Bajo la superficie
Historia anterior: En llamas
La tritón Jori En presenció desde el gran dique de Portal Marino el resurgimiento de Kozilek, que emergió del subsuelo para destruir la prisión de edros de Ulamog. Cuando el dique fue destruido, Jori se precipitó al mar agitado. Esta consumada buceadora de ruinas es una experta en adentrarse en lugares peligrosos y salir de ellos. Podría parecer una cualidad insignificante en comparación con el poder de los Eldrazi, pero las habilidades de Jori quizá resulten vitales para la supervivencia de los zendikari.
Cuando Jori En volvió en sí, el agua hedía a muerte; era una pestilencia ambiental con un origen misterioso pero insistente. Resultaba difícil respirar y las branquias de Jori se esforzaron para extraer oxígeno. El agua era demasiado turbia y oscura. La presión era baja, de modo que se encontraba cerca de la superficie. Debía de ser de noche. ¿Cuánto tiempo había pasado allí abajo? ¿Qué había ocurrido? De repente le costó más respirar. Sabía que tenía que salir de allí rápido, pero no era el momento de apresurarse y cometer un error por ello.
Comprobó su propio estado. No se había roto nada. Los dedos de las manos y los pies seguían en su sitio y conservaba su lanza en la mano izquierda. Una buena señal.
Jori conjuró junto a ella una pequeña llama titilante encerrada en el interior de una gran burbuja. Continuó la inspección bajo su luz cálida. Tenía cardenales y sentía dolor, pero confirmó que no tenía heridas graves.
Jori En, buceadora de ruinas | Ilustración de Igor Kieryluk
Conjuró más burbujas con sus propias llamas internas y envió una docena de linternas oscilantes hacia la superficie. Necesitaba respuestas. Durante el ascenso, las burbujas se volvieron a través de unas aguas cada vez más turbias, y más allá de ellas había una oscuridad que empezó a cobrar forma. La silueta era demasiado grande como para abarcarla con la vista desde allí. Jori dio una patada para impulsarse hacia sus luces flotantes, justo a tiempo de verlas desaparecer bajo una inmensa silueta serpentina que surgió de la oscuridad y descendió cortando el agua en dirección a ella.
Era un tentáculo. Jori se detuvo inmediatamente.
"Un Eldrazi". Todo su cuerpo entró en tensión y sus manos palmeadas batieron el agua a toda velocidad para dar media vuelta. El tentáculo se acercaba cada vez más y Jori se retorció y pateó para esquivarlo. Era mucho mayor de lo que creía. Cuando pasó junto a ella, preparó la lanza, dispuesta a clavarla en la carne del monstruo cuando cambiase de dirección en el agua. Pero no lo hizo. El tentáculo siguió descendiendo, mecido por las corrientes como si fuese un alga colosal que crecía en el lecho oceánico. Entonces fue cuando Jori vio las ventosas. Aquella cosa no era un Eldrazi ni pertenecía a uno. Era el tentáculo de un pulpo. Un pulpo cabezudo de arrecife que había acudido desde la Gran Sima de las costas de Ondu. Y había muerto.
Jori necesitaba aire. El agua estaba demasiado turbia y llena de restos de los muertos como para obtener oxígeno. Sentía que sus branquias estaban sucias. Quería despejar los pulmones y llenarlos de aire. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, nadaba desesperadamente hacia la superficie pasando junto al cuerpo del pulpo. ¿Qué dificultad podía entrañar aquello? Tenía que ascender, nada más. Continuó subiendo lo más rápido que podía, pero todo estaba muy oscuro. El cadáver del pulpo dio paso al de un kraken y este al de otro gigante de los mares. Parecía una maraña de carne; daba igual de qué fuese. Jori tuvo la sensación de que había crecido una gruesa costra en la superficie del océano.
Utilizó la lanza para buscar algún hueco entre los cuerpos, pero algo apretaba los cuerpos unos contra otros.
Cerca de ella, el cadáver de una ballena comenzó a rotar. Se hundió en el agua y la luz atravesó la superficie e iluminó su silueta. ¡Luz solar! El amasijo de restos orgánicos empezó a cerrarse para tapar el brillo del día una vez más, pero Jori se había puesto en marcha.
