Nota: Esta es la segunda y última parte de una historia complementaria. Procura leer la primera antes de esta.

La mañana en Porteos Magosi ya era calurosa antes del amanecer. Era lo propio en aquella estación, aunque no dejaba de resultar molesto. Los miembros de la caravana, unos veinte mercaderes tritones, estaban trabajando en el patio. Sus bueyes del campo de pilares estaban cargados y enganchados unos a otros, con vendas en los ojos para el descenso que les aguardaba. El sol asomaba tembloroso por el horizonte y Akiri realizó la primera comprobación de las correas, arneses, vendas y cuerdas guía con las que los bueyes bajarían por los escalones con calma y seguridad. Záreth se ocupaba de ayudar a los tritones; estaban nerviosos, pero su compañero hacía lo posible por tranquilizarlos.

―... y si te caes, intenta que sea en el río ―le oyó decir mientras pasaba cerca al revisar los bueyes. Fue incapaz de contener la risa, lo que hizo que el jefe de la caravana empezase a plantear más inquietudes que Akiri tardó un cuarto de hora en resolver.

―Creo que el viaje sería más fácil si le vendáramos los ojos a él ―comentó Záreth mientras Akiri hacía la tercera comprobación de los animales.

―Y yo creo que nos quedaríamos sin la otra mitad del pago si lo hiciésemos ―respondió ella al apretar una correa. Revisó las cuerdas que sujetaban las cajas y fardos de mercancías en el lomo de un buey―. Aunque no niego que nos facilitaría el trabajo.

―¿Sabes lo que transportan? ―preguntó Záreth.

―¿Quieres que lo adivine o me lo vas a contar?

―Esta caja tiene frutas del interior. ―Záreth le guiñó un ojo y en su mano apareció un puñadito de bayas de color morado oscuro―. ¿Quieres una? Creo que son élficas. Dejan un gustillo agradable, como el té del desayuno.

Akiri levantó un índice para reñirle, pero se contuvo cuando Záreth saludó con la cabeza al líder de la caravana, que se acercaba por detrás de ella.

―Compórtate ―le gruñó a su compañero antes de volverse con una sonrisa hacia el jefe, al que le garantizó que todo iba bien y que estaban listos para partir en cuanto mandase. Por el rabillo del ojo, vio pasar a Záreth junto a la fila de bueyes mientras hablaba con los mercaderes, reía con ellos, realizaba pequeños ajustes a los arneses de los animales y se portaba amigablemente en general. Akiri odiaba sospechar de él. No sentía desconfianza, porque conocía bien a Záreth y sabía cómo era en el fondo, pero lo que sí sentía era decepción. Decidió que era conveniente ponerle fin a aquello, pero antes habría que...

El suelo tembló. Fue una vibración leve y corta, acompañada de un aumento de temperatura repentino, como si el sol se hubiera acercado ligeramente. Los bueyes dejaron de bramar y bufar. Los tritones interrumpieron su conversación nerviosa. Incluso Záreth se detuvo y se plantó en el suelo tembloroso, llevando las manos a los cuchillos que guardaba a la cintura. En aquel amanecer húmedo y tranquilo excepto por los nervios, el mundo anunciaba su presencia. El seísmo fue momentáneo, aunque pareció durar una hora, un día, un latido.

Akiri fue la única que no miró de un lado a otro con miedo cuando el temblor cesó. La había sorprendido, por supuesto, pero no tenía miedo. A diferencia de los tritones, que susurraban y hablaban en voz baja acerca de señales de mal agüero, y del líder de la caravana, que intentaba calmar a los bueyes, Akiri estaba tranquila, decidida.

La Turbulencia, que había desaparecido por un tiempo tras derrotar a los Eldrazi en Portal Marino, había regresado. Al menos un indicio de ella: Zendikar les recordaba que la Batalla solo había salvado a sus habitantes, no al propio mundo. Cuando estallaba la Turbulencia, nunca la precedía un aviso; ella misma era un heraldo del increíble poder de Zendikar, de la fuerza del propio mundo. A pesar de los miedos que Akiri sentía cuando la Turbulencia sacudía la superficie, agradecía el temblor. Si sobrevivías a los efectos de la Turbulencia, comprendías la magnitud de las otras amenazas a las que te enfrentabas.

Záreth se acercó a paso rápido, con las manos aún en las empuñaduras de los cuchillos.

―Creía que habíamos detenido la Turbulencia ―dijo él―. ¿Piensas que empeorará?

―No. Cuando cesa, ya está, ¿recuerdas? No deberíamos tener problema en los escalones; son bastante robustos. El Umara es estable, por eso no hemos notado más que un temblor.

―¿Y Portal Marino?

―Probablemente se haya levantado oleaje en el Halimar y el resto del océano ―supuso Akiri―, pero la ciudad resistirá.

Záreth miró a los tritones y la caravana.

―¿Y a qué nos enfrentaremos nosotros? ¿Elementales? ¿O quizá...?

Los nudillos se le pusieron blancos al apretar las armas, pero, por lo demás, mantuvo la compostura y la calma.

―Tranquilo. ―Acercó las manos a las de él y las separó de los cuchillos―. La Turbulencia ha pasado. Déjala que pase. Lo único que debemos hacer es bajar las escaleras, llegar a Yelmo de Coral y seguir hacia Portal Marino.

Záreth asintió y exhaló lentamente.

―Y entonces continuaremos con el trabajo.

―Sí, y entonces continuaremos con el trabajo ―repitió Akiri. Echó un vistazo a la caravana de mercaderes, que se habían apelotonado en torno al jefe y le hablaban en susurros nerviosos―. ¿Os habéis fijado en lo poco que ha temblado el suelo? ―les dijo alzando la voz―. El camino para bajar está labrado en esta misma roca. No hay nada que temer.

Los tritones se repartieron entre sus respectivos bueyes y siguieron conversando, mientras que el líder se acercó a Akiri y Záreth.

―Eso ha sido la Turbulencia, no un simple terremoto. Tú también lo has notado, ¿verdad? ―le preguntó directamente a Záreth tocándose la mandíbula―. Ese sonido, aquí, antes del temblor.

―Lo he notado ―confirmó Záreth―. Me ha dolido, pero no parecía tan intenso.

―En cualquier caso ―le dijo Akiri al caravanero―, esta región es la más segura de todo Zendikar. De aquí a Portal Marino, el terreno es estable. El peor obstáculo será el calor.

―Y los bandidos ―añadió Záreth―. De esos también hay que preocuparse.

El jefe de la caravana puso los ojos como platos.

―Está bromeando ―dijo Akiri, que lanzó una mirada asesina a Záreth―. La caravana viajará sin problema y llegaremos a Yelmo de Coral antes del anochecer.

El líder tritón miró a ambos varias veces; a Akiri, tranquilizadora, y a Záreth, risueño. Movió la cabeza de un lado a otro y se marchó a atender sus otros quehaceres.

La caravana inició la marcha poco después y los bueyes descendieron en fila por el primer tramo de las escaleras en zigzag.

Una vez en los escalones, aunque estaban en medio de la caravana, Akiri y Záreth pudieron hablar con algo de intimidad gracias al estruendo de la catarata de Magosi.

―El temblor ha sido de los malos ―dijo Akiri―. No había notado uno así desde la Batalla.

―Creía que me iba a romper algún hueso ―añadió Záreth mientras se masajeaba la mandíbula―. Entiendo que esta gente tenga miedo. Por las profundidades, hasta yo estoy preocupado.

―Hay que mantenerse alerta. ―Akiri se ajustó los ganchos y las cuerdas―. Me parece que no vamos a tener un día fácil.

Ambos habían vivido la Turbulencia y conocían su naturaleza. Al igual que la fiebre, la Turbulencia era la respuesta de Zendikar a algún tipo de dolor más profundo. La Turbulencia no era la amenaza, aunque pudiera resultar terrible, sino una advertencia.

Las aguas del Umara continuaban precipitándose y los escalones seguían descendiendo. Akiri y Záreth bajaron por el camino escoltando la caravana y desaparecieron entre el rocío de la catarata de Magosi, que envolvía los escalones en una niebla densa y húmeda.

Záreth San, el Farsante | Ilustración de Zack Stella

La caravana aminoró la marcha hasta detenerse un poco antes de la mitad de las escaleras, a menos de una hora de camino. Allí, el rocío de la catarata lo abarcaba todo y empapaba por igual a bestias y personas. En pleno verano, lo que debería haber sido una niebla fresca en el camino se tornaba en un agobio húmedo y pegajoso que impedía ver nada que no fueran los escalones. Cuando el viento soplaba con fuerza, las vistas eran espectaculares y mostraban el cañón del río Umara en todo su esplendor desde Magosi hasta su desembocadura en el Halimar, con el lejano resplandor de Portal Marino al otro lado del mar interior. Sin embargo, en aquel inusual día sin viento, el agua caía a chorros por el acantilado y las escaleras. Si se miraba hacia abajo, el rocío apenas permitía ver el siguiente tramo de escalones en sentido contrario. Los bueyes bramaban y bufaban y los mercaderes hacían lo posible para mantenerlos tranquilos. El retumbo de la cascada ensordecía todo lo demás e inquietaba a los caravaneros y a los animales por igual.

