estaba en silencio, rígida, con la mandíbula tensa de apretar los dientes.

Liliana movió su silla disimuladamente hacia la izquierda.

—Hace seis meses —continuó Baan—, el Consulado programó una Feria de Inventores en la capital, Ghirapur. Dicho evento dará comienzo mañana. En él habrá exposiciones de ingenio en una gran variedad de ámbitos y se concederán subvenciones a los artífices de las obras más excepcionales.

Baan permitió que las comisuras de sus labios se levantaran apenas unos milímetros—. He tenido el placer de inspeccionar personalmente todas las contribuciones para garantizar la seguridad de los visitantes. Si se me permite decirlo, considero que el jurado habrá de enfrentarse a decisiones difíciles. Estoy seguro de que al menos una de nuestras celebridades ha logrado crear una clase de artificio completamente nueva.

Se detuvo junto a los libros ordenados en la pared y tocó el latón de su hombrera. Un despliegue de lentes zumbó hasta situarse ante su ojo izquierdo. Baan observó a través de ellas por un momento, frunció el ceño y recorrió la superficie de la estantería con un dedo delgado.

—No obstante —continuó mientras extraía un pañuelo de un bolsillo y giraba sobre sus talones—, los preparativos se han visto saboteados repetidas veces a manos de vándalos e insatisfechos. Por el momento, mis medidas de seguridad han prevenido que hubiera heridos. —Se limpió el dedo con el pañuelo, lo dobló cuidadosamente con cuatro pliegues y lo devolvió al bolsillo—. Sin embargo, los esfuerzos por descubrir y eliminar el origen de esta agitación han sido menos fructíferos.

Las lentes de Baan regresaron entre chasquidos a su posición de almacenaje en el hombro—. Eso es todo.

—Entonces, por dejar las cosas claras —intervino Gideon—, ¿usted quiere que los Guardianes hagamos una labor de... seguridad?

—¿Que encontremos el origen de esos ataques? —añadió Jace.

Baan observó a ambos y respiró como si hubiese olido algo extraño en la suela de un zapato—. Correcto, tal como enuncié en mi correspondencia.

—¿Quiénes son esos alborotadores? —preguntó Gideon—. ¿Por qué querrían sabotear un festival?

—Una duda lógica, don Gideon —respondió Baan inclinando la cabeza—, mas lamento decir que no hay una respuesta lógica a vuestra consulta. Los agravios de los renegados existen principalmente en el febril espacio entre sus orejas. La objeción más significativa que pueden argumentar es que la distribución equitativa de recursos ejercida por el Consulado es, por algún motivo, "injusta" con ellos a nivel personal. En palabras llanas, consideran que son merecedores de más recursos de los que les corresponden. Cuando el Consulado se opone a consentir sus caprichos, estas personas recurren al sabotaje de instalaciones gubernamentales y al hurto de recursos destinados al bien común.

Chandra se levantó como un rayo y su silla se volcó hacia atrás. Liliana apartó el brazo derecho para que la piromante no lo calcinase cuando se marchó a zancadas, dejando tras de sí una estela de vapor y chispas.

—¿Pero qué...? —se alarmó Gideon, pero se apartó de las manos fulgurantes de Chandra cuando esta pasó junto a él. La piromante subió los escalones de dos en dos y rugiendo auténticas obscenidades.

Baan la siguió con la mirada y las cejas arqueadas hacia el cielo—. Sabe que eso es anatómicamente imposible, ¿verdad?

Jace carraspeó con fuerza—. Disculpe, ministro Baan... —El vedalken volvió su atención a la mesa cuando las puertas de la biblioteca se cerraron de un portazo—. ¿Entre esos renegados hay algún Planeswalker?

—Por lo que sé, no.

—Entonces no veo motivos para que intervengamos —terció Gideon—. Lo lamento, pero...

—Un momento, Gideon —lo interrumpió Jace—. El ministro dice que no lo sabe. Podríamos investigar el asunto primero.

Baan cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz con sus finos dedos—. Caballeros, disculpen mi atrevimiento, pero... ¿Cuál de ustedes toma las decisiones en este grupo?

Jace y Gideon se miraron el uno al otro.

—Bueno...

—Eh...

—Gideon es el comandante en batalla...

—Jace es el administrador...

—Pero los dos...

—Pero ninguno de los dos...

Baan se llevó las manos a las sienes como si acabara de darle un ataque de migraña.

—Ministro Baan —interrumpió Liliana. Se levantó con un ostentoso movimiento de sedas y encajes y lució su sonrisa más encantadora—. Lo que preocupa a mis... compañeros es el enfoque de nuestro grupo. Los Guardianes se fundaron para impedir que gente como nosotros, Planeswalkers, interfirieran en asuntos locales. En otras palabras, lidiamos con problemas externos. Sus problemas parecen un asunto interno, en cuyo caso tenemos las manos atadas —dijo con un gesto de impotencia fingida.

—Entiendo. —Baan espiró despacio, con alivio—. Gracias, doña Liliana. Este dilema me resulta perfectamente comprensible ahora. Veo que desconocía las restricciones por las que se rigen ustedes. Por supuesto, no puedo pedirles que vulneren las leyes que gobiernan su organización. —Hizo una nueva reverencia a Liliana—. Mis más sinceras disculpas. Trataré de ser más concienzudo en mis futuras pesquisas. Si me lo permiten, me marcharé para no importunarles más.

Jace miraba boquiabierto a Liliana; el enfado y el asombro se disputaban el control de su cara. "La reunión ha valido la pena", pensó ella.

—Aguarde, ministro —dijo Gideon levantándose de un salto—. Debería quedarse al menos a cenar.

Baan le miró como si le hubieran brotado nuevas cabezas—. Don Gideon, incluso aunque resultara aceptable seguir abusando de su hospitalidad, me temo que me necesitan urgentemente en Kaladesh. No albergo la menor duda de que, desde mi marcha, puede que se hayan producido otros actos de sabotaje.

—Pero viajar entre los planos puede resultar agotador y usted ya ha hecho un viaje hoy —objetó Gideon con una sonrisa—. No podemos dejar que se marche con el estómago vacío; normas de hospitalidad, podría decirse. Mientras nos preparan la cena, le mostraré la casa de Ja... Nuestro cuartel general.