Emergió sin elegancia alguna e inspiró con fuerza hasta que le dolieron los pulmones. Contuvo el aire por unos segundos y lo exhaló despacio mientras contemplaba los alrededores. El sol daba calor, pero el mundo de la superficie era igual que por debajo: había retazos de una masacre, y el calor del día no aliviaba el hedor que había a cielo abierto. Los muertos cubrían el mar hasta el horizonte más allá de la bahía. Sin embargo, en dirección opuesta había un confín próximo para aquel panorama desolador.
Portal Marino.
Los ojos de Jori se detuvieron en el extenso y antiguo dique de piedra blanca pulida que surgía del agua. O más bien en lo que quedaba de él. El Faro se había venido abajo y la superficie del dique se había erosionado y convertido en una especie de ruina iridiscente y geométrica. De pronto, una multitud de recuerdos fragmentados se unieron para formar una secuencia espantosa.
La red de edros había fracasado. Ulamog se había liberado.
Y entonces había surgido Kozilek.
Kozilek, la Gran Distorsión | Ilustración de Aleksi Briclot
Al pensarlo, Jori volvió a ver en su mente las amenazadoras sombras afiladas que adornaban el espacio sobre la cabeza del titán. Su oscuridad era tan absoluta que Jori se había quedado paralizada contemplándolas. En ese momento estaba en el dique, celebrando la victoria zendikari sobre Ulamog y alegrándose por haber formado parte de ella. Pero todo eso se había desmoronado en cuestión de minutos. Kozilek había emergido del suelo sin previo aviso. Los zendikari no habían podido hacer nada, solo ver cómo sucedía. Gideon, Nissa y Jace... Ni siquiera ellos habían sido capaces de organizar las defensas. Los moradores de los océanos habían presentado batalla a Kozilek, pero el titán había acabado con ellos y partido en dos a su gran campeón. También había devastado Portal Marino, y por eso Jori se había precipitado al mar.
Los Eldrazi... la batalla... eran demasiado abrumadores. O quizá Jori era demasiado pequeña. Allí estaba, apenas una mota anónima en el lodo líquido que cubría el agua. ¿Qué más podía hacer? La duda le remordió la conciencia e hizo que sintiese debilidad en los hombros y las piernas. Conocía la respuesta; tenía un sabor amargo. Nada. Se negó a aceptarla. No podía hacerlo. Tenía que deshacerse de la duda, así que gritó con todas sus fuerzas. Chilló hasta que sintió calor en la cara, hasta que notó la sangre bombeando con fuerza en las sienes, hasta que el sonido que salió de su boca se redujo a un chirrido. Sin embargo, todas sus fuerzas le parecieron insignificantes, porque se sentía tristemente impotente.
Pero no todo estaba perdido, porque su grito obtuvo respuesta. Una única palabra se abrió camino hasta ella en medio de aquel paisaje macabro.
―Ayuda.
Eso fue todo lo que Jori necesitó oír. Aunque torpemente, luchó por avanzar lo más directa posible hacia el origen de la llamada de auxilio. En más de una ocasión, los grandes cadáveres se movieron y amenazaron con atrapar a Jori bajo la sofocante costra de carne muerta, obligándola a gatear por aquel terreno desigual y escurridizo. Aquello no era nuevo para Jori, quien había pasado gran parte de su vida adentrándose en lugares peligrosos. Era su oficio. Se le daba bien. Pero aquel terreno era distinto, como confirmaban los movimientos de la carne bulbosa cada vez que apoyaba las manos o los pies en ella. Aunque había saqueado numerosos templos abandonados y santuarios en ruinas, sintió que acababa de cometer su primer acto de profanación.
Pasó por encima de un nudo de tentáculos sin vida. Sus pies buscaban un mínimo de estabilidad en el caparazón blanco perla de un kraken, cuando de pronto algo le atrapó un tobillo. Levantó la pierna rápidamente para soltarse, pero perdió el equilibrio y cayó hacia delante, hasta que su yelmo golpeó con fuerza la superficie del caparazón. Conmocionada, se puso boca arriba y preparó la lanza para repeler el siguiente ataque. Pero no vio a ningún atacante, solo oyó una voz―. Jori.
Se extrañó al escuchar su nombre en una situación tan surrealista. Le pareció imposible que algo o alguien pudiese reconocerla en medio de todo aquello; ahora bien, muchas de las cosas que habían sucedido en las últimas semanas parecían imposibles.
Jori se incorporó apoyándose en los cosos y miró hacia sus pies, donde vio a otra tritón de piel azulada que yacía en un charco de sangre mezclada con agua marina―. ¿Kiora?