Akiri caminaba en la retaguardia de la caravana, donde conversaba con un tritón acerca de la gastronomía de Yelmo de Coral, especializada en pescados (sobre todo en tiburón), algas y mariscos, como era de esperar de un asentamiento tritón. Aun así, el mercader le aseguraba que la comida no tenía igual e incluso superaba a los manjares de Portal Marino, porque los ingredientes eran más frescos. Cuando el caravanero la convenció para visitar cierto puestecito al terminar el trabajo, Akiri oyó que Záreth la llamaba desde algún lugar más adelante. Se disculpó por interrumpir la conversación y avanzó a paso rápido hasta encontrar a Záreth agachado y hablando con el líder de la caravana y otros mercaderes junto a un buey caído que gemía de dolor. El animal yacía en el giro angosto hacia el siguiente tramo e impedía avanzar a los que venían detrás, dividiendo la caravana.

―Se ha roto una pata ―explicó Záreth, que le mostró a Akiri una roca que tenía en la mano―. El adoquín ha debido de soltarse por el desgaste de tanta humedad.

―Pobre... ―dijo Akiri con una mueca de dolor, y tomó la piedra.

―Mm... —refunfuñó él. Miró al buey con lástima―. Tendrán que sacrificarlo, es imposible cargar con él.

Los hombros hundidos del jefe de la caravana confirmaban las sospechas de Záreth. El líder dio instrucciones a los mercaderes para que empezaran a distribuir la carga del animal. Luego se volvió hacia Akiri y Záreth y les pidió disculpas por el retraso. Detrás de él, uno de sus hombres se acercó a la cabeza del buey y, de un corte rápido y firme, acabó con su sufrimiento.

―Tardaremos un momento en repartir la carga entre los otros y retirar el cuerpo.

Akiri asintió.

―Haced lo que necesitéis y avisadnos si queréis ayuda.

El caravanero le dio las gracias y regresó con los suyos. Akiri y Záreth se apartaron y los observaron trabajar. Los tritones se apresuraron todo lo que pudieron, pero si descargar la mercancía de un buey en circunstancias normales ya requería esfuerzo, hacerlo con uno tumbado y con la mercancía dispersa por un escalón estrecho junto a una catarata estruendosa era una labor titánica.

Záreth se apoyó contra la pared del acantilado y bebió de su cantimplora. Akiri le hizo compañía y se inclinó hacia delante con los brazos cruzados. Permanecieron en silencio, viendo las maniobras de los tritones.

―¿Has estado alguna vez en Yelmo de Coral? ―preguntó ella al cabo de un rato.

―Ni una.

Akiri no le preguntó el motivo; no era de su incumbencia. Záreth le ofreció la cantimplora, ella le dio un sorbo y se la devolvió.

Un grito ahogó el rugido de la catarata, seguido casi inmediatamente por varios más y por los balidos de los bueyes. Los tritones que estaban junto al animal muerto echaron a correr escalones arriba, huyendo de la cabeza de la caravana y gritando a los demás para que también huyesen.

Akiri y Záreth se separaron de la pared y empezaron a correr hacia el griterío, pero se detuvieron nada más ver qué lo había provocado.

Aquello era inconcebible para Akiri; Záreth sabía lo que era la criatura, pero seguía sin creérselo. El tamaño de aquella cosa que se cernía tras el velo de la cascada... El agua que goteaba de lo que parecía ser una lengua que tanteaba entre la niebla... La silueta oscura de la cabeza que tapaba la ya difusa luz del sol, proyectando una sombra abismal sobre las escaleras... La lengua se movió como un humo bajo que reptaba por el suelo de una casa en llamas, avanzando con una agilidad atípica de cuerpos tan grandes y desafiando las leyes que regían a otros seres vivos.

Akiri y Záreth se abrieron camino hacia los tritones atrapados que intentaban huir y se aproximaron al músculo desnudo de la cosa que permanecía oculta entre la niebla y el estruendo de la catarata.

―No dejes que se les acerque ―ordenó Akiri a Záreth. Soltó un rollo de cuerda de la mochila, lo enganchó al arnés y sacó el gancho kor de Makindi que le había dado Záreth.

Su compañero desenvainó sus dos cuchillos.

―No creo que podamos vencer a esa cosa.

―Tenemos que intentarlo ―dijo ella. Flexionó las piernas, tomó carrerilla y saltó por el escalón en curva, volando hacia cielo abierto y atravesando el rocío para enfrentarse a la cosa que aguardaba al otro lado.


¿Cómo podría empezar a describir Akiri al monstruo que acechaba tras la niebla? ¿Podría abarcar su inmensidad en un pensamiento? ¿La cantidad de dientes que tenía en las fauces? El conjunto era demasiado colosal. En vez de eso, tan solo vio fragmentos de la bestia y comprendió que era una especie de serpiente, un ejemplar tan inmenso como el río en el que se ocultaba.

El agua de la catarata de Magosi estallaba en vapor al estrellarse contra el cuerpo nervudo del titán. El monstruo no debería ser capaz de moverse como lo hacía, ascendiendo y descendiendo por la cascada sin esfuerzo. Se trataba de una bestia de leyenda, una cosa que desafiaba toda clasificación; una entidad única, distinta de cualquier otra y sin comunidad ni semejantes. Un mundo en sí mismo.

¿La Turbulencia les había advertido de su presencia en aquella mañana húmeda? ¿O acaso aquella cosa, aquella serpiente colosal cuyo cuerpo se elevaba decenas de metros desde alguna caverna invisible en el fondo de la catarata, era una temible encarnación de la Turbulencia?

La cabeza de la serpiente se apartó de la escalera y su lengua tiró de dos tritones que estiraron los brazos hacia Akiri antes de ser engullidos. ¿Aquella serpiente era una bestia natural que se había escondido durante siglos en el corazón de Zendikar? ¿O podía ser otra criatura encerrada que se liberó durante la Batalla, arrojada al mundo para atormentarlo? ¿Les importaba eso a las víctimas que devoraba? La serpiente volvió a acercar la cabeza a los escalones. Estaba hambrienta y ansiaba más.

Las respuestas no importaban, comprendió Akiri. Solo el momento.

Se columpió sin ver dónde se había anclado. Había lanzado el gancho guía hacia el acantilado, confiando en que la herramienta antigua encontrase un anclaje en algún punto detrás del agua. Por el momento no sacó el cuchillo largo que llevaba atado a la cadera; necesitaba las dos manos libres para lanzar sus cuerdas de aquella forma. Además, en el primer balanceo alrededor del monstruo, vio que necesitaría acercarse mucho para herirlo: tenía el lomo blindado con una piel gruesa y mucosa, surcado de aletas rígidas y puntiagudas como lanzas. Su serpenteo incesante bajo la catarata le ocultaba el vientre y hacía imposible atacar entre la columna de agua ensordecedora de Magosi. Además, al contrario que a la serpiente, la gravedad limitaba a Akiri. Podía volar con sus cuerdas, pero no le cabía duda de que, si se acercaba demasiado a la cascada, el agua la arrastraría al fondo.

Akiri completó el balanceo y aterrizó en un saliente al otro lado de la catarata, ligeramente por encima del punto desde el que había saltado. Apretó la frente contra la roca, con los labios casi rozando la piedra empapada. La pared del acantilado aún irradiaba el calor del día. El retumbo del agua contra las rocas del fondo se oía incluso a aquella altura.

Los gritos. Akiri oía los gritos de los caravaneros y sus bueyes. Aquello la devolvió...

A la noche sombría de Portal Marino y al terror que experimentó allí. El enemigo era silencioso incluso al morir. Su espada se clavó en el amasijo central de un ente que se retorcía y la salpicaba de sangre icorosa... sin emitir sonido alguno. Pero los gritos de sus camaradas reverberaban y se mezclaban con el estruendo del mar y los estallidos de magia.

... al presente con un propósito firme.

Podría golpear la cabeza, quizá buscar un ojo (seguro que la serpiente tiene ojos) u otro punto blando en su piel. Podría clavar el gancho guía al otro lado de la catarata, balancearse con ambos brazos, aterrizar en el lomo de la criatura y, una vez allí, buscar una brecha en sus defensas. Quizá no la mate, pero solo tiene que distraerla el tiempo suficiente para que los tritones huyan.

Akiri se gira en el saliente, se prepara y salta. Con una técnica sin igual, arroja el gancho hacia un punto de anclaje que había visto en el anterior balanceo. Hay un instante de ingravidez en el que Akiri teme que el gancho falle o que, incluso si acierta, no consiga anclarse, rebotando pared abajo y haciéndola caer en picado. Le preocupa que el tiempo se ralentice durante la caída y eso le haga sentir cada sacudida del aire al despeñarse. Prefería no caer, pero si se diera el caso, esperaba que fuese rápido.

Sus inquietudes se disipan en cuanto el gancho se ancla y le permite balancearse por el aire neblinoso. Mientras se impulsa hacia delante, dobla las rodillas, suelta el gancho guía y, con la mano libre, desenfunda el cuchillo.

El impulso la hace volar hacia arriba y adelante y un grito de guerra primitivo se escapa entre sus labios, surgido de su interior, de ese lugar temeroso, furioso, que grita a través de ella rogando algún tipo de fin al dolor de este mundo... Y entonces alcanza el lomo de la serpiente y se aferra a él por pura obstinación terrorífica y reflejos entrenados.

Lanza el gancho libre hacia arriba, hacia una púa que sobresale del lomo de la serpiente, donde la cuerda se enrosca hasta que el gancho la atrapa. Akiri se pasa la cuerda por el antebrazo para anclarse al lomo de la serpiente y moverse en un radio en torno a la púa, tan amplio como la cuerda que ella suelte.

Cuchillo en mano, Akiri salta hacia delante con agilidad y los crampones de las botas ligeras muerden la capa mucosa de la serpiente lo justo para engancharse. El coloso no se percata; aún está centrado en la caravana. La estruendosa cascada amenaza con barrer a Akiri del lomo de la serpiente mientras lucha por escalar el cuerpo en dirección a la cabeza. No mira abajo: sabe que está lejos, demasiado lejos. Caer supondría la muerte de todos los que estaban en los escalones, y ver la distancia acortarse resultaría demasiado; la serpiente se mueve debajo de ella, casi lánguida, con su cuerpo colosal ascendiendo la catarata sin esfuerzo aparente. Akiri clava las rodillas, se sujeta al punto de anclaje y hunde el cuchillo todo lo que puede en el integumento de la serpiente. Esto parece causar algún tipo de efecto: la carne herida, que no llega a sangrar, se retuerce hasta cerrarse y rompe la hoja del cuchillo en dos con tanta facilidad como uno partiría una rama.

Akiri continúa aferrándose. La serpiente asciende y se interna en la cascada de Magosi. El agua cae como un martillo y la golpea sin descanso. Lo único que oye es el rugido, el rugido del mundo, de la propia bestia, del dolor inimaginable y, cruelmente, no ilimitado, sino eterno... hasta que la sección del monstruo a la que se aferra emerge del agua. Es como si el mismísimo Zendikar la atacase: la furia del mundo se manifiesta en el viento del río que la martillea, en el frío penetrante y en la propia bestia.

Akiri se arrastra hacia delante. Manteniendo tensa la cuerda radial anclada, suelta un gancho libre y lo lanza adelante para atrapar una púa más cercana a la cabeza. Anclada en dos puntos, Akiri busca una forma de avanzar y la encuentra: a unos doce metros están los surcos y cuestas del pico dorsal, la parte superior de las mandíbulas; un bosque de apoyos y anclajes para afianzarse, y seguramente de partes vulnerables que podría herir en su intento de alejar a la serpiente de la caravana y...

De Záreth. Espera que esté vivo y que consiga salvar a los tritones atrapados en las escaleras. Akiri enfunda el cuchillo roto y trepa por el lomo casi vertical, inestable y serpenteante de la bestia titánica, remontando con una mano tras otra la cuerda recién asegurada. Se detiene unos segundos en el siguiente anclaje para tomar aliento, desenganchar la cuerda radial y buscar el siguiente punto, luego lanzar...

Y su cuerda atrapó el anclaje. Akiri sonrió. Era el primero que acertaba.

―Bien ―dijo la capitana de los lanzacuerdas con su voz áspera como gravilla―. ¿Está enganchada? Dale un tirón para asegurarte. Pon todo tu peso en ella, kor; ¡tienes que confiar en que la cuerda te sostendrá!

... y seguir escalando. Mano tras mano, buscando apoyo donde se pueda. Tan cerca de la cabeza, el hedor de la serpiente la desorienta. Unos vientos llamados Putrefacción y Hambre la azotan en un temporal nauseabundo, pero ella continúa escalando; después de llegar tan arriba, cualquier movimiento de la criatura amenaza con arrojarla al vacío. ¿Cuántas veces mayor que Akiri es solo la cabeza de la serpiente? Si había sido capaz de tragarse un buey de un bocado, seguro que a ella podría devorarla sin notarlo siquiera.

Akiri se sujeta con fuerza cuando la serpiente vuelve a lanzarse hacia un escalón para atrapar otro buey. Cuando se retira, arrastra consigo a un grupo de tritones enredados, que se precipitan antes de que Akiri pueda hacer nada para ayudarlos. Sus gritos se pierden entre el estruendo de la catarata de Magosi.

Todo se pierde entre su rugido.

Akiri desenfunda el cuchillo roto al encontrar un objetivo: los ojos. Orbes negros y uniformes que asoman en los laterales de las fauces, al menos dos en el lado que ella veía y probablemente otros dos en el que no. Golpear allí para cegarla, distraerla y hacer que se alejara de los escalones y regresase a las profundidades de la catarata de Magosi. Aquel era el plan.

Akiri no ve surgir la segunda cabeza desde la base de la enorme cascada. Más pequeña, pero mayor que ella igualmente. Asciende a toda velocidad contra la corriente que debería hacerla papilla, abriendo las fauces.

La serpiente no había ignorado a Akiri. Todo lo contrario: durante su lucha heroica, la bestia la había observado desde abajo con su segunda cabeza y, ya fuera por crueldad o por curiosidad, le había dejado acercarse hasta allí antes de atacar.

Akiri alza el cuchillo para clavarlo, pero antes de hacerlo, sale volando de su mano, golpeada por la lengua gruesa y apestosa de la segunda cabeza de la serpiente. Se gira a tiempo de ver cómo se abalanza a por ella, con colmillos del tamaño de su antebrazo, encías de un blanco pálido y una garganta surcada de dientes más pequeños... Y Akiri logra salvarse solo gracias a sus reflejos sobrenaturales.

Cuando salta, sus ojos entrenados avistan un anclaje con el que puede volar.

Pero la segunda boca la atrapa en el aire y sus dientes y púas bucales chirrían contra su armadura. Akiri suelta un grito de sorpresa, luego de miedo, y pierde el anclaje.

La segunda boca la arroja a un lado, al vacío.

Akiri ya no vuela.

Está cayendo.


Vérazol, la Corriente Dividida | Ilustración de Daarken

Záreth conoce el nombre de la serpiente: Vérazol. Todos los tritones de la caravana la reconocen en cuanto su cabeza emerge entre el rocío. Vérazol, el Azote del Umara, el Demonio de Magosi, la Muerte del Halimar. Recuerda las estatuillas de coral que algunos tritones tenían en sus hogares; cuando era niño, su familia también tenía una, en aquellos tiempos en que los tritones tenían hogares y no simples sitios en los que vivir.

Vérazol era una leyenda, un mito, una deidad para algunos. No pueden detenerla: sería como intentar matar un río o destruir un océano. Como alzar un brazo y abatir un mundo de un golpe. Desde luego, había seres capaces de hacerlo...

Una noche de fiebre y polvo de ceniza iluminada solo por el fuego y los estallidos cromáticos en las alturas, donde cada explosión era como un amanecer que duraba un latido.

..., pero Záreth no es uno de ellos, e incluso con toda su elegancia y habilidad, Akiri tampoco.

Así que Záreth echa a correr. Sube los escalones que cambian de sentido para alejarse de la lengua lacerante de Vérazol y empuja a varios tritones rezagados que se interponen en el camino.

―¡Dejadlos! ―grita a los tritones para que abandonen sus intentos desesperados de dar la vuelta con los bueyes―. ¡Dejadlos! ¡Corred!

Los animales balan de pánico y retroceden tropezando. Záreth tiene espacio suficiente para pegarse a la pared y esquivar sus torpes movimientos, pero otro de los tritones no es tan afortunado y tropieza. Záreth estira un brazo hacia él, pero la lengua de Vérazol surge como un látigo de entre la niebla, como un tronco sinuoso de músculos humeantes, y atrapa al caravanero caído.

Záreth se aleja un paso del sitio vacío que el caravanero ocupaba apenas segundos antes. La catarata de Magosi ruge con su retumbar eterno. Huir de allí es lo más lógico, excepto por un motivo apremiante:

“Akiri”.

Todavía está al otro lado de la catarata, en alguna parte, intentando luchar contra el monstruo.

Záreth se gira hacia la neblina tras la que acecha la serpiente legendaria. No puede volver a abandonar a su amiga, por mucho miedo que tenga; aunque sea imposible ganar esta batalla, está dispuesto a luchar junto a Akiri.

“Para ser una flor en la primavera que llegará”.

Con una cautela casi intencionada, Vérazol asoma la cabeza entre el rocío de la cascada. La punta de su pico divide el agua como la quilla blindada de un barco, marcada con las cicatrices que le hicieron otras leyendas y bestias que consumió mucho tiempo atrás. Los cuchillos de Záreth, aunque letales a su escala, son como astillas inútiles contra Vérazol. Aun así, Záreth los alza... y luego se detiene. De algún modo, entre el rugido del agua percibe un sonido que le hiela los huesos. Un sonido terrible, más frío que las profundidades marinas o el viento aullante.

Es el grito de Akiri.


La primera caída de Akiri fue desde poca altura y aterrizando en una colchoneta rellena de lana. Fue una caída preparada, la primera parte del entrenamiento de cualquier lanzacuerdas. Para aprender qué se siente al caer.

Su segunda caída ocurrió en un circuito de práctica en el lejano norte de Tazeem. Fue en un cañón de poca altura y repleto de anclajes recios en ambas paredes, en el fondo del cual había un lago de aguas tranquilas y profundas, alimentado por numerosos manantiales. Allí, Akiri aprendió a reprimir y, con el tiempo, ignorar el miedo durante los valiosos segundos que uno tiene al inicio de una caída. En las alturas, si un anclaje cede, si una cuerda se rompe o si se yerra un lanzamiento, hay un margen de tiempo para salvarse; los lanzacuerdas aprendían a no desperdiciarlo sintiendo miedo.

Su tercera caída, sin contar los cientos de ellas que experimentó en aquel lejano cañón, fue la primera de verdad. Estaba a unos treinta metros en una escarpadura vertical del Bastión, donde perseguía a una banda de saqueadores. Ya los tenía debajo cuando una fuerte corriente de aire ascendente hinchó la velacometa que llevaba a la espalda, partió los enganches y la arrojó al vacío. A día de hoy, aún se negaba a usar una velacometa: sí, la había salvado en aquella ocasión, en la que planeó suavemente hasta el suelo cuando recuperó el control del aparato, pero ese mismo artilugio la había despeñado de un lugar seguro.

Su cuarta caída es esta.

No siente pánico (lo hace, pero lo suprime con sus décadas de entrenamiento y su experiencia instintiva).

Avista el punto más cercano (los húmedos escalones en zigzag junto a la catarata de Magosi. El cuerpo de la serpiente entra y sale de las escaleras y la columna de agua. No hay mucho margen de maniobra).

Lanza el gancho (¿seis metros?, ¿nueve? Un lanzamiento largo, sea como sea).

Encuentra un anclaje y Akiri se sujeta durante el balanceo, que la estrella contra los escalones muy por debajo de la caravana y de la mayoría del cuerpo de la serpiente, todavía a varias decenas de metros sobre el fondo del acantilado. Entre jadeos, logra desenredarse de la cuerda lo mejor que puede y se apresura a apartarse del borde. Comprueba rápidamente que no se ha roto nada, pero tiene las piernas llenas de cortes y algunas púas de la boca menor de la serpiente. Arranca las púas y las tira a un lado ignorando el dolor. Se siente capaz de caminar y, en cuanto se vende las heridas, podrá subir por las escaleras para...

El aire cambia. Era frío al aterrizar, pero de pronto se torna sofocante y hediondo.

Akiri levanta la vista de las heridas.

La cabeza principal del monstruo se cierne sobre ella, envolviéndola en su sombra. Acerca una mano al cuchillo, pero se detiene al recordar que lo perdió en la caída.

Sin nada a lo que recurrir, Akiri se queda paralizada.

Las fauces se abren ante ella.


Záreth se desliza hasta detenerse en el borde de un escalón, se asoma todo lo que se atreve y tiene la atrevida esperanza de que Akiri se haya salvado. Lo que ve le hace soltar una maldición que el viento del acantilado arrastra consigo.

Vérazol ha arrinconado a Akiri. El balanceo la ha dejado en un escalón a unos doce metros por debajo y ahora la cabeza de la gran serpiente está a su altura, con el cuerpo titánico vertiendo agua y ondulando en el cielo abierto. Peor todavía: la segunda cabeza de Vérazol se dirige hacia ellos, menos inmensa pero igual de monstruosa para alguien de la escala de Záreth.

Se aparta del borde y suelta una maldición. Les había dado algo de tiempo a los caravaneros, pero eso no impediría que Vérazol siguiera atacándoles hasta saciar su hambre. Él solo no tiene nada que hacer contra la serpiente legendaria; juntos, Akiri y él tampoco tienen nada que hacer, pero al menos podrían sobrevivir.

Una distracción, algo para desviar la atención de Vérazol y así escapar. Uno de los bueyes muertos, cerca del borde de un escalón.

Záreth maldice de nuevo, se acerca y maldice el nefasto plan que se está trazando. Guarda los cuchillos en las fundas, las cierra para asegurarlos y da una fuerte palmada.

―¡Eh, vosotros! ―llama a un grupo de tritones―. ¡Viene la otra cabeza! ¡Ayudadme con esto! ¡La distraeremos para escapar! ―grita señalando el buey muerto.

Los caravaneros dudan, pero Záreth los había defendido, así que corren a prestar ayuda. Con un gran esfuerzo, empujan el cadáver por el borde del escalón. El buey cae dando vueltas en el aire, se estrella contra la cabeza principal de Vérazol y sale rebotada, continuando su larga caída. La cabeza chilla, retrocede y levanta la vista hacia ellos.

Záreth se aleja del borde y se pone en pie de un salto. Los tritones empiezan a hablar con preocupación, luego gritan... y luego chillan cuando la cabeza principal de Vérazol asciende por el acantilado. Con su boca dentada abierta y su aliento abrasador como un horno, Záreth contempla a Vérazol como la encarnación de la furia de Zendikar, retorcida por las temibles cosas que habían estado encerradas en él. Los ojos negros y uniformes de la serpiente son un reflejo de los Eldrazi, aberrantes y sin vida, los seres de pesadilla que Záreth llamaba dioses en el pasado... Pero esos ojos también son un reflejo de la Turbulencia. La prisión y los prisioneros que se envenenan mutua e irrevocablemente. Ahora es su turno de hacerle frente y sabe lo que tiene que hacer.

Záreth intenta controlar su respiración y permanecer quieto y preparado para actuar mientras los demás tritones corren, se dejan dominar por el pánico y tratan de adelantarse unos a otros para huir. Záreth mira más allá del tumulto y vigila los movimientos de la gran serpiente, a la espera del momento.

La cabeza de Vérazol se echa hacia atrás y luego sale disparada contra ellos.

Záreth echa a correr hacia la serpiente; dos, quizá tres pasos en los que empuja a un caravanero que se interpone en su camino... y entonces salta. Las fauces de Vérazol se cierran por ambos lados de Záreth, tan próximas que varias púas se enganchan en su ropa, pero no lo atrapan, no lo detienen.

Záreth logra saltar al vacío y experimenta su primera caída de verdad.


Akiri observa desde abajo a la serpiente, que se lanza contra los escalones. Deja escapar un grito cuando todo el acantilado sufre una sacudida y se produce una explosión de rocas y polvo ante el impacto del titán. Contempla con horror a los tritones y los trozos de tritón que caen junto con las rocas y los peldaños arrancados, a los bueyes y la lluvia brillante de mercancías y productos destinados a Yelmo de Coral que se precipitan por el vacío.

El grito de Akiri se ahoga cuando lo ve a él.

Záreth está cayendo.

Pasa por delante como una centella, en silencio. Ve que tiene los ojos cerrados y no lleva arnés ni cuerda. Akiri echa a correr trastabillando, ignorando a la serpiente mientras devora a la desdichada caravana, y se lanza por el borde, gancho y cuerda en mano.

Cae y atrapa la mano de Záreth, tira de él para sujetarlo justo antes de que la cuerda lanzada hacia atrás encuentre un anclaje y ambos sufran una sacudida que les corta la respiración.

Se balancean sin aire en los pulmones, Akiri gimiendo de dolor y Záreth enmudecido. En algún lugar de las alturas, el terror se da un festín, pero allí abajo solo están ellos. Ni siquiera pueden ver el cuerpo del coloso; allí abajo, a una distancia indeterminable, el estruendo de la catarata de Magosi lo es todo.


Al cabo de un rato, Akiri se dio cuenta de que Záreth le estaba hablando. No podía entender sus palabras entre el ruido ensordecedor de la catarata. Él gritó de nuevo, pero esta vez tampoco lo oyó. Al final, Záreth le habló al oído y repitió las palabras.

―No tenía elección.

Y Akiri comprendió que era cierto. Estaba furiosa, pero Záreth tenía razón, incluso si su razonamiento se limitaba a la tragedia de aquel día. Záreth no había tenido elección, ella tampoco, nadie la había tenido; la serpiente los habría matado si se hubieran quedado, habría matado a todos los que no hubiesen huido de ella. Záreth la había obligado a actuar, a salvarlo, y con ello le había dado una pizca de refugio contra la vergüenza. Al menos su amigo seguía con vida. Al menos ellos podían seguir luchando.

Akiri quiso decirle que lo entendía, que había hecho lo correcto, pero no pudo decírselo, porque él no había tenido una opción correcta, una alternativa mejor a un cálculo despiadado. La decisión de Záreth hacía que la lucha de ambos pudiera continuar, pero su elección había sido nefasta y él tendría que cargar con los espíritus de los muertos a los que había condenado. Akiri permaneció en silencio y abrazó a su amigo, que sollozaba como lo había hecho en el amanecer posterior a la Batalla. Eran las mismas dos personas, otra vez los únicos supervivientes.

―No podías hacer nada más ―dijo Akiri en un susurro dirigido tanto a Záreth como a sí misma. Era la verdad despiadada de aquel momento: en Zendikar, no había más elección que las opciones funestas que se les presentaban. Para cambiar aquellas opciones, tendrían que cambiar el mundo.

Un tiempo después, el viento disipó el rocío, el calor y la presencia de la gran serpiente Vérazol.

Akiri y Záreth descendieron al fondo de la catarata de Magosi. Esperaron un día, pero nadie más los siguió.

Los viajeros evitaron Yelmo de Coral durante su regreso a Portal Marino.