Baan lo miró como si Gideon le hubiera ofendido—. Le aseguro que mi condición física se encuentra dentro de los límites aceptables para alguien de mi edad y profesión, aunque considero que eso no le incumbe a usted. Sin embargo... Si tienen ustedes la costumbre de proporcionar sustento a un invitado antes de partir, la respetaré.

—¡Magnífico! —Gideon se acercó para dar una palmada en el hombro al ministro, pero se contuvo y disimuló el impulso como si pretendiera realizar un extraño estiramiento.

—Ejem... —carraspeó Lavinia—. Pacto viviente, antes de que sus socios se marchen... ¿Qué hay del otro asunto?

—¿Qué asunto? —preguntó Gideon.

—Mientras estuve en Zendikar e Innistrad —explicó Jace con una mueca—, algunos miembros influyentes del Senado Azorio fueron... eliminados.

—Es ciertamente preocupante —opinó Gideon—, pero ¿qué tiene que ver eso con...?

—Has dicho "eliminados" —apuntó Liliana—, no "asesinados".

—Los petrificaron; los convirtieron en piedra —confirmó Jace. Se quedó pensativo y Liliana enarcó las cejas. ¿Jace se había quedado sin habla? "Qué intrigante"—. Hace más o menos un año, una asesina gorgona operaba en Rávnica —prosiguió él—. Una Planeswalker gorgona que guardaba rencor a los azorios. Conseguí detenerla, pero... la irrité.

—Tú y tu don para las mujeres... —esgrimió Liliana.

—La cuestión es que juró que regresaría algún día —continuó Jace.

—Mm —murmuró Gideon acariciándose la mandíbula. Finalmente se dirigió a Lavinia—. ¿Tenemos alguna pista?

—Aún no —respondió ella.

—Me gustaría que lo investigases —dijo Jace a Gideon.

—No, tú eres la persona más adecuada —se opuso Gideon—. Averigua lo que puedas e infórmame de lo que encuentres.

Liliana miró a uno y a otro repetidamente. Cuánto se alegraba de haberse establecido por su cuenta. Si alguna vez tenían que votar algo en grupo, eso facilitaría encauzar las cosas hacia donde ella deseara.

—No tienes ni idea de lo mucho que me gustaría encargarme —objetó Jace. Se oyó un ligero crujido de cuero: Lavinia apretaba la funda de su arma con una mano enguantada—. Pero tengo papeleo —escupió como si fuera una palabrota—. Gideon, no voy a... No es una orden, ¿entiendes? Es algo que necesitamos hacer. No puedo encargarme personalmente y creo que tú trabajarías bien con los azorios. Mejor que Liliana, desde luego.

—En eso tienes razón —terció Liliana con suavidad. Estaba bastante segura de que aún conservarían los carteles de "se busca" de hacía cuatro años, cuando Jace y ella habían trabajado para el Consorcio de Tezzeret. Se le hizo raro pensar cuánto habían cambiado las cosas desde entonces. Ahora, los azorios solicitaban la ayuda de Jace, mientras que ella era demasiado poderosa como para que el gremio pudiera detenerla.

Posó una mano sobre el bolsillo oculto en el que guardaba el Velo de Cadenas, aunque no necesitaba hacerlo para sentir su presencia. Podía percibir su tacto gélido en el muslo y, cuando perdía la concentración, los susurros de los espíritus onakke que moraban en el artefacto le hablaban con voz áspera desde los rincones oscuros de la biblioteca.

—Tienes razón —accedió Gideon asintiendo lentamente—. De acuerdo. Lavinia, necesito un resumen de lo que sepan los azorios.

—¿Un resumen? —La alguacil pareció escandalizarse—. Capitán Jura, solo con las declaraciones de los testigos tenemos miles de...

—Está bien, está bien. Perdona, nunca había trabajado con vosotros —dijo él con una sonrisa tranquila—. Tengo que depender de tu buen juicio. Sé que es mucho pedir, pero ¿podrías conseguirme algunos detalles para esta noche? Incluso unos pocos serán de mucha ayuda.

—Por... Por supuesto, señor. —Lavinia parecía haberse puesto nerviosa bajo la mirada de él.

—Muchas gracias, Lavinia. —Gideon hizo un gesto a Baan y lo llevó hacia la puerta al otro lado de la biblioteca—. Enseguida descubrirá que los cocineros de Jace son increíbles, señor ministro. Ventajas de ser el Pacto entre Gremios, al parecer. ¿Qué podemos ofrecerle?

Jace disipó su ilusión de calma y lanzó una mirada fulminante a la risueña Liliana.

—Me conformaría con una rebanada de pan sin levadura, un escalope a la plancha y un vaso de agua.

—¡Vamos, no sea usted tan modesto! —Gideon prorrumpió en una sonora carcajada antes de desaparecer por un pasillo.

 

 

Lavinia también se marchó, con paso pesado y tomando notas en un pequeño cuaderno.

Volvían a estar a solas.

Liliana se situó entre la mesa y la puerta del despacho de Jace mientras él reunía sus documentos de trabajo. Jace frunció el ceño al ver que le esperaba, bajó la cabeza y se acercó mirando para otra parte. Liliana sonrió benévolamente. Magnánimamente—. La próxima vez, querido, quizá deberíais dejarme hablar a mí.

—Odio que hagas eso —dijo Jace con voz más baja y fría de la que ella creía merecer—. Que irrumpas de pronto y te hagas con el control, como si fueras la dueña de todo y de todos. Y que luego esperes que te dé las gracias. —Giró el hombro hacia ella y pasó rozándola.

Las siguientes palabras de Liliana surgieron sin pensarlo, espontáneamente; dolor por dolor—. Recuerdo cuando disfrutabas con eso —susurró hacia el corto espacio que les separaba.

Jace desapareció dejando atrás solamente sus palabras de rencor. Cada una de ellas era un clavo de hielo en el corazón de Liliana.

"Maldita sea". Su buen humor se esfumó. Se pasó una mano por debajo de un ojo (solo por asegurarse; jamás encontraría nada allí), enderezó los hombros e irguió la cabeza. A Grixis con él, pues. Decidió ir en busca de Chandra. Eso podría ser divertido.

Se volvió hacia las escaleras y vio que la silla de Nissa estaba vacía. La elfa se había marchado tan discretamente como había llegado.

Solo cuando Liliana llegó a la mitad del segundo piso, se percató de que Nissa no había dicho ni una sola palabra en toda la reunión.


Sigo lanzando puñetazos.

Los impactos me recorren los brazos con ritmo irregular, staccato. El saco de arena de Gid se balancea y se tambalea con cada golpe.

Si estuviera aquí, me diría que busque un ritmo constante, que mantenga los brazos rectos, que use golpes cortos y controlados. Lástima que Gid esté escuchando a ese capullo del Consulado.

¿Una Feria de Inventores? Y un cuerno. Ellos mataron a los mejores inventores de todo Kaladesh. Baan y los suyos. Los cónsules y sus estúpidas normas.

Lo que quieren hacer es cazar a otra persona. A otro crío. Tal vez a otro...

La tela del saco de Gid empieza a quemarse.

—¡Oh, oh!

Tiene que haber... Seguro que Gid tiene agua por aquí. Es el campeón de los ocho vasos al día. ¿Qué hay en el gimnasio? Pesas. Las cosas esas para hacer ejercicio en el suelo. El balón grande que no debería volver a tirar contra Jace. Más pesas. El estante con cosas raras que no ha explicado para qué son. Más pesas de varios tamaños... ¡Ahí!

Me inclino sobre la mesa y agarro el cubo que hay bajo la ventana. Huele raro. A lo mejor se empapa el pelo en él o algo así. Da igual, sigue siendo agua.

Cuando me doy la vuelta, el saco revienta y la arena se desperdiga por el suelo.

Maldita sea.

Vierto el agua del cubo sobre los jirones en llamas.

Pedazo charco de barro he dejado. ¿Estropeará el suelo? Lo toco con la punta de la bota y trazo una línea en el barro. A lo mejor me vale para hacer un castillo de arena.

Cómo odio esto. Odio la parte de mí que destroza las cosas de gente amable. Aunque Gid esté siendo amable con alguien de la gente que mató a mis...

Vuelven a picarme los ojos. Suelto el cubo y me los froto. Varias chispas y ascuas se arremolinan en el aire.

Puede que Gid se lo tenga bien merecido. Que le den a su saco.

Para empezar, ¿por qué estoy aquí? Este no es mi lugar.

Debería volver a Regatha y hacer ese dichoso ritual de pasar la noche entera viendo arder un leño. Empieza a brillar poco a poco. Los tonos rojos, naranjas y amarillos surgen de la corteza. Se avivan y se apagan de nuevo. Luego el tronco se vuelve gris y queda reducido a ceniza. "Esto es lo que significa ser consumido por la divinidad", decía la madre Luti. "Transformado. La vida anterior desaparece" y bla, bla, bla.

¿Qué divinidad? ¿Los Eldrazi? ¿O los tíos que le amargaron la vida a Gid? No puedo creer en dioses que incendian todo lo que tocan. Los dioses deberían ser mejores.

Recuerdo el remanso.

El remanso detrás del poder que dejó mis piernas sin fuerzas.

Estaba allí. La vi. Juro que la vi.

Flotaba en medio del verdor y yo podía respirar allí.

Ahí es donde quiero estar.

Necesito estar ahí.

Es un picor que tengo que rascar. Que sube por mi columna y se mete bajo mi pelo. Tengo que ir ahora.

Los pies ya me han llevado hasta la puerta del gimnasio. No, alto. No puedo ir allí sin más y... Sería incómodo, ¿no? Irrespetuoso. No quiero que piense que soy de esas que entran sin permiso y... Bueno, a lo mejor soy de esas, pero estoy haciendo un esfuerzo enorme para ser educada. Solo necesito unos minutos para...

Maldita sea, ya he subido las escaleras. Y ahora estoy cruzando el pasillo a pisotones como una loca porque me tiemblan las piernas y mi cerebro echa chispas. Esto es una tontería. Voy a dejar de poner un pie delante del otro. Voy a dar media vuelta. Voy a volver a bajar las escaleras andando de puntillas y haciendo menos ruido que un ratoncito. Que sí, que lo voy a hacer. Chandra, quietecita. No, no abras esa puerta. No te quedes embobada con esas flores descomunales que no estaban aquí hace un mes. Chandra mala, castigada sin pastel de canela. Da la vuelta, baja las escaleras y que no se te ocurra volver a...

—¿Chandra?

MIEEERRR...

—Ho-hola. ¿Nissa? ¿Estás ahí? —Sí, eso es. Con calma. Tranquila. Sé indiferente, como Liliana. A Liliana le resbala todo.

»Bueno... Je, claro que estás ahí, porque acabas de hablar. Esto... ¿Tienes un momento? ¿Aunque sea un minuto? —Chandra, cierra la boca.

—Sí. Estoy detrás de la ver... De las flores púrpuras.

Las manos me tiemblan. Aparto algunas ramas y camino hacia su voz. Las hojas parecen papel de lija. Debe de estar por...

La veo sentada de piernas cruzadas sobre el musgo. Sus cabellos oscuros están sueltos, meciéndose sobre los hombros y cayendo hacia el regazo. Se ha puesto florecitas en la coronilla. Hay mariposas danzando a su alrededor, pero no les presta atención. Un haz de luz se filtra entre las hojas y la pinta con el oro del sol. Huele como el mejor recuerdo de la infancia de cualquiera.

 

 

No me quita los ojos de encima, pero simplemente se queda sentada. Escucha. Espera. Siento picores y creo que estoy sudando.

¿Cuándo fue la última vez que me di un baño? ¿Los elfos no tienen un superolfato canino o algo así?

Además, estoy inclinada debajo de una rama y apartando hojas de la cara como una tonta—. Eh... ¿Puedo sentarme? —Respiro por la boca, con dificultad y luchando para que no se oiga.

—Claro. —Hace un gesto para que tome asiento. Su brazo se mueve como el agua. Es como si fluyera.

Entonces me las ingenio para tropezar y caerme de bruces.

—¡Ah! —Estira una mano hacia mí, pero sus dedos parecen rebotar en una burbuja invisible a una palma de mi cuerpo—. Había una raíz... —Retira la mano y la envuelve bajo el otro brazo.

—¡No pasa nada, estoy bien! —espeto contra la tierra antes de ponerme de rodillas y tocarme la cabeza para comprobar que de verdad lo estoy. Sangrar por la cara sería supervergonzoso en esta conversación—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—Pero si no... —dice ladeando la cabeza.

—¡Ja, ja, ja! Claro que lo estás. Perdona. La que se la ha pegado soy yo. —¡CALLA, CALLA!

Intento sentarme como ella, pero la armadura de las canillas se me clava en los muslos. Decido apoyar la espalda en un árbol y estirar las piernas, cruzándolas por los tobillos.

¡Maldición! Mis pies casi le rozan las rodillas. No debería hacerlo, quizá no le agrade. Me giro y muevo los pies hacia un lado.

Genial, ahora tengo una raíz pinchándome en el culo.

Nissa se queda mirándome. En silencio. Paciente.

Suelto una risita e intento apartarme el pelo de la frente, empapada de sudor. Estoy echando humo bajo su mirada y la piel se me derrite—. Creo que estoy aplastando tus flores.

—Tranquila, no les pasará nada. —Sus ojos son muy profundos. De niña me gustaba ir a jugar a una cantera en las afueras de Ghirapur. Una vez se inundó y quedó toda cubierta de musgo y cosas verdes que flotaban en el agua. Parecía un pozo profundo, negro y tranquilo. Si caías en él, nunca llegarías a tocar el fondo. Bueno, eso era lo que decían. Ahora estoy en el borde, demasiado asustada como para saltar.

»¿Necesitas ayuda con algo? —me pregunta.

—E-es que había pensado... —Trago saliva, pero tengo la garganta seca y necesito varios intentos—. Recuerdas aquella vez en Zendikar, ¿cuando nuestras mentes se tocaron? Pude sentir la furia de Zendikar, ¿sabes? El poder de todo un mundo. Tu mundo. Y fue increíble. Lo más increíble que jamás haya vivido. Pero detrás de Zendikar, de la furia y del poder, te sentí a ti. Tu mente. Y era muy serena, ¿entiendes? Podría decirse que... me centraste, supongo. Estabas muy en calma y conectada y eso.

De pronto, mi cerebro se apaga, pero mi boca sigue caminando por el precipicio.

—Cuando toqué aquella parte de ti, fue como si nadara; como si solo flotara boca arriba y contemplara el cielo. Sin nada debajo. Solo el azul y el aire del cielo, y todo estaba tranquilo y en paz. Podría quedarme así para siempre, sin tener que preocuparme de...

¿PERO QUÉ LE ESTOY SOLTANDO?

—Ja, ja. Vaya... —Me paso una mano por el pelo sudoroso—. Debes de pensar que esto es una tontería, ¿no? Llego y me pongo a largar poesía de tres al cuarto.

—Me ha parecido elocuente —dice con la más diminuta de las sonrisas.

 

Me agarro un mechón y tiro de él hasta que me duele. Así me mantendré centrada, o eso espero—. Volviendo al tema, he pensado que a veces me encab... Me enfado mucho y acabo volando cosas por los aires. Se me ha ocurrido que preferiría ser capaz de volver a tocar ese sitio. De recordar cómo me hizo sentir tu mente. Calmada. Con los pies en la tierra. O sea... —Cometo el error de levantar la vista y sus ojos están ahí, observando, y todo el aire de mi garganta se atasca y se niega a circular. Lucho por tomar una bocanada.

»Creo que Jace lo preferiría. Para que no le destroce la casa, porque la tiene repleta de cosas caras.

—Puedo enseñarte a meditar, si quieres.

—Eh... Vale. Venga, podemos probar. Suena bien.

Sus finísimas cejas se doblan un montón—. ¿Te encuentras mal? Pareces nerviosa.

El jardín entero está lleno de cositas relucientes, llevo una hora intentando no reventar la casa de Jace y el corazón me golpea las costillas como si acabara de correr una maratón. ESTOY GENIAL, GRACIAS POR PREGUNTAR.

—Es solo que... No me has quitado los ojos de encima en todo este tiempo —digo sin pensar.

—Estamos hablando. ¿No debería prestarte atención? —Juraría que le ha temblado un labio—. ¿Eso no es... cortés en tu mundo? —Entonces aparta la mirada por primera vez y una mano se agarra a una oreja larga como un tallo. La nieve de sus mejillas se tiñe del color de la puesta de sol.

¿QUÉ DIANTRES ACABO DE DECIRLE?

—¿Qué...? ¡Ah, no! Digo... ¡Lo siento!

Me levanto de golpe y me golpeo la cabeza contra una rama—. ¡Au! P-perdón. Esto ha sido una tontería. —Retrocedo sujetándome la cabeza y levantando los codos para taparme los ojos irritados. Entonces tropiezo con la misma puñetera raíz, temblando, resollando y con el estómago revuelto. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

—Espera —dice ella levantándose en una fracción de segundo.

—Te he hecho sentir incómoda. Debería irme. Me voy ya mismo. Perdona. Adiós. Lo siento.

—Chandra, por favor...

Me doy la vuelta y echo a correr dejando una estela de chispas y árboles y flores humeantes, hasta que finalmente abro la puerta de un empujón.

Creo que voy a vomitar...


—Menudo desastre —murmuró Liliana. Tenía la cadera apoyada en la puerta del gimnasio de Pecholobo. Después de la escena que había montado Chandra, contaba con ver cosas calcinadas. El castillo de arena fue toda una sorpresa.

—Aquí arriba está mi gimnasio, donde hago ejercicio —dijo la voz retumbante de Gideon desde las escaleras—. Intento que Chandra y Jace también se entrenen, para que todos seamos capaces de manejar algún arma. Por lo que pudiera ocurrir; usted ya me entiende.

—No cabe duda de que será tan fascinante como el resto de las instalaciones —respondió Baan sin ánimo.

BAM.

Liliana se sobresaltó y se giró a tiempo de ver a Chandra pasar corriendo junto a Baan y Gideon, como un cometa pelirrojo cuyos ojos dejaban una estela de ascuas.

Perdonporcargarmetutrasto —farfulló al pasar; las palabras sonaron como si las hubiera pronunciado bajo el agua.

Y entonces desapareció, aunque sus pasos seguían retumbando escaleras abajo.

—¡Ten cuidado! ¡Podrías caerte! —le gritó Gideon.

Liliana se acercó al hueco de la escalera y echó un vistazo arriba. Nissa miraba hacia abajo con las manos aferradas delante del pecho, los labios separados en muda confusión y las orejas caídas.

 

 

Liliana movió la cabeza a un lado y a otro y echó un vistazo escaleras abajo. Alguien tendría que arreglar aquel desastre. Chandra era fácil de leer. Demasiado fácil. Sin embargo, poseía un poder increíble. Una combinación muy conveniente.

El sol empezaba a descender hacia el oeste, dando paso a una tarde larga y calurosa. Unas nubes bajas y de color pizarra presagiaban una noche de lluvia, de esas que en verano vuelven el ambiente más bochornoso que fresco.

Aquello no la molestaba demasiado. Los poderes nigrománticos ofrecían ventajas que rara vez se mencionan en los escritos. Por ejemplo, una temperatura corporal lo bastante baja como para alarmar a un sanador. Gracias a ello, los veranos le resultaban mucho más agradables y su aliento era gélido, en vez de cálido. Jace había demostrado ser insólitamente sensible a él. El más ligero soplo en el cuello había bastado para despertarlo en pleno sueño.

Liliana frunció el ceño y alejó el recuerdo de su mente.

No fue difícil seguir el rastro de Chandra. Dejando a un lado su propensión a chocar con todo y con todos cuando echaba a correr, su pelo echaba un humo de un color ligeramente distinto al de los puestos de comida repartidos por la plaza. Liliana ni siquiera necesitó convocar una sombra para que le ayudase a buscar.

Encontró a Chandra acurrucada en medio de un callejón a tres manzanas del hogar de Jace; el acceso estaba oculto tras un vendedor con voz ronca, cuyo carro olía a cerdo de dudosa calidad y repollo demasiado cocido. Con la cabeza entre las rodillas y la espalda apoyada en una pared de ladrillo, Chandra tiraba de sus cabellos cobrizos.

—Tonta, tonta, tonta... —se oía un susurro sibilante desde la entrada del callejón.

Así no le servía de nada. Liliana dobló la esquina imperiosamente y levantó un poco la falda para no acercarla a los charcos aceitosos—. Vaya, Chandra, no esperaba encontrarte en un sitio como este.

—¡Ah! —La piromante se levantó de un salto y se limpió la nariz con el dorso de una mano temblorosa—. Ho-hola. ¿Qué...? ¿Qué haces aquí?

—Voy de camino a hacer algunas compras —improvisó Liliana. Chandra seguramente la creería: era Liliana, la hermana mayor que llevaba un estilo de vida glamuroso y todas esas cosas.

—¿En un callejón? —dudó Chandra antes de sorber por la nariz.

—No todos frecuentamos las mismas tiendas —le explicó—. ¿Quieres acompañarme?

Chandra miró hacia el otro extremo del callejón, donde las sombras de la multitud titilaban y danzaban a la luz de la tarde—. ¿Viene alguien contigo? ¿Gid?

—Claro que no, por favor. No vendría de compras conmigo ni muerto.

—¡Porque entonces lo reanimarías para que llevara las bolsas! —espetó Chandra con una sonrisa. Calló por un momento—. ¿Acabas de ponerme a huevo un chiste de nigromantes?

—Solo por esta vez. Porque me caes bien. —La rigidez de los hombros de Chandra se alivió un poco. "Bien".

—Y ¿qué vas a comprar? —La piromante volvió a frotarse la nariz y se limpió la mano distraídamente en la bufanda que llevaba atada a la cintura.

—Nada especialmente importante —respondió Liliana a la ligera—: una botella de vino, media docena de gatos muertos que lleven en descomposición entre siete y diez días, a ser posible, velas con olor a lavanda, una sierra de hueso de doce pulgadas...

—Lo... —Chandra tuvo que hacer un esfuerzo para formular la pregunta—. ¿Lo dices en serio?

—Tendrás que venir si quieres averiguarlo. Venga, charlaremos por el camino.


Todo era oscuro. Frío. Silencioso. La humedad la envolvía. Un calor distante se filtraba hacia abajo, el más ligero soplo de vida en la espalda. Había esperado una eternidad durmiendo bajo lunas de hielo quebradizo y fuertes lluvias, sintiendo el peso de vidas efímeras que pasaban por la superficie.

Era el momento de moverse.

Se desplegó lentamente, apartando la blandura que la rodeaba. Sus extremidades se estiraron, crujiendo y temblando tras una eternidad acurrucada en la oscuridad. Alrededor podía sentir el movimiento de sus hermanas. El calor que notaba en la espalda las llamaba a todas. Al fin había llegado el momento de conocerse.

... Nissa...

Empujó el peso que había sobre ella. Siguió estirándose. Sus pálidas y delgadas extremidades inferiores se hundieron en las profundidades de terciopelo, donde el largo frío aún acechaba y gruñía, acercando cuchillos prístinos de cristal por espacios desconocidos. Se estremeció por el esfuerzo.

Tal vez no lo lograra. Quizá permanecería allí abajo para siempre, perdida. Volvería a convertirse en un cascarón olvidado. No muerto, pero nunca nato.

... ¿Nissa?

La oscuridad se deshizo en lo alto.

Tembló de dolor; las piernas inestables la empujaban hacia arriba y los brazos se estremecían al separarse del torso. Cada movimiento era agónico. El calor la inundó, haciendo que la sangre helada por el frío volviera a fluir y llenando sus extremidades de fuerza y color. Elevó la cabeza hacia la luz y sus cabellos florecieron con el resplandor.

—¿Nissa?

Ilustración de Zack Stella

La palabra llegó hasta ella desde un millar de kilómetros de distancia.

Recorrió el camino de vuelta en menos de un suspiro.

El mundo pasó ante ella a toda velocidad. Formaciones de madera y moho que crecían y respiraban juntas; yermos de polvo siseante que devoraban pacientemente la roca; masas de nubes susurrantes que se abrían hacia la tierra de más abajo; filas de rocas afiladas como hachas que lanzaban zarpazos al cielo; aguas profundas, frías y vacuas.

Pestañeó al ver a Gideon, desconcertada momentáneamente por sus gruñidos bestiales (palabras, corrigió una parte de ella) y las ramas (dedos) que se movían ante sus ojos, que de nuevo percibieron luz en vez de calor—. Soy...

"No soy una semilla".

"Nissa. Vuelvo a ser Nissa".

Gideon la miraba con expectación. La lluvia repiqueteaba en las ventanas de la biblioteca de Jace. Las palabras de Nissa sonaron quebradas y chirriantes—. Disculpa. ¿Qué me decías?

—Creía que te habías quedado dormida —dijo él mostrándole los dientes (sonrisa).

—Estaba... —En la piel de una flor que luchaba por brotar en la tundra primaveral a medio mundo de distancia, deleitándose con el primer roce del sol. Inspeccionó el rostro amable y sincero de Gideon, pero no halló en él la capacidad para comprenderlo. No podía explicarlo mediante contextos similares. No tenía palabras para hacerlo.

»Estaba pensando —explicó bajando la vista hacia su propio regazo, donde descansaba un cuenco con la cena intacta.

—Le explicaba al ministro Baan lo que hicisteis en Zendikar. —Su compañero ensartó un trozo de carne con un utensilio (tenedor) que prácticamente no podía verse entre sus manos gruesas y callosas—. Lo que conseguisteis Chandra y tú.

Chandra. La sangre corría cálida por sus mejillas pecosas. Los movimientos vivos y veloces de sus manos, cuales pájaros.

Nissa alimentaba ocasionalmente a los pájaros en el jardín. Se quedaban mirando las semillas que sostenía en la mano, hambrientos y necesitados, pero se marchaban volando ante el más mínimo movimiento equivocado.

Esta vez había ocurrido... y Chandra se había marchado.

Todos los sentidos y los instintos de Nissa estaban desequilibrados.

Rávnica la había oprimido desde el momento en que llegó, como el aliento fuerte y constante de una bestia en la nuca. El sol era de un blanco cegador y los olores resultaban penetrantes y desagradables. Todas las superficies parecían tener bordes pensados para cortar y desgarrar.

Un despliegue infinito de rostros deambulaba por las calles, extraño y aterrador. Más rostros de los que pensaba que podían existir. Se fundían unos con otros, convirtiéndose en una única monstruosidad de mil cabezas que la empujaba al pasar junto a ella. Pasear por los alrededores del edificio la dejaba sudando y temblando. Tenía que agacharse y centrarse en las flores solitarias que luchaban entre los adoquines agrietados; tenía que ignorar las siluetas deambulantes y ruidosas que la empujaban, la pisaban y chocaban con ella.

No existía el silencio. Los yunques reverberaban desacompasados durante el día. Los banquetes interminables siseaban y rugían junto a un millar de hornos. Las sirenas se lamentaban y el maná chisporroteaba por la noche. Un millón de voces gritaba constantemente, chillando de dolor y tristeza, de deseo y furia, confundiéndose en un barboteo. Hacía tres meses que no oía el susurro del viento entre los árboles. Que no oía la nada.

Los rostros. El ruido. Los incontables olores desconocidos que se asentaban en el fondo de la garganta y la asfixiaban. Cuando todo le resultaba excesivo, se acurrucaba en el jardín y se tapaba los oídos, y los árboles la acogían y le ofrecían seguridad.

En Rávnica todo era duro, deslumbrante y afilado.

Chandra. Ojos como soles. Sus pensamientos se dibujaban con audacia en su rostro. Intrépida.

"Dime, Zendikar. ¿Qué he hecho para ofenderla?".

Sin embargo, su amigo, su mejor amigo, su compañero constante durante los dos últimos años no podía responder. El rincón de su mente donde había vivido Zendikar estaba callado y vacío. "Hay muchas cosas que no comprendo. Ojalá estuvieras aquí".

Nunca había estado rodeada de tanta gente, mas nunca había estado tan sola.

—¿Nissa?

—Ajá. —Recogió un pequeño fruto rojo de su cuenco. Un "tomate", lo había llamado Jace. De piel tirante y repleta de agua, con un olor ligeramente ácido—. ¿Qué queréis saber?

Baan colocó sus utensilios en los bordes del plato, formando un ángulo tan preciso que hizo daño a los ojos de Nissa, y luego entrelazó los dedos—. Le ruego que disculpe mi curiosidad, doña Nis-sa. —El ministro frunció el ceño al pronunciar el nombre, que sonó como un siseo—. Se me ha dado a entender que posee usted la habilidad de percibir y manipular de forma natural los patrones de magia que se hayan en la tierra, ¿me equivoco?

La filigrana dorada de su atuendo hacía un suave tictac, en contrapunto con el reloj del extremo de la biblioteca. Nissa podía oír la energía que crepitaba y chasqueaba en su interior, imperceptible para Gideon y tal vez para Baan, cuyas orejas eran tan pequeñas como las de un humano.

—Las líneas místicas —aclaró—. Sí.

—Una fascinante situación inversa. —Las fosas nasales de Baan se contrajeron cuando respiró hondo—. En mi mundo, una energía similar fluye por las capas superiores del cielo. Se conoce como éter y extraemos su poder en las cumbres montañosas o mediante el uso de tópteros, lo almacenamos en dispositivos mecánicos y lo liberamos con el fin de utilizarlo de formas productivas. ¿Existe esa práctica en el mundo de donde usted procede?

Rocas afiladas como dagas flotan en el aire alterando el mundo. Una red, una jaula... Un entramado.

Nissa sufrió un ataque de náuseas.

—No —dijo doblándose sobre su cuenco y contrayendo los hombros—. Hubo gente que lo hizo, pero ellos... —Las historias se apilaban detrás de su lengua. ¿Por dónde podía empezar?—. La tierra no... Se lo pedimos, no se lo quitamos.

—¿Se lo piden? —repitió Baan retorciendo el verbo en sus labios—. ¿A quién? Vuestras líneas místicas son fenómenos naturales, ¿me equivoco? —Su voz de impregnó de un desdén salino. La forma de sus ojos cambió; sus tejidos formaron ángulos duros—. ¿Pediría usted permiso a la montaña para moldear el hierro de su núcleo? ¿Rogaría al árbol que le ofrezca el fruto que la nutre?

—Sí —respondió ella simplemente. Se llevó el tomate a la boca y lo mordió. El jugo brotó de él: la penetrante luz de un intenso sol blanco, filas de tierra oscura y sembrada con los restos de sus antecesores; surcos gentilmente labrados, el susurro de elfos y dríadas caminando entre ellos; recipientes que se inclinan y traen breves lluvias prestadas que salpican y bañan las hojas.

Una vida en un bocado de pulpa ácida. Meses de paciencia. "Gracias", pensó antes de tragar.

—Señor ministro, las cosas son... diferentes en el mundo de Nissa. —Gideon se inclinó en su silla, colocándose sutilmente entre ellos.

La gruesa puerta del fondo de la biblioteca se abrió y Jace apareció caminando fatigosamente. Lavinia entró justo detrás de él. Cuando Jace murmuró "necesito beber algo", la alguacil le tendió una taza de té con un fragante aroma a limón, hibisco y hierbas que Nissa no reconoció. Jace pestañeó—. ¿Cómo sabías que...?

—Mi deber es anticiparme a sus problemas, Pacto viviente —argumentó ella secamente—. ¿Solicito que vuelvan a calentar su cena?

—No. Gracias, Lavinia. —Retiró una silla de roble viejo, oscuro y desgastado por años al sol. Nissa se preguntó de dónde procedía el asiento. Era mucho más anciano que el resto de la casa. La vida que había tenido apenas era ya un susurro, una sombra proyectada en un día nublado.

El plato de Jace contenía una masa amarilla y blanca, hecha con queso y cereales. Incluso fría, Nissa podía olerla desde el otro extremo de la mesa. Jace frunció el ceño—. ¿Le han echado brécol?

—Es una fuente de hierro —informó Lavinia.

—Pero odio...

—Ni siquiera se dará cuenta de que lo lleva. —La voz de Lavinia indicaba que no admitiría más protestas.

—Veo que, de niño, usted sufrió el acoso de algún matón —enunció Baan con frialdad.

—A decir verdad... no recuerdo mi infancia. —Una decena de pensamientos implícitos se atisbaron tras los ojos de Jace, que se atragantó con el primer bocado y tuvo que esforzarse por tragarlo.

—No es necesario recordar conscientemente un hecho para caer en patrones de comportamiento determinados por dicha experiencia —argumentó el vedalken—. La posibilidad de olvidar las vivencias de toda una vida no es inconcebible, en cuyo caso apostaría a que el sujeto continuaría obrando bajo un juicio similar y se vería atraído a asociarse con la misma clase de individuos. —Hizo un gesto con la mano, similar al de una cola de buey espantando moscas—. La naturaleza de los mortales no es tan maleable como algunos podrían suponer. Una persona de tendencias religiosas siempre encontrará un fenómeno superior en el que depositar su fe. Asimismo, un criminal siempre será un criminal.

—Esa perspectiva es muy... determinista, señor ministro.

—El corpus mortal e incluso la mente no son más que una serie de mecanismos sofisticados. —Baan pestañeó primero con un ojo y luego con el otro. No era un guiño, sino una especie de expresión corporal propia de él, distinta de todas las que Nissa había visto jamás—. Observar un mecanismo en acción y extraer las conclusiones apropiadas es pura simplicidad.

Se produjo un silencio incómodo, hasta que Jace carraspeó—. ¿Habéis disfrutado la visita al edificio?

Nissa bajó la vista hacia su comida. Arrancó con los dedos un trozo de pescado al vapor y dejó que el sabor se fundiera en la lengua. Cuerpos plateados centelleando bajo sombras verdes. Motas de plancton en suspensión, un ligero sabor metálico. No era su primer idioma, pero todos eran iguales. "Gracias", pensó. "Utilizaré con sabiduría lo que me has proporcionado".

—He advertido una serie de deficiencias estructurales y organizativas que considero oportuno destacar. —La silla de Baan crujió cuando se reclinó en ella—. Los muros de carga de los pisos inferiores presentan grietas; aplicar una fuerza suficiente sobre ellos haría que se derrumbaran. La disposición del mobiliario en la mayoría de los dormitorios es ineficiente y deja muchos "huecos", si se excusa la imprecisión del término, demasiado pequeños como para darles un uso práctico. Esta biblioteca alberga diecisiete libros que han sido devueltos a estanterías incorrectas. Ciertas lámparas del segundo piso carecen del cobijo adecuado contra corrientes de aire...

—Sería mejor tomar nota —intervino Gideon con una sonrisa torcida.

—Descuida, lo recordaré todo —afirmó Jace.

—Y la cuestión más relevante... —Baan hizo una pausa—. ¿He de entender que el incidente en el gimnasio de don Gideon ha sido obra de la piromante que tienen ustedes a su servicio?

—"A nuestro servicio" da una impresión demasiado impositiva.

—Sean cuales sean los detalles de su acuerdo, la falta de medidas preventivas adecuadas es deplorable. Sin ir más lejos, poseen ustedes una biblioteca de dimensiones y selección admirables. Para un piromante, esto no es más que combustible. De producirse una conflagración en esta sala...

—Tengo mis... diferencias con Chandra, pero confío en que sepa... —Jace calló de pronto—. ¿Dónde está Chandra?

Nissa levantó la vista. El asiento habitual de Chandra estaba vacío.

—He estado buscándola —intervino Gideon—. Tenemos que hablar seriamente sobre el cuidado de las herramientas ajenas. La última vez que la vi, se fue corriendo escaleras abajo...

Nissa se quedó sin aliento.

—... y Liliana iba detrás de ella.

Jace miró a Gideon con preocupación. Lavinia, de guardia junto a la puerta, carraspeó para llamar la atención—. Pacto viviente, ¿permiso para intervenir?

—¿De verdad hace falta preguntarlo? ¡Claro! —Jace se giró en la silla—. ¿Sabes dónde están?

—Hace varias semanas, el capitán Jura solicitó que asignara a mis hombres la tarea de vigilar a la condesa Vess durante sus ausencias.

Jace lanzó una mirada fulminante a Gideon, que se encogió de hombros—. Es una nigromante. Me parece una medida prudente. —Gideon se llevó a la boca otro trozo de filete.

Lavinia cargó su peso sobre la otra pierna, haciendo que su armadura emitiera una vibración que solo Nissa pudo percibir—. Esta tarde ha partido en pos de la abadesa Nalaar.

Baan se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos.

—Ambas han pasado la tarde vagando por el distrito comercial, hasta que finalmente han... viajado entre los planos.

¿Juntas? —preguntó Jace.

—Sí, señor.

—¿Hacia dónde? —Gideon dejó el tenedor en la mesa.

—No tenemos forma de saberlo, señor.

Nalaar —dijo Baan en voz baja. Pronunció el apellido con la misma dicción que Chandra, la que nadie del grupo había sido capaz de reproducir con exactitud—. Disculpen mi consternación, mas es un apellido que no había oído desde hacía años.

—Explíquese, por favor —pidió Jace mientras dejaba a un lado su plato y posaba las manos en la mesa.

—He de decir que no me agrada hacerlo, pero considero que es mi obligación. —Baan juntó las manos sobre su regazo—. Pia y Kiran Nalaar eran figuras prominentes del movimiento renegado de Kaladesh. Eran criminales que, lamento decir, participaban en el robo y redistribución ilegal de los recursos etéreos del Consulado.

—¿Son parientes de Chandra? —preguntó Gideon—. Ni siquiera sabía que era de Kaladesh...

—Eran sus padres, salvo que mi suposición sea completamente desacertada. Hace doce años, Pia y Kiran Nalaar obligaron a su hija, cuyo nombre no estaba registrado, a asistirles en sus operaciones de contrabando. Desconozco los detalles, pero la joven evadió a los agentes de la ley manifestando unas peligrosas habilidades pirománticas. Los Nalaar trataron de ocultarse en diversas poblaciones rurales. Nuestros perseguidores lograron localizarlos en Bunarat, pero un incendio devoró la aldea durante el intento de captura. El oficial a cargo de la operación declaró que los tres fugitivos habían fallecido.

—¿Hace doce años? —dijo Gideon, pálido de horror—. ¡Pero si solo tiene...!

—Hace doce años habría sido una niña —intervino Nissa.

Baan abrió la boca, volvió a cerrarla y se quedó pensativo, tamborileando con los dedos la filigrana que cubría la manga de su atuendo—. Les ruego que entiendan —dijo por fin— que esta operación se llevó a cabo bajo la autoridad de una administración anterior. Incluso entonces, estos actos se consideraron... fuera de los límites. El oficial responsable de la investigación siguió adelante a pesar de haber recibido órdenes de ponerle fin. Creo que se presentaron cargos formales contra él por los gastos incurridos.

—¡¿Por los gastos?! —estalló Jace.

—No sé lo que hicieron los padres de Chandra —dijo Gideon con total seriedad—. Tampoco me importa mucho. Fueran cuales fuesen sus crímenes, no tenían nada que ver con Chandra. —Entrecerró los ojos—. ¿Es impulsiva? Desde luego. Sería un necio si lo negase. Sin embargo, tiene un corazón del tamaño de la luna.

—Don Gideon, el éter está en el mismísimo aire que respiramos. —Baan entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en ellos—. Está en la lluvia que cae sobre la tierra y en las hojas de los árboles. Solo nos atrevemos a tocar dicho poder mediante los guantes del artificio; un millón de piezas ideadas para realizar su función específica con seguridad. Al acatar rigurosamente este método, hemos evitado el 87,4 % de los accidentes provocados por magos que recurren al maná directamente. Perdón por mi siguiente atrevimiento, pero los piromantes son especialmente propensos a... causar daños colaterales. —Baan tomó aire despacio y sus ojos fucsias se movieron rápidamente por alguna imagen que solo existía en sus pensamientos—. En el pasado, los piromantes provocaban auténticas tragedias. No siempre por sus intenciones, pero universalmente por su naturaleza.

—¿Así que habéis ilegalizado la piromancia? —preguntó Gideon con una severidad que Nissa nunca había percibido en él.

—¿Puedo asumir, a raíz de sus reacciones, que la señorita Nalaar nunca les ha hablado de nada de esto? —replicó Baan bajando la vista.

—Nada en absoluto —respondió Gideon. Se quedó mirando su cena sin terminar y apretó un puño.

—Gideon, no nos ha dicho nada a ninguno de nosotros —añadió Jace en señal de apoyo.

—Pero debería haber sentido que podía hacerlo —dijo Gideon negando con la cabeza.

—Eso era decisión de ella, no nuestra —susurró Nissa. Posó un dedo en el borde de su cuenco y lo deslizó hacia abajo, haciendo que la cerámica vibrase—. Todos tenemos cicatrices que no queremos que otros toquen.

Chandra se había sentado delante de ella con las mejillas ardiendo, retorciendo tallos de flores con los dedos y pidiendo solo un momento de paz. Pidiendo algo que pudiera calmar el ritmo frenético de su corazón, agitado como las alas de un pájaro. Sin embargo, ella se había movido incorrectamente y Chandra se había marchado volando.

—¿Me permiten preguntar adónde creen ustedes que ha podido ir? —se interesó Baan—. Espero que no sea tan imprudente como para haber partido rumbo a Kaladesh.

Nissa levantó la vista. Jace y Gideon intercambiaron una mirada. Los dos la miraron.

Habían llegado a la misma conclusión.

—Iré a Kaladesh —anunció Jace volviéndose hacia la habitación donde guardaba sus capas—. Me resultará fácil dar con...

—¿Otra vez? —lo interrumpió Lavinia con un tono de cansancio y decepción. Se interpuso en su camino con una mano apoyada en el pomo de la espada.

—¡No esperarás que me quede aquí a rellenar formularios! —le espetó él.

—Ellos también pueden encontrar a la abadesa Nalaar —objetó Lavinia señalando a Gideon y Nissa—, pero no pueden ser el Pacto entre Gremios.

—Tiene razón. —Gideon posó una mano robusta en el hombro de Jace—. Piénsalo bien, Jace. Yo puedo ocuparme de esto, aunque no me entusiasme la idea. —Puso una mueca de dolor—. Ya sabes cómo se pone cuando alguien le dice lo que debe hacer.

Kaladesh. Ghirapur. Una ciudad de latón e industria. Al igual que Rávnica, un lugar que nunca dormía, donde el viento olía a metal y a energías chisporroteantes y donde oleadas interminables de rostros mortales se abrían paso de un lugar a otro. Un océano de desconocidos que la miraban boquiabiertos y susurraban al verla. Que la observaban. Que la señalaban. Que la empujaban.

—Iré yo. —Las palabras surgieron de sus labios antes siquiera de haberlas pensado.

—¿Estás segura? —le preguntó Gideon bajando la mirada hacia los dedos temblorosos de Nissa—. No tienes por qué ir sola.

Pienso ir a Kaladesh. —Apretó los puños para calmar el temblor—. Baan puede guiarme. Encontraré a Chandra y...

Y ¿qué?

¿La llevaría a casa? Ya estaba en su hogar.

¿La sacaría de sus problemas? Era una mujer adulta. Podía hacer lo que le placiera.

¿La protegería? El corazón de Chandra era fuerte como el de un báloth. No necesitaba que la defendieran.

—... permaneceré a su lado.

Le pareció el propósito correcto.


Archivo de relatos de Kaladesh
Perfil de Planeswalker: Chandra Nalaar
Perfil de Planeswalker: Liliana Vess
Perfil de Planeswalker: Nissa Revane
Perfil de Planeswalker: Jace Beleren
Perfil de Planeswalker: Gideon Jura
Perfil de Planeswalker: Dovin Baan
Perfil de plano: Rávnica