Historia anterior: La aurora de la rebeldía

Chandra Nalaar abandonó su plano natal de Kaladesh cuando su chispa de Planeswalker se encendió, librándola de una muerte inminente a manos del capitán Baral y llevándola a los monasterios del fuego en Regatha. Ahora ha regresado para tratar de impedir que arresten a un renegado misterioso, pero su camino la ha llevado a toparse con alguien que creía que había muerto hace años: su madre, Pia.


—Pia, he matado a tu hija. —Una voz baja y cavernosa le llegó a través de un pesado velo de sueño y un terrible dolor de cabeza.

Se obligó a abrir los párpados, pero no halló más que oscuridad. Sus doloridas cuerdas vocales intentaron rasgar algunas sílabas en la garganta reseca—. ¿Cómo...?

—Qué pequeña era. —Las palabras del hombre sonaban extrañamente entrecortadas y laboriosas; su respiración era fuerte, como el fuelle de un alto horno—. Apenas mayor que mi hoja. —La voz soltó una risa monótona, un ruido sordo que Pia notó incluso a través de la puerta que les separaba.

La oscuridad formó siluetas borrosas poco a poco y entonces aparecieron densas manchas de luz. Estiró las manos agarrotadas y tocó la superficie fría y curva de unas paredes con filigranas. Los intentos de mover los pies resultaron prematuros para el estado en que se encontraba.

—No me he olvidado de ti durante esta... satisfacción. Te he traído algo.

CLANC, repiqueteó un objeto metálico en algún lugar del suelo.

—Para ti. Un recuerdo de lo que te has perdido —dijo la voz.

Tanteó alrededor en busca del objeto. Encontró una lámina de metal derretida por un lado y grabada por el otro. Era ligera y fría y se calentó ligeramente con el contacto de sus dedos. El lado intacto tenía un grabado profundo y preciso. La pieza era de una aleación de titanio muy utilizada en motores de aeronaves renegadas, debido a su maleabilidad y resistencia al calor... Pero aquella placa estaba completamente fundida por un lado.

—¿Sabes qué es? —preguntó la voz con demasiado entusiasmo.

A medida que los ojos se adaptaban, pudo distinguir algunos de los símbolos; el resto los trazó con los dedos. Un remolino de líneas curvas bajo un chapitel puntiagudo. Conocía el símbolo. Parecía que había sido ayer cuando Kiran y ella lo habían diseñado tras abandonar Ghirapur: un chapitel desbordante, un símbolo para los renegados, para la Ghirapur a la que deseaban regresar. ¿Qué era aquella pieza? Sus dedos danzaron sobre los grabados y estudiaron la superficie. Y entonces se detuvieron.

Bajo la insignia encontró la firma "K. N.", grabada por la mano torpe pero meticulosa del artesano que luego se había separado de sus herramientas. Ahora entendía qué era aquel objeto: una pieza del último proyecto de Kiran Nalaar.

La caja de escape de Chandra.

Los músculos entre sus costillas se tensaron y un repentino torrente de sangre hizo que el pecho le ardiera. Sus manos se quedaron sin fuerzas y soltaron la insignia.

—Vaya, vaya —se mofó la voz al otro lado de la puerta de la celda—. Veo que la has reconocido.

»Normalmente no me molesto en recordar estos detalles ―continuó la voz―, pero recuerdo su mirada. Vagaba entre la multitud, incapaz de mirarme a mí. Con cobardía. Con insolencia.

Los sentidos de Pia habían regresado casi por completo. Las luces borrosas procedían de las tuberías de éter que había en el techo de una celda austera, cerrada con una puerta con barrotes. El Consulado la había hecho prisionera cuando había encontrado a su familia en una aldea a las afueras de Ghirapur. Aquella no era la realidad que esperaba ver al despertar. "Vete. Que esto sea solo una pesadilla". Aquella voz le resultaba tan familiar...

―Pero entonces me di cuenta ―prosiguió el hombre con auténtico entusiasmo― de que en realidad buscaba algo. O a alguien, quizás.

Sí, conocía aquella voz. Era la voz del hombre que había perseguido a su familia: el capitán Baral.

―Te buscaba a ti, Pia.

El aire de sus pulmones salió tronando en un arranque de furia, aunque no supo decir contra quién estaba dirigido. Las manos de Pia se colaron como rayos entre los barrotes y lanzaron zarpazos contra Baral, que permaneció fuera de su alcance. La emprendió a empujones y puñetazos contra la puerta. Baral se quedó observándola, impasible tras la máscara que ocultaba su rostro.

―¿Acaso merezco tu desprecio? ¿No tendrías que haber estado allí para salvarla? ¿Para ofrecerle unas últimas palabras de consuelo?

"Tiene razón. ¿Por qué no estaba allí?", le preguntó una voz en su interior.

Baral se marchó sin decir nada más, como haría muchas otras veces.

Cuando sus pasos se alejaron, Pia se sintió extremadamente sola. Su Kiran, su Chandra... Los hilos de sus vidas, antes unidos con tanta firmeza, ahora la abandonaban inexorablemente en el tiempo y el espacio. El mundo, antaño tan inmenso y lleno de vida, ahora se había convertido en aquella celda.

Baral regresó al día siguiente. También al siguiente. Pronto había transcurrido una semana.

―Te buscaba a ti, Pia.

Aquellas palabras se habían convertido en meros sonidos, reconocibles pero ignoradas hasta el punto de perder su trascendencia. Pia se armó de valor para responder por primera vez.

―¿No tienes nada mejor que hacer que atormentar a una viuda? No me queda nada que puedas arrebatarme. Has ganado... ¿Por qué no me dejas a solas?

―Nalaar, nuestra ciudad siempre se ha definido por el progreso. Todos hacemos sacrificios para anteponer su bienestar al nuestro ―afirmó Baral.

»Todos lo hacemos ―continuó él, ahora con crispación en la voz―, excepto los pocos egoístas que osan anteponer sus propios intereses a los de la ciudad. Me... agrada llevar ante la justicia a gente como tú. Hacer que lamentéis hasta la última pizca de esa insolencia presuntuosa.

―Entonces, has demostrado que me equivocaba, capitán ―argumentó Pia levantando la barbilla con una sonrisa fría y llena de desprecio―. Aún me queda algo... y jamás será tuyo.

Baral rio en respuesta, aunque esta vez reveló un tono distinto, estridente, y desapareció por el pasillo de las celdas.

Su siguiente visita se produjo casi una semana después.

―Te buscaba a ti, Pia ―dijo como tantas otras veces.

―Y regresaré por ella ―replicó Pia lentamente, negándose a mirarle a los ojos―. Por todos los que están ahí fuera, para que sepan lo que has hecho. Regresaré a por ti, capitán.

Sus manos habían cobrado fuerza y firmeza, las suficientes como para recoger la pequeña lámpara de éter de la celda y arrojarla con una velocidad y una precisión asombrosas entre los barrotes de la puerta, en dirección al rostro de su captor.

Baral levantó un brazo instintivamente y gruñó, pero la lámpara le alcanzó en la cara y desencajó la máscara con una reverberación metálica. Un resplandor azul cobró vida y envolvió su cuerpo, inundando de luz los calabozos de Dhund. La luz se desvaneció apenas segundos después e hizo que Pia viera puntos luminosos por un momento. Había sido demasiado brillante y volátil como para tratarse de una manifestación etérea. Aquel resplandor había sido de una naturaleza muy distinta.

―¿Eres... un mago? ―se asombró Pia. Aparte de las habilidades pirománticas de su hija, nunca había visto los poderes de otro mago. La magia y sus practicantes no solo eran inusuales, sino que estaban sometidos a una vigilancia y un control aún mayores que los del éter.

Escuchó un siseo grave y prolongado al otro lado de la puerta. Fue un sonido mucho más vulnerable y mucho más humano que cualquier otro que hubiera surgido del interior de la máscara. Pia se abalanzó sobre los barrotes de la celda y miró a su carcelero.

Baral levantó su rostro desenmascarado y los ojos de ambos se encontraron. Bajo la máscara había un grueso amasijo de tejido cicatrizal que dominaba sus facciones. Algunas partes seguían rojas, en carne viva. Los rasgos firmes de Baral, que otra gente incluso habría calificado de "bellos", habían desaparecido, fundidos en una masa de carne.

―¿Qué...? ¿Qué te ha pasado?

Ilustración de Anthony Palumbo

―El destino rara vez es justo, Nalaar. ―Pia contempló con reacia fascinación el esfuerzo de los músculos tensos y deformes para articular las palabras. Baral hizo una pausa para colocar de nuevo los cierres de la máscara―. Los materiales que moldean aquello en lo que nos convertimos se determinan en el momento en que venimos al mundo. Los afortunados nacemos como héroes, pero algunos de nosotros nacen deformes: aberraciones peligrosas para el curso de la naturaleza. Tal vez incluso parezcan y actúen como el resto de los que pueden amenazarnos desde las sombras.

Una vez colocada la máscara, se cubrió cuidadosamente la cabeza con la capucha―. En mi caso, he aceptado mi naturaleza. No me esconderé ni dejaré que otros se escondan de las sentencias que se nos han dictado. Este es mi destino: arrancar de raíz esos peligros ocultos, sacarlos a la luz y llevarlos ante la justicia.

Cualquier rastro de preocupación que Pia pudiera sentir por él se desvaneció―. ¿Tu destino es luchar contra tus demonios internos cazando niños?

―¿Niños? ―Baral ladró una risa monótona―. Por supuesto. ¿Quién mejor para abusar de sus habilidades por motivos egoístas o equivocados? Además, la edad hace poco por corregir las tendencias criminales, como tú misma demuestras. ―Se acercó a la puerta y se inclinó sobre los barrotes.

»¿Quieres saber qué me ha pasado? ―preguntó con un susurro acusatorio―. Tu hija. Tu hija es lo que me ha pasado, Nalaar. Esto... ―siseó apoyando el rostro en los barrotes y pasando los dedos por los laterales de la máscara―. Esto es obra de tu hija.

―Y su madre no podría estar más orgullosa ―declaró Pia acercando el rostro todo lo posible.

Baral se marchó a zancadas y cerró la puerta del calabozo con un ímpetu que estremeció a Pia. Sin embargo, su determinación calmó su furia. Volvía a estar a solas en la oscuridad aterciopelada de su celda de Dhund. Cerró los ojos y escuchó cómo el latido staccato de su corazón se calmaba poco a poco...

Y entonces comenzó a trazar un plan.


Ilustración de Tyler Jacobson

Años más tarde y lejos de Dhund, Pia Nalaar abrió los ojos y pestañeó bajo la luz del sol mientras se limpiaba las lentes en el dorso de un guante desgastado.

El tiempo había volado y Pia contaba ahora con un contingente cada vez mayor de inventores, reparadores, artistas... Ciudadanos de todo Kaladesh entregados a destapar y denunciar el control cada vez más opresivo que el Consulado ejercía sobre Ghirapur y el éter. "Renegados", como los llamaba el Consulado, nacidos de la pasión por defender y honrar el espíritu del hogar que habían construido juntos.

Un grupo selecto de renegados se había reunido aquel día en una de las numerosas azoteas del distrito, a una gran altura de las calles de la ciudad. Bajo ellos, la urbe era un ente vivo e inquieto, lleno de corrientes de movimiento resplandecientes, formadas por el latón brillante de los constructos que circulaban por sus venas. Las pancartas y la megafonía promocionaban a bombo y platillo la Feria de Inventores, cuyas exposiciones se extendían por la plaza con un asombroso despliegue de formas y colores. En cuestión de minutos, los renegados también harían su propia exhibición en el recinto ferial... Solo que la suya no estaba autorizada.

Un sonoro PAM y un fuerte olor a humo captaron su atención. Pia echó un vistazo hacia atrás justo a tiempo de ver el sobresalto de la joven aprendiz Tamni, que estaba a punto de perder el equilibrio en la azotea.

Pia la sujetó del brazo para ayudarla a equilibrarse y bajó la vista: el tóptero casi acabado de la aprendiz estaba ardiendo y el latón empezaba a combarse y deformarse.

Pia sofocó las llamas rápidamente con su guante y se lo quitó para dejarlo enfriar―. Solo han sido unas chispas. ¿Necesitas ayuda? ―preguntó a Tamni arqueando una ceja.

―N-no lo entiendo. ―Tamni desplegó apresuradamente unos planos e hizo varias mediciones con sus herramientas―. Todo está donde debería, ¿no? ¡Lo había comprobado, lo juro! Sé que falta poco tiempo, pero ¡puedo hacerlo! ―Se mordisqueó el labio inferior mientras examinaba el diagrama, nerviosa.

"Por la chatarra, tiene razón. ¡Ya es casi la hora!", pensó Pia. Sin embargo, ignoró su preocupación y pasó un brazo por los hombros de Tamni para calmarla―. Tranquila, te han pedido que nos ayudaras. Seguro que has hecho esto un centenar de veces.

―No, eh... No dices en serio lo de un centenar, ¿verdad? Quiero decir... Creo que puedo arreglarlo...

Pia la miró sin comprender a qué se refería.

―¡Seguro que puedo! Bueno, espero... ―Tamni no paraba quieta por culpa de los nervios―. Es que... he exagerado mi experiencia para poder estar aquí.

Ilustración de Ryan Pancoast

Mentalmente, Pia se dio una palmada en toda la frente.

―¡Me dijeron que nuestra líder iba a dirigir la protesta! ¡Tenía que verlo con mis propios ojos!

Pia oyó los rumores de impaciencia de los demás. Les dirigió una sonrisa tranquilizadora y les hizo un gesto que decía "lo arreglaremos, dadnos un momento". Levantó la barbilla de Tamni y emuló la mejor mirada estricta de su padre.

―Lo harás bien, pero tenemos que trabajar rápido. Recuerda la lección: las creaciones de un forjacélere no pueden decirnos qué les ocurre si no les prestamos atención.

»Estas herramientas ―dijo señalando el eterómetro, el manómetro y la veleta de periodicidad― solo nos muestran una parte de lo que necesitamos saber. Estas herramientas ―enfatizó estrechando las manos de Tamni― conocen los componentes de las máquinas gracias a la experiencia y la intuición. Con ellas medimos la presión, la temperatura, el movimiento y el tamaño, todo a la vez. Vamos, transfiérele potencia.

Aún nerviosa, Tamni aplicó algo de éter al tóptero. Las hélices laterales cobraron vida, pero el rotor trasero permanecía inmóvil.

―Escúchalo. ¿Qué oyes? ―preguntó Pia.

El rotor emitía un chirrido agudo que conocía bien, junto con el repiqueteo normal de los engranajes. Tamni pegó la oreja al costado de la máquina. Entre los ritmos normales acechaba un tono bajo y extraño―. Hay algo que no rota en sincronía.

Tamni apoyó la palma en el escape trasero. Un componente traqueteaba despacio, sin estar en armonía con el resto de las vibraciones. Una tubería de éter se había atascado en la caja de cambios y se había partido, vertiendo chorros de éter volátil que habían recalentado los rotores.

―Ahora, cuando repares el metal ―la animó Pia―, tienes que prestar mucha atención al flujo. La filigrana que se forma al transmitir éter al metal es una reacción compleja y ligeramente inestable. ―Abrió la válvula de su propio guante de éter y guio la mano de Tamni.

»Pero aprenderás sus patrones incluso aunque no los comprendas totalmente ―dijo a la joven―. Escucha sus movimientos y amóldate a ellos, igual que ellos se amoldan a ti. Las cosas no siempre serán como queramos o necesitemos que sean, pero debemos continuar moldeándolas lo mejor que podamos; entonces nos revelarán sus mejores formas.

―¡Claro, lo entiendo! ―dijo Tamni asintiendo con entusiasmo―. Ojalá nos hubieran enseñado estas cosas en el taller.

"Son duras lecciones que se aprenden con el tiempo", pensó Pia irónicamente.

El metal mellado y oxidado se dobló y se retorció alrededor del brillo del éter. Entonces se dividió en una red de rizos azules y resplandecientes que palpitaban como un ser vivo, revelando una nueva superficie pulida cuando se enfrió.

Tamni vio que una pieza de latón se había curvado en exceso y le dio una pasada con el soplete de éter para dirigirla hacia el lugar correcto. El rotor cobró vida con un zumbido y el pequeño tóptero se levantó del suelo agitando sus alas recién formadas.

La joven inventora soltó un largo suspiro.

Casi habían terminado. Ahora era el turno de Pia.

Se puso las lentes, abrió su válvula de éter y el frío hormigueo del éter recorrió las puntas de su guante de forjacélere. Desde el otro lado de la azotea le lanzaron un cilindro de latón y lo atrapó al vuelo, recogiéndolo en el guante con un agradable ruido sordo. Un cilindro de motor recuperado de otra máquina; sería suficiente.

Las hábiles manos de Pia rozaron la superficie metálica aplicando una ligera presión mientras el éter manaba poco a poco de los dedos enguantados. El latón se rizó con hambre alrededor del éter que rebosaba formando siluetas intrincadas. Los movimientos del metal eran tan rápidos e impredecibles como los del éter que se arremolinaba alrededor.

La mente de Pia trabajaba a toda prisa y su diseño se amoldaba y se adaptaba constantemente a los movimientos del éter. Primero formó una cavidad central para envolver una voluta de éter que alimentaría los diversos rotores; luego moldeó unas alas y alerones diáfanos con filigranas para poder dirigir la trayectoria; por último, elaboró los apéndices que aferrarían la carga. Cuando completó su obra, esta comenzó a inflarse y a solidificarse desde el interior, como las alas de un insecto al surgir de su crisálida. Poco después, el aire vibró con el frenético aleteo del nuevo tóptero.

Ilustración de Svetlin Velinov

Un reloj municipal anunció la hora por debajo de la azotea. Los chapiteles en espiral rotaron silenciosamente hasta sus nuevas posiciones para facilitar el tránsito de los viandantes a última hora de la tarde.

Justo a tiempo.

Una mano pesada y callosa aferró a Pia por el brazo. Se giró y vio a un anciano de constitución fuerte, vestido con el uniforme de latón y oro pulidos de un teniente del Consulado. Al menos, esa era la impresión que daba a simple vista.

―¡Venkat! ¡Serás...! ―exclamó estampándole un puñetazo en el hombro derecho―. No nos des estos sustos cuando lleves puesta esa cosa.

―Eso significa que el uniforme funciona, ¿no? ―dijo él sin molestarse en ocultar una sonrisa picaresca mientras se masajeaba el hombro. Venkat había sido un comandante de alto rango en la guardia del Consulado, pero las normas cada vez más estrictas para con los ciudadanos de Sueldafirme, a quienes antes defendía, habían terminado por quebrar su lealtad. Hacía un año que Venkat se había personado inesperadamente en el taller de Pia, cuya ubicación había mantenido en secreto incluso durante sus numerosos años de servicio al Consulado.

»Tranquila, soy una de estas personas lo bastante sabias como para confiar en ti ―añadió ladeando la cabeza hacia el grupo que se había congregado en la azotea.

―Y en mi confianza en sinvergüenzas como tú ―dijo ella con una sonrisa. Sintió una oleada de orgullo al fijarse en los rostros familiares de la multitud; al igual que ella, eran artesanos, visionarios y creadores respetados. Habían pasado juntos tardes enteras en las mesas de sus talleres, envueltos en un ambiente de conversación y el aroma del té. Habían compartido el peso de las restricciones cada vez mayores del Consulado, poniendo en común los menguantes suministros etéreos del Consulado, esenciales para mantener en activo los desbordados talleres, comedores y enfermerías de sus distritos.

Los renegados levantaron las manos en dirección a ella para indicar que estaban listos. Había llegado el momento.

―¡Amigos y vecinos míos! ―Pia comenzó su discurso―. Hoy nos encontramos aquí con un propósito: dar a conocer lo que hemos presenciado y exigir respuestas por lo que se ha hecho.

Los rostros de la multitud asintieron solemnemente. Todos habían pasado juntos por la escasez, pero también compartían la indignación por "lo que se había hecho" a Pia y su familia.

―Hoy es un día de celebración para muchos ―continuó mientras trazaba un arco con una mano hacia el paisaje urbano que tenían debajo―. Desde sus orígenes, la Feria de Inventores siempre ha honrado el espíritu innovador de nuestra ciudad. Sin embargo, para muchos de nosotros, la celebración de este año representa algo muy distinto. Hemos visto que la Feria está cada vez más y más repleta de proyectos promovidos por el Consulado en materia de desvío de éter, seguridad... ¡y armamento! ―Se oyó un rumor entre los congregados y se levantaron puños en señal de protesta.

»Además, ¡nosotros mismos hemos sido perseguidos por el gobierno que había jurado defendernos! ―La multitud asintió de nuevo.

»¡El Consulado vigila los cielos para impedir que vosotras, Nadja y Kari, recolectéis vuestro propio éter! ―Las dos aerocreadoras intercambiaron una mirada y levantaron los puños a la vez.

»¿Qué ha ocurrido con la fundición de los Puñomaza? ¡El Consulado os ha privado de vuestro éter y ahora la fundición está desierta e inactiva! ―Tres renegados con equipo pesado levantaron sus martillos.

»¡Viprikti, tu familia tuvo que abandonar su hogar cuando manzanas enteras de Sueldafirme se quedaron sin suministro de éter! ―Un anciano larguirucho se puso las lentes con solemnidad.

»El propósito de nuestros líderes ya no es velar por la ciudadanía, sino mirar por sus propios intereses. Pero ahora, amigos míos, renegados míos, vamos a darles nuestra respuesta. Todos habéis contribuido generosamente para hacerla posible y estoy orgullosa de presentarla ante el resto de la ciudad. ¡Seamos tan orgullosos, impávidos e inflexibles como aquellos que creen que pueden apagar nuestro espíritu!

Pia bajó una mano de golpe y cuatro renegados imitaron el gesto. Los cinco se agacharon junto a la cornisa con filigranas y lanzaron a sus tópteros en dirección a la plaza.

Casi un centenar de máquinas descendieron en picado hacia extremos opuestos de la plaza y se alinearon para formar sobre las tiendas del recinto ferial una enorme columna de metal reluciente que rivalizaba en altura con los mayores edificios de la ciudad.

Un melódico zumbido de alas mecánicas llenó el ambiente y las miradas de los asistentes a la Feria se volvieron hacia el cielo. El público sonrió y señaló el espectáculo mientras los autómatas y guardias del Consulado se desplegaban en las calles.

Entonces, el metal de los tópteros se calentó y sus colores cambiaron de tonos amarillos a verdes, púrpuras y azules; la exhibición de colores y siluetas semejaba una aurora mecánica. Los tópteros trazaron espirales unos junto a otros y la columna se transformó en una torre puntiaguda sobre un despliegue de líneas curvas: el chapitel desbordante.

Inventores y ciudadanos por igual aplaudieron al verlo; era un espectáculo asombroso, digno incluso de la atención de los jueces. Los tópteros descendieron lentamente, como actores inclinándose antes de despedirse del público. Bajo ellos, decenas de autómatas del Consulado se congregaron y levantaron las extremidades para tratar de derribarlos.

En la azotea, Tamni apretó con fuerza el borde de la cornisa.

―Tranquila, es parte del plan ―le aseguró Pia posando una mano en su hombro y sonriendo a Venkat.

La bandada de tópteros pasó volando justo por encima del alcance de los autómatas y emitió un brillante destello azul cuando los pequeños aparatos liberaron su éter en una larga pulsación. La súbita descarga de energía cubrió a los autómatas, creando chisporroteos de éter concentrado. Las máquinas homogéneas del Consulado cayeron como filas de fichas de dominó.

―Los problemas de la producción en masa ―susurró Venkat a Pia con una sonrisa.

―¡Buenas tardes, ciudadanos! ―resonó una voz alegre pero impersonal en los altavoces de las calles―. Acaban de presenciar un simulacro rutinario del sistema de notificaciones de emergencia. Esta zona del recinto ferial queda oficialmente clausurada a partir de este momento. El tránsito peatonal y los trenes municipales serán redirigidos mientras duren las labores de mantenimiento. ¡Muchas gracias por su asistencia y esperamos que hayan disfrutado de este día!

Pia asintió a sus compañeros de la azotea.

―Deberíais tener tiempo de sobra para volver a Sueldafirme antes de que los guardias regresen. No corráis riesgos y, si os topáis con algún problema, utilizad vuestra señal de emergencia y Venkat os ayudará.

Los demás sonrieron y asintieron; antes de separarse, intercambiaron abrazos y se felicitaron mutuamente por lo que habían logrado. Los renegados se escabulleron por los laterales de la torre, pero no sin antes dejar su marca.

Ilustración de Viktor Titov

Pia se descolgó de la azotea y descendió hacia el alféizar de una ventana; sus ágiles manos no tuvieron problemas para encontrar puntos de apoyo en las paredes ornamentadas. Una vez en el alféizar, saltó al edificio de enfrente y luego descendió por el emparrado de un jardín para llegar a las calles.

Algo salvaje y temerario corrió por sus venas mientras cruzaba la ciudad a toda prisa y sus cabellos cobrizos y canosos ondeaban detrás de ella.

A la sombra de los altos chapiteles de la plaza, un hombre alto y encapuchado empezó a moverse rápidamente en medio de la multitud y dos mujeres lo siguieron de cerca.


Las blandas suelas de las botas de Pia la ayudaron a moverse silenciosamente en dirección a la planta de éter central, en la linde de Sueldafirme. Allí no tendría problema para desaparecer entre los numerosos callejones del barrio y las imponentes esculturas que decoraban los espacios públicos. El éxito de la protesta la hizo sonreír con orgullo.

De pronto, una mano pesada la aferró por el brazo. Incluso a través de la manga, parecía emanar un tacto gélido que le arrebataba el calor de la piel.

―Venkat, por favor, te he dicho que...

Se volvió, pero no se encontró con Venkat, sino con un hombre alto cuyas marcas faciales naranjas revelaban que era el juez principal de la Feria. La mano que la había apresado era en realidad una enorme garra, hecha de un metal oscuro que incluso ella no reconoció al verlo asomar bajo la manga del hombre. Flanqueado por dos autómatas del Consulado, su armadura ornamentada reflejaba los patrones y los colores de ambos: el oro y el latón brillantes y pulidos del Consulado. Junto a él estaba el majestuoso ministro de inspecciones, el vedalken Dovin Baan. A su lado, una elfa alta y de ojos verdes miraba de un lado a otro, completamente confusa.

—Al fin he dado contigo, líder de los renegados —amenazó el juez mientras le apuntaba con el brazo como si fuese un arma—. ¿Creías que tu ridículo espectáculo supondría un problema para mi Feria?

"¡¿Tu Feria?!", pensó Pia con furia. "¡Esta es nuestra ciudad!".

―Te detendremos, juez principal. Si no lo conseguimos hoy, pronto lo lograremos —le espetó.

Una mujer pálida y vestida con sedas oscuras y un adorno dorado en la cabeza apareció detrás del juez principal―. Tezzeret ―siseó.

El juez se volvió hacia ella de inmediato y le mostró los dientes―. Vess ―le devolvió un siseo grave y que humeaba rencor.

Entonces, Pia reparó en otra persona que acompañaba a la mujer: una joven con armadura pesada y falta de aliento. La joven se retiró de la cara una mata de pelos enredados y del color del fuego...

Y un aluvión de recuerdos invadieron a Pia.

"¿Chandra?".

Había crecido, pero era inconfundible. Su hijita se había vuelto incluso más alta que Kiran. Recordó cuando aún trepaba a sus hombros con agilidad simiesca mientras reía alegremente y paseaban por los jardines de Discoverde. Cuando sentía su manita cálida en la palma al caminar juntas por el mercado, antes de marcharse corriendo a explorar por su cuenta. Cuando se emocionaba por participar en la causa a la que sus padres habían dedicado sus vidas, a pesar...

A pesar del peligro.

―... ¿Mamá? ―Su voz sonó diminuta y frágil, completamente impropia de ella. Dos chispas se encendieron en el rabillo de sus ojos y se arremolinaron en el viento.

Una celda. Una máscara caída. Una insignia de metal fundido. Una risa monótona.

Pia sacudió la cabeza para alejar los recuerdos de su mente.

Podía huir de inmediato, echar a correr y desaparecer entre las calles que tan bien conocía.

Pero ¿qué sería entonces de Chandra?

¿Y si la capturasen y volviesen a hacerla pasar por el infierno que debía de haber vivido en el patíbulo, con aquel hombre que había destrozado sus vidas gustosamente?

Los soldados del Consulado se interpusieron entre ellas y formaron una barrera de carne y metal que dejó a Pia, Dovin y Tezzeret en un lado y a Chandra, la mujer pálida y la elfa en el otro.

Chandra se abalanzó sobre la muralla de soldados blindados y gritó algo que Pia no consiguió distinguir en medio del estruendo de pisadas metálicas. Su hija esquivó sin dificultad el zarpazo de un autómata de filigrana e inundó a una multitud de máquinas en un mar de llamas. La onda de calor alcanzó el rostro de Pia como una ola rompiente.

Un velo de orgullo materno enturbió la escena y Pia se enjugó un ojo que escocía por el calor.

―La piromante ―escupió Baan con voz entrecortada y precisa. Señaló con un dedo largo y delgado al contingente de guardias que tenía junto a él―. Encárguense de esto, por favor. Aislar y contener. Mecatitanes al frente: no quiero heridos. Tengan cuidado, es impulsiva.

"¡No!", gritó Pia a Chandra desde los confines de su mente. "¡Huye! ¡No dejes que te atrapen otra vez, por favor!".

Chandra rugió una obscenidad familiar y descargó un puñetazo explosivo que lanzó hacia atrás a un mecatitán.

―Ah, cierto ―añadió Baan ladeando la cabeza―. También es aficionada a las... descripciones anatómicas creativas.

Pia se quedó boquiabierta. ¿Su niña había oído a Kiran diciendo eso?

Una fila de soldados fuertemente armados se separó de Dovin y avanzó hacia Chandra mientras esta continuaba abriéndose paso entre los demás soldados. De pronto, muchos de ellos cayeron al suelo: una maraña siseante de enredaderas que parecían haber salido de la nada les habían apresado los pies.

Tenía que actuar pronto. Pia luchó por apartar los ojos de Chandra y se volvió hacia Tezzeret con la mirada encendida―. Soy Pia Nalaar, líder de los renegados. Estoy dispuesta a aceptar la detención del Consulado. ―La declaración provocó murmullos de sorpresa entre los soldados y Dovin arqueó una ceja lisa y sin pelo.

―¿De veras? ―preguntó el vedalken. ¿Aquella era la temible líder de los renegados para la que se habían preparado?―. Entenderás, espero, que necesitaremos tomar las precauciones adecuadas para una prisionera de tu... reputación.

Sin inmutarse, Tezzeret hizo un gesto para que los soldados la rodearan y su cara se iluminó con una sonrisa salvaje que no llegó a sus ojos calculadores―. Muy bien, acompañad a esta criminal a su nueva residencia ―dijo haciendo un gesto en dirección a Pia. Los soldados la apresaron por las muñecas y le pusieron unas esposas con filigranas.

―¿Máxima seguridad? ―preguntó Baan, esperanzado.

―La que consideres necesaria ―respondió Tezzeret sin interés―. Ahora, en cuanto a las otras...

Ilustración de Tyler Jacobson

―Pia Nalaar ―anunció un soldado―, queda usted arrestada bajo la autoridad del Consulado por los siguientes crímenes: daños a propiedades gubernamentales, difamación y conspiración contra el gobierno, perturbación de la paz, alteración del orden público, violación de la Ley de Distribución de Éter...

Los gritos de Chandra se acercaban cada vez más; los soldados no tardarían en rodearla. Tenía que hacer algo para que no siguiera adelante.

―Te has olvidado de uno: ¡agresión! ―dijo antes de propinar una patada en el estómago al soldado que tenía más cerca―. ¡Y la Ley del Éter es una farsa! ―añadió aporreando a otro soldado con las manos esposadas, como si fueran un martillo.

Inmediatamente, los soldados volvieron a apresarla y se la llevaron casi a rastras.

―¡La han capturado! ―gritó la mujer pálida a Chandra―. ¡No corras riesgos ahora! ¡Tenemos que irnos!

Pia no opuso más resistencia mientras los chapiteles de Sueldafirme, los renegados que se habían convertido en su nueva familia y la hija que creía haber perdido desaparecían de su vista.

Ilustración de Tyler Jacobson

Retirarse nunca había sido la opción predilecta de Liliana.

Habían dado esquinazo a los guardias del Consulado en medio de la multitud y ahora se encontraban casi a solas en un callejón de Ghirapur. Allí solo había algunos vendedores de rarezas y una anciana con un llamativo vestido verde y azul que curioseaba pacientemente entre la mercancía. El caos del altercado se había calmado como el mar tras tirar una piedra en él.

Chandra estaba sentada al pie de las polvorientas escaleras de unos apartamentos, abrazada a sus rodillas y con la cara enterrada en la vieja bufanda que llevaba a la cintura. En silencio. Liliana no la había visto tan callada desde hacía tiempo; normalmente solo ocurría cuando dormía.

Nissa permanecía de pie a una distancia que probablemente consideraba respetuosa. Tampoco hablaba, tan solo se masajeaba la frente tatuada.

Liliana caminaba entre las dos, con los nervios más tensos que la horca de un verdugo―. El hombre del brazo metálico... Conozco a ese hombre. Es...

Un recuerdo punzante destelló en su cabeza: Jace, con la espalda cosida de horribles cicatrices blancas causadas por una cuchilla de maná. Encogido de dolor en la oscuridad mientras ella recorría las heridas con los dedos y un fuego ardía en sus ojos.

Se sobresaltó cuando sus propios anillos enjoyados entrechocaron con un sonido metálico―. Es peligroso ―murmuró obligando a sus puños a abrirse―. Su presencia aquí... no puede ser una coincidencia.

Nissa se volvió hacia la nigromante y le dirigió una mirada fría y acusatoria―. ¿Por qué os fuisteis sin decírnoslo? Os habéis puesto en peligro. Tenéis suerte de que os haya encontrado.

―Tezzeret es una amenaza mayor de la que crees ―replicó Liliana arrugando los labios y haciendo un gesto despectivo en dirección a Nissa. Levantó la mirada con arrogancia y sus ojos se cruzaron con los de la elfa―. Y vigila tu tono, porque yo no tengo que pedir permiso ni perdón a nadie.

Nissa entornó los ojos y unas chispas de fuego verde crepitaron en los extremos de su bastón. Liliana advirtió el detalle e inmediatamente compuso una máscara de indiferencia.

―¿Por qué has venido, para empezar? ―Liliana hizo un giro con la muñeca bajo el cálido ambiente de la tarde, en un gesto que hacía alusión a todo el plano de Kaladesh―. ¿Hicisteis una votación mientras no estábamos? ¿"Norma número lo que sea de los Guardianes: nada de irse a casa sin permiso"? ―Echó un vistazo a la piromante para ver su reacción, pero Chandra no dio señales de haberla escuchado. Nissa sí que lo había hecho.

―¿Has sido tú quien la ha provocado? ―preguntó, horrorizada―. Creía que... ¿Esto es lo que piensas de la amistad? Eres... un monstruo. ¡¿Estás contenta de lo que has hecho?! ―La elfa se irguió delante de Liliana y estampó su bastón en el suelo empedrado, sin darse cuenta del fuego verde que se había encendido en los extremos.

Había pasado más de un siglo desde que alguien había utilizado aquel tono con Liliana... Y a menudo era lo último que hacían quienes se atrevían a hablarle así. Pero Liliana tenía planes, planes para los que necesitaba aliados poderosos. Sin embargo, lo que tenía ante sí eran una elfa destructora de monstruos extraplanares enfadada y la que hasta entonces había sido un divertido barril de pólvora con patas, pero que se había apagado hasta quedar reducida a un ovillo de abatimiento.

―Las tres somos mayorcitas ―respondió la nigromante encogiéndose de hombros―. Chandra puede hacer lo que le plazca.

"Así que un monstruo, ¿verdad?".

Las siguientes palabras acudieron a su mente. Seleccionó las más hirientes.

Huyó de ti ―susurró a la elfa―. Y tú no la seguiste... Así que acudió a mí.

El rubor de las mejillas de Nissa contrastó con sus tatuajes verdes. Sus labios temblaron y se separaron, pero no dijeron nada.

Liliana siempre había tenido un don para aquellas cosas.

―Si no tienes nada más que decir, he de atender un asunto importante. ―Giró sobre sus talones y sus cabellos dieron una vuelta impecable, dejando a su paso un aroma a lavanda y el rumor de sus faldas.

En las escaleras, Chandra levantó la cabeza ligeramente e intentó limpiarse la cara con el dorso de un guantelete. Mientras trataba de incorporarse, cerró y abrió los puños varias veces.

―Quería... Quería quedarme... ―dijo levantando la mirada de la bufanda. Nissa le tendió una mano, pero Chandra se levantó sin ayuda, aunque con esfuerzo.

»Voy a dar un paseo ―balbució hacia el suelo mientras se giraba hacia los vendedores callejeros. Nissa fue detrás de ella.

La anciana del vestido había terminado de comprar y, cuando Chandra pasó junto a ella, le posó una mano en el hombro.

―Parece que has tenido un día duro, cielo ―dijo sonriendo amablemente a las dos Planeswalkers.

Chandra asintió despacio y sorbió por la nariz. Consiguió componer una sonrisa débil y estrechó la mano de la mujer. En su rostro había algo que le resultaba tranquilizador y familiar.

La anciana extrajo de un bolsillo un exquisito pañuelo y lo depositó en las manos de la piromante. Chandra enterró la cara en él y enjugó las lágrimas. Olía a té de rosas con un toque de aceite para máquinas, como... su hogar.

―Adelante, sécate las lágrimas ―la animó la anciana en voz baja mientras Chandra terminaba de limpiarse los ojos y sonarse la nariz.

»Necesitamos que seas fuerte ―continuó, pero su voz se volvió inesperadamente férrea y clara― para cuando encontremos a tu madre y la rescatemos, Chandra.

Chandra levantó la cabeza y al fin reconoció a la buena mujer―. ¿Señora Pashiri?

Ilustración de Magali Villeneuve

―Hacía tiempo que no nos veíamos, hija ―dijo Oviya Pashiri mientras alisaba los mechones de la frente de Chandra y apoyaba a la piromante sobre su hombro. Juntas, las tres se aventuraron en las laberínticas calles de Ghirapur, en los callejones secretos que nadie conocía tan bien como la señora Pashiri.


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