―Ayúdame. ―Su voz sonaba agotada, pero fuerte, y a Jori le pareció más una orden que un ruego. Se acercó a ella. Kiora respiraba con dificultad y tenía una mano ensangrentada aferrada a una pierna por encima del tobillo, donde se doblaba en un ángulo no natural. Se había roto la pierna... gravemente.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó Jori acercando una mano para apartar la de Kiora.
―Cosi ha ganado ―respondió ella como si fuese un diagnóstico de su dolor.
―Me refiero a tu pierna. ―Jori movió la mano de Kiora. Esta no protestó. Parecía que no lo notaba. Pero Jori vio el hueso... La tibia, supuso. Había desgarrado carne y piel, y la sangre brotaba entre pulsos débiles―. Tenemos que tratarla.
―He perdido el bidente ―dijo Kiora mientras examinaba distraídamente la sangre de la mano. Jori había visto decenas de fracturas de hueso; eran habituales en su oficio. Sabía cómo tratarlas. Sin embargo, Kiora estaba conmocionada y eso era mucho más complicado. No podía culpar a la Planeswalker.
Pero lo primero era lo primero: tenía que entablillar. Jori introdujo su lanza entre dos púas que surgían del caparazón del kraken y tiró horizontalmente de un extremo hasta que la torsión partió el arma por la mitad. Necesitaba algo para atar el asta rota a la pierna fracturada, así que soltó las cintas de cuero que fijaban la punta de la lanza.
―¿Me ha abandonado? ―continuó delirando Kiora mientras tanto―. ¿Ha sido por Lorthos?
Jori guardó la punta de lanza en el cinturón, colocó una mano bajo la rodilla de Kiora y le sujetó la pierna justo por encima del tobillo―. Más vale que te sujetes a algo. ―Jori comenzó a tirar. Como esperaba, Kiora gritó. "Al menos tiene la sensatez de no revolverse; quizá tenga experiencia en esto", pensó Jori. Eso facilitaba las cosas. Continuó tirando y el hueso empezó a introducirse bajo la piel.
―Aguanta un poco. Ya casi está ―dijo Jori, más que nada para calmarse. Tenía que seguir, y lo sabía. Si no terminaba, el hueso partido podría rasgar más carne y causar un daño irreparable.
Kiora apretó los dientes e inspiró y espiró sin parar hasta que por fin consiguió articular palabra―. ¡Para! Está en su sitio.
Poco a poco, Jori dejó de tirar. Recogió el asta de la lanza, pero antes de que pudiese entablillar la pierna de Kiora, un cúmulo de motas verdes revoloteó alrededor de la herida. A medida que recorrían la carne dañada, la herida empezó a cerrarse.
―Estaré bien dentro de poco ―dijo Kiora, que ya respiraba más despacio. Era la primera vez que parecía estar presente en la conversación. El dolor de tratar un hueso roto solía devolver a la gente a la realidad.
―¿Incluso el hueso? ―dudó Jori. Se acercó para ver de cerca cómo se unían de nuevo los tejidos de la pierna.
―Ajá ―respondió Kiora masajeándose la herida.
―Qué talento tan útil ―valoró Jori―. Yo aprendí a reparar huesos con un compañero de Zulaport... Del antiguo Zulaport, cuando aún estaba en la costa. La de cosas que vi allí. ―Dobló el brazo por el codo y dejó el antebrazo colgando―. Ni te imaginas cuánto castigo podemos sopor...
―He perdido el bidente ―la interrumpió Kiora.
―Sí, ya lo has dicho ―comentó Jori, molesta por el tono de Kiora.
―Tengo que recuperarlo.
―Oh, siento que lo hayas perdido, de verdad. ¡Pero mira alrededor, Kiora! ―Jori trazó un arco amplio con un brazo―. Como comprenderás, tu bidente me importa un bledo.
―Es nuestra única esperanza, y lo sabes. Cuando nos reunimos en el Faro, fuiste la única que entendió lo poderoso que es.
―Pero también fracasó ―le espetó Jori. Todos habían fracasado. Tanto Jace como Nissa, ya que la prisión de Ulamog había quedado reducida a una pila de edros a la deriva en el fondo del mar. Tanto Gideon como Tazri, ya que las fuerzas combinadas de Zendikar se habían dispersado o habían muerto. Y también Jori. ¿Qué podía haber hecho, aparte de observar el curso de los acontecimientos desde el dique?
―Kozilek ha ganado ―aclaró Kiora―. No es lo mismo. Kozilek ha liberado a su hermano y ahora los dos están sueltos. ¿Cuál es tu plan? ¿Buscamos un agujero donde escondernos hasta que llegue el fin? Venga, mira alrededor. ―Esta vez fue Kiora la que señaló los restos de la masacre―. Esto es lo que nos aguarda a todos.
Una parte de Jori quería hacer precisamente aquello: encontrar algún rincón olvidado del mundo y desaparecer.
―Jori, Kozilek ha gastado su truco ―continuó Kiora―. Ahora está expuesto. Solo tenemos que recuperar el bidente. Y para eso necesito tu ayuda. ―Kiora le tendió una mano.
Jori la observó―. ¿Dónde está? ―preguntó tras unos instantes.
―Te lo mostraré.
Jori nadaba un poco a la zaga de Kiora mientras descendían por el mar. Buceaban hacia la zona de tierra que se extendía desde la costa hacia uno de los extremos de Portal Marino. La Planeswalker conocía el camino y la condujo a una corriente extraña que las atraía. Jori no sabía cómo era posible que no la hubiera sentido antes, pero cuanto más se acercaban a ella, más parecía que se extendía por toda la bahía. Era el origen de la agitación en la superficie. Según Kiora, el arma divina había ido a parar allí después de que la abandonase.
Jori no sabía por qué había accedido a acompañarla. Lo que sabía era que, al menos, era una dirección que seguir. Si el bidente estaba allí abajo, en alguna parte, podían encontrarlo y recuperarlo. Eso lo tenía claro. Y cuando tener clara una cosa resultaba tan poco habitual como había sido últimamente, entonces esa cosa merecía la pena.
¿Le ocurriría lo mismo a Kiora? Jori la observó. No era una nadadora elegante según los estándares de los tritones, aunque tampoco parecía torpe. Era fuerte, desde luego, pero había algo más en ella. Jori se dio cuenta de que ya lo había notado cuando se conocieron en el Faro de Portal Marino, mientras todos trazaban un plan para enfrentarse a Ulamog. En su carácter había certidumbre. También sus movimientos transmitían certidumbre, incluso impulsarse con la pierna recién tratada. Lo mismo ocurría con sus palabras. Cuando Kiora hablaba, era como si la conversación hubiera terminado y ella esperase a que los demás la siguieran. Jori llegó a la conclusión de que, para Kiora, el bidente era una herramienta para cumplir un propósito pendiente: acabar con un dios. Ni más ni menos.
Entonces, ¿para qué necesitaba su ayuda?
―Ya falta poco ―dijo Kiora con la mirada fija al frente.
Ante ellas había un acantilado que surgía casi en vertical del fondo oceánico. La corriente era aún más fuerte allí y las impulsaba hacia delante.
―Hay una abertura en la pared del acantilado. La corriente nos llevará directas hacia ella ―dijo Kiora. Eso explicaba por qué había surgido la corriente: la actividad sísmica que provocó el resurgimiento de Kozilek debía de haber creado una grieta en el acantilado. La corriente llevaba el agua a alguna parte y eso podía explicar el extraño recorrido que había hecho el bidente.
―Prepárate ―avisó Kiora girando la cabeza hacia Jori.
Ella creía estarlo, pero entonces la vista se le estrechó de forma inesperada y vio el acantilado sumergido como si estuviera en la lejanía y lo observase a través de un catalejo. La corriente también cambió y su trayectoria giró en ángulos extraños, precipitando a las dos tritones contra unas barreras invisibles. Al principio, Jori extendió los brazos para tratar de sujetarse a algo, o al menos de reducir aquel extraño impulso, pero fue inútil, así que los encogió para no dislocárselos. Lo único que podía hacer era mantener la vista orientada hacia el acantilado. La concentración lo era todo en aquel momento.
Y entonces, la realidad se comprimió y todo sucedió deprisa, hasta que la pared del acantilado abarcó toda la vista de Jori. Estaba a pocos metros de la abertura que había descrito Kiora. Sin embargo, una mole segmentada surgió de las profundidades y cerró repentinamente el paso. Jori pensó por un momento que era una de las mascotas de Kiora, pero el ser se extendió y reveló una multitud de extremidades que abarcaban toda la abertura. Era un Eldrazi. Sin embargo, no era una maraña de tentáculos carnosos con una máscara ósea, como muchos de los que había visto hasta entonces. No, aquel tenía fragmentos de vidrio negro flotando en una simetría perfecta, como los del titán Kozilek.
Acechador abisal | Ilustración de Raymond Swanland
Jori se precipitó hacia el monstruo. Una aglomeración de extremidades se desplegó para interceptarla, pero ella colocó las piernas por delante, pateó uno de los apéndices y dejó que la corriente la impulsara más allá.
Kiora también debía de haberlo sorteado, porque Jori vio un destello de luz verdosa a su derecha. Se giró y vio a la otra tritón de espaldas, con las manos brillando con energía verde. La energía salió hacia el Eldrazi cuando el monstruo viró para perseguirlas. Surcó el agua en pos de ellas, pero entonces comenzó a crecer. En cuestión de segundos, el cuerpo del ser abarcó la abertura. Y entonces se volvió demasiado grande para la estrecha entrada. El Eldrazi quedó atascado en las paredes de la grieta, hasta que se produjo un crujido y la integridad de la piedra cedió. La grieta se derrumbó sobre el monstruo mientras la corriente llevaba a Jori y Kiora hacia lo desconocido.
―Así debió de conseguirlo Kozilek ―dijo Jori, más para sí misma que para Kiora.
―¿Mantenerse oculto todo este tiempo? ―preguntó Kiora.
―Sí ―susurró Jori―. Vaya... Por lo que tenía entendido, esta red de cuevas era bastante pequeña y aquí solo vivían algunos trasgos. Al menos eso me dijo el explorador Zahr Gada cuando comparamos nuestros mapas. Y ahora... ―Se le escapó un ligero silbido―. No esperaba que algo tuviese el poder para alterar así el entorno...
Kiora y ella se encontraban en un saliente de un paisaje subterráneo. La corriente que las había llevado por la pared del acantilado las había dejado allí. Desde aquel lugar vieron un extenso panorama cerrado de espirales angulosas que brillaban con ondas de colores prismáticos. Jori conocía aquellas formas extrañas. Habían sido obra de Kozilek y, aunque se avergonzó de pensarlo, le pareció que podrían ser las cosas más hermosas que jamás había visto.
Costas desconocidas | Ilustración de Jung Park
Con los ojos abiertos de par en par, intentó abarcarlo todo con la vista, pero las dimensiones de aquel lugar excluían tal posibilidad―. No se parece a ninguno de los lugares en los que he estado ―dijo, pero las palabras sonaron inadecuadas para la magnitud de lo que tenía ante ella.
―El bidente está por ahí ―dijo Kiora señalando un barranco de la cueva. Parecía que el paisaje no la impresionaba, como si no fuese más que un lugar cualquiera.
Dieron un rodeo a la grieta y recorrieron varios kilómetros de cavernas. Jori reparó en que la huella de Kozilek no había llegado a aquella parte tan profunda de la red de cuevas.
El camino se volvió estrecho y las dos tritones llegaron a un pasadizo que las obligó a avanzar a gatas.
―¿Seguro que vamos bien? ―dudó Kiora.
―Mira, yo no estoy segura de nada. ¿Todavía sientes que el bidente está cerca?
―Por supuesto, eso no ha cambiado. Lo que no entiendo es cómo ha podido llegar aquí arriba, donde no hay agua.
―Yo tampoco lo sé. ―Había poca holgura para moverse, pero Jori consiguió girar la cabeza y mirar a Kiora―. En realidad, la que nos guía eres tú. Eres nuestra brújula, así que nos ceñiremos al plan y seguiremos adelante hasta que descubramos algo.
Kiora asintió, pero el gesto no alentó a Jori. Algo había inquietado a la Planeswalker.
A medida que avanzaban, el camino se volvía más estrecho. Jori se detuvo y empezó a quitarse el yelmo y las piezas de armadura―. Vamos a tener que volvernos más pequeñas ―dijo, esperando una pregunta. Unió las partes de su armadura usando las hebillas para formar un fardo y arrastrarlo detrás de sí. Había usado aquel truco muchas veces, pero parecía que Kiora no compartía su seguridad, puesto que Jori oyó que se le aceleraba la respiración.
Tenían que seguir. Jori fue en cabeza y Kiora la siguió. Poco después tuvieron que arrastrarse. Jori mantuvo su antorcha por delante y un poco más allá vio que el camino viraba bruscamente hacia arriba.
―Haz lo mismo que yo ―indicó Jori. Giró para ponerse boca arriba y se contorsionó hasta que pudo estirar los brazos por el hueco ascendente. Tanteó con los dedos para encontrar un apoyo firme en la piedra y se impulsó hasta ponerse de pie. Volvió a levantar los brazos para encontrar nuevos apoyos y siguió subiendo por el hueco, que giraba hacia su izquierda antes de volver a nivelarse. Esperó allí un momento.
―Kiora, no puedo dar media vuelta. Tú tampoco tienes más remedio que seguir adelante.
Otro momento de silencio.
―Kiora ―volvió a llamarla.
―Te... sigo... ―respondió Kiora deteniéndose para recuperar el aliento. Jori vio el brillo de la antorcha de Kiora por el rabillo del ojo.
―Vas muy bien ―dijo Jori avanzando un poco para hacer sitio a Kiora.
―No sé si podré hacerlo.
―Ya lo estás haciendo. Solo tienes que centrarte y conservar la calma. ―Jori retorció el cuello para mostrarle que sonreía, pero Kiora no se dio cuenta. Tenía la cara hundida en el pliegue del codo.
―Si tuviera mi bidente, esto sería coser y cantar ―dijo Kiora con voz apagada―. Podría atraer el océano y cambiar todo este lugar.
―Y para eso hemos venido: para recuperar el bidente ―dijo Jori con firmeza. El pánico nunca ayudaba; era la suma de la impotencia, el miedo y la desesperación. En ese momento, el pánico se enroscaba alrededor de Kiora, igual que había hecho con ella en la bahía. No podía dejar que Kiora se sumiera en él. Si esto sucedía, podría apresarla hasta dejarla paralizada o, peor aún, quebrarla y hacerla enloquecer―. No apartes la vista de mí, Kiora. Vamos a llegar al otro extremo del túnel. Saldremos de esta.
Jori continuó despacio. Y también despacio, Kiora la siguió.
Más adelante, el techo descendía ligeramente hacia el suelo. No había mucha diferencia, pero sí la suficiente como para que el hueco pareciese impracticable. Jori situó la antorcha por delante y se arrastró tirando con los brazos. Pronto se vio obligada a girar la cabeza y a rozar el suelo de piedra con la mejilla; mientras avanzaba centímetro a centímetro, sentía la presión del techo en la espalda.
―¿Por qué paramos? ―preguntó Kiora. Seguía respirando con dificultad.
―No hemos parado. Vamos centímetro a centímetro. ―Las palabras sonaron más mordaces de lo que pretendía, pero no podía precipitarse. Había una protuberancia en el techo y se revolvió para encontrar el ángulo que permitiría pasar a su cabeza. La piedra le arañó la carne de la oreja, pero ahogó un gruñido para que el pánico no se apoderara de Kiora. Un nuevo empujón con las piernas sirvió para que la cabeza pasase bajo el obstáculo, pero entonces fue el torso lo que quedó atascado.
―¿Jori?
No podía responder. No podía hinchar los pulmones con el aire necesario para formar palabras. Es más, en ese momento necesitaba contraerse, volverse más pequeña por unos instantes. Apretó los dedos contra la superficie del pasadizo y expulsó el aire que le quedaba en los pulmones. Esperaba que fuese suficiente. Tensó los músculos de los brazos y luchó para escurrirse bajo la piedra inamovible. Se revolvió y se arañó contra la áspera superficie. Las costillas se comprimieron. Kiora decía algo, pero lo único que oía era un zumbido.
―¡Nnngh! ―gruñó Jori cuando por fin sintió que su torso se deslizaba y salía de aquel espacio angosto. Sus brazos volvieron a tirar y todo su cuerpo superó el obstáculo. Cuando pudo relajar los brazos, se quedó tumbada con la mejilla apoyada en la roca fría.
―... habías atascado ―decía Kiora cuando volvió a distinguir las palabras.
―Estoy bien ―respondió Jori calmando la respiración―. Necesito un momento para recuperarme.
―Jori... ―dijo Kiora en voz baja poco después―. No puedo.
―Tienes que hacerlo. Si damos la vuelta, quedaremos atrapadas.
―No puedo.
Jori volvió la vista hacia la oscuridad del pasadizo. Apenas unas horas antes había visto a Kiora dirigiendo a Lorthos para enfrentarse a los titanes eldrazi. Era una maestra de lo colosal que se sentía cómoda entre dioses. Y sin embargo, aquello la superaba. También estaba la peculiaridad de que era una Planeswalker. Supuestamente, podía marcharse del mundo cuando le placiera. Pero no lo hizo y Jori dejó ahí su reflexión.
―Escucha, el bidente ha pasado por aquí. Puedes percibirlo. Eso significa que hay una forma de seguir adelante. Te lo voy a demostrar, pero necesito que conserves la calma.
Antorcha en mano, Jori reanudó la marcha centímetro a centímetro. Aquel era su reino, el mundo de las ruinas y los lugares olvidados. Allí era donde ella se sentía cómoda.
―Jori, no... ―masculló Kiora con la respiración acelerada.
―Vas a ayudarme, Kiora ―afirmó Jori mientras se alejaba de ella muy despacio―. Tienes que concentrarte en el bidente. Si se mueve, necesito que me avises.
―Está en este nivel, más adelante. ―Allí estaba de nuevo la certidumbre de su voz; apenas era un indicio, pero estaba allí para luchar contra el pánico. Kiora era la experta en el arma. La conocía y podía concentrarse en ella.
Jori continuó avanzando por el pasadizo. Seguía siendo relativamente recto y, cada pocos metros, Jori informaba a Kiora de sus avances; a cambio, ella la informaba sobre el estado del artefacto. Siguieron así hasta que la voz de Kiora se convirtió en una confirmación poco audible.
Y entonces, el mensaje de Kiora cambió―. ¡Se mueve!
Jori pegó la oreja al suelo. A través de la roca, oyó el sonido de algo que se desplazaba. Luego se detuvo. Estaba cerca. No podía arriesgarse a responder a Kiora. Era probable que el ser que acechaba en los alrededores ya supiera que ella estaba allí, pero ¿y si no? Apagó la antorcha y ahogó un arranque de tos cuando una voluta de humo le obstruyó la garganta.
―¡Jori! ¿Me has oído? ¡El bidente se mueve hacia la superficie!
Jori reptó hacia delante en silencio, tanteando a oscuras. Mientras tanto, Kiora la avisaba levantando cada vez más la voz ante la falta de respuesta. Eso al menos la ayudaría a disimular su movimiento. El pasadizo comenzó a descender y a ensancharse a ambos lados. Aunque el techo seguía cerca de su cabeza, Jori consiguió echar mano a la punta de la lanza, que estaba en el fardo que arrastraba detrás de sí. No era una daga en condiciones, pero tampoco era la primera vez que la utilizaba como tal. Continuó descendiendo a rastras y con la punta del arma por delante.
Sumida en la oscuridad total, Jori llegó a un lugar donde el suelo parecía moverse y algunos segmentos rozaban unos contra otros cada vez que se impulsaba. Oyó crujidos en los puntos donde apoyó los codos. Sabía que no eran piedras sueltas. Debían de ser residuos o algo similar. No parecía normal. Se detuvo y tanteó qué había por delante. Más de lo mismo. Entonces algo hizo un sonido viscoso cuando sus dedos lo rozaron y Jori encogió los brazos rápidamente; sintió un nudo en el estómago.
Seguir avanzando a ciegas era una tontería. Era preferible ver y que la vieran a caer sigilosamente en una trampa. Volvió a encender la llama de la antorcha y un paisaje de formas retorcidas e iridiscentes apareció a su alrededor. Había caparazones y piel reluciente; extremidades dobladas y bifurcadas, coronadas de protuberancias afiladas y negras como la obsidiana; e incontables ojos sin párpados que la observaban, incrustados al azar en la carne. Eran engendros eldrazi.
Engendros de Kozilek.
Jori trazó un arco con la antorcha sobre la montaña sobrenatural por la que reptaba y las sombras parpadeantes que proyectaba dieron la impresión de que los Eldrazi se movían. Pero en realidad estaban completamente inertes. Los habían matado a todos.
La montaña de cuerpos era más alta en el centro de la sala y parecía tocar el techo, pero Jori se dio cuenta de que había una abertura que conducía hacia arriba. Hacia arriba, a la superficie. Y al bidente.
―¡Kiora! ―la llamó.
―¡Sigo aquí, Jori! ―Kiora tenía la voz cansada―. ¿Qué ha pasado?
―¿Algún movimiento nuevo?
―No. ¿Qué ocurre?
―Aún no estoy segura.
De pronto, Jori se sintió como si estuviese en la mitad inferior de un reloj de arena. Algo seguía arrojando cuerpos eldrazi como si fuesen granos de arena. Eso podía ser bueno... o malo.
Solo había una forma de descubrirlo.
Jori se esforzó por no hundirse en la montaña de cuerpos mientras se abría camino hacia el centro. En una mano llevaba la punta de lanza; en la otra, la antorcha. Cuanto más avanzaba, más distinguía del pasadizo vertical. Cuando llegó a la cima de la montaña, se puso de rodillas y levantó la antorcha para disipar las sombras del conducto.
Había trasgos aferrados a las paredes, montones de ellos. Uno estaba tan cerca que se apartó de la antorcha de Jori.
Trasgos habitasombras | Ilustración de Steven Belledin
―¡Kiora, ayúdame! ―Eso fue todo lo que Jori consiguió decir antes de que el primer trasgo se le echara encima. Se arrojó de un salto desde la pared de la caverna y cayó sobre ella, descargando todo su peso en los hombros de Jori. La antorcha salió rodando mientras la tritón y el trasgo rodaron por el amasijo de Eldrazi muertos. El trasgo parecía un torbellino de dientes y garras―. ¡Puedes hacerlo! ―gritó Jori hacia el pasadizo mientras luchaba por impedir que el trasgo la estrangulara con sus dedos huesudos.
»¡Controla tu respiración! ―gritó Jori cuando consiguió rodar y ponerse encima del trasgo. Este prorrumpió en un horrible chillido que despidió un aliento fétido y Jori le clavó su pequeña arma en el pecho―. ¡Y conserva la calma!
Cuando el cuerpo del trasgo dejó de estremecerse, Jori vio que aquella criatura no tenía ojos. Eran trasgos habitasombras; aquel era su territorio. Eso no presagiaba nada bueno, y entonces oyó numerosas garras arañando los alrededores.
―¿Kiora? ―Pero esta vez fue ella la que no respondió.
A la izquierda de Jori, el crujido de un cadáver eldrazi la alertó de la presencia de otro trasgo. Se giró hacia él y levantó la punta de lanza, pero un segundo trasgo la golpeó en el brazo y el arma salió volando. Por un instante, a la luz chisporroteante de la antorcha, Jori vio a los trasgos mirando en dirección al repiqueteo del metal contra la pared de piedra.
Reaccionaban a los sonidos. Jori extrajo inmediatamente su yelmo del fardo que llevaba en la cintura y lo lanzó hacia arriba, al pasadizo de los trasgos. La armadura hizo un estruendo al rebotar contra las paredes y, aprovechando la distracción, Jori canalizó maná a través de los brazos. Dio una palmada con todas sus fuerzas y la reverberación del yelmo contra la piedra se amplificó, rebotando contra sí misma hasta que la sala entera vibró. Jori la sintió en el pecho y sintió el impulso de taparse las orejas. Los trasgos perdieron el equilibrio; algunos quedaron aturdidos y otros se escabulleron torpemente trepando por las paredes.
Aquella era su oportunidad para escapar. Pero ¿hacia dónde? La sala continuó temblando bajo el estruendo e incluso el suelo bajo la montaña de Eldrazi parecía inestable. Mientras Jori luchaba por conservar el equilibrio, lo vio: allí estaba el bidente, en la mano de uno de los trasgos que trataban de escalar.
Tenía que acabar aquella misión. Tenía que cumplir su objetivo. Estaba claro que necesitaba recuperar el artefacto tanto como Kiora.
Jori saltó al conducto en pos del trasgo. Seguía desorientado y consiguió situarse a su altura. Entonces saltó sobre él y lo agarró por un pie, pero el trasgo se soltó de la pared y Jori lo arrastró con él. Se hundieron entre los restos de Eldrazi... y continuaron cayendo. El suelo resquebrajado había cedido y, de pronto, los incontables cadáveres eldrazi se convirtieron en unas espeluznantes arenas movedizas. Jori no pudo hacer nada y cayó junto con el trasgo, el bidente y los engendros por la estrecha grieta que se había abierto bajo ellos. Fue lo bastante consciente de la situación como para interponer al trasgo entre ella y el suelo, y cuando se estrellaron contra él, fue con un crujido. El trasgo yació inmóvil.
Y Jori había recuperado el bidente de Kiora. Solo tenía que trepar para salir de allí y devolvérselo.
―Kio... Ugh ―intentó llamarla. Le dolió más de lo que debería. Algo iba mal. Respiró hondo. También sintió dolor. Se había roto una costilla, o tal vez varias. "Vamos"... Solo tenía que devolverle el arma a Kiora. Solo tenía que trepar y salir de allí. Desde donde estaba, la grieta parecía ligeramente cónica, pero estaba demasiado oscura como para distinguirlo bien. Era angosta, de eso estaba segura. Le habría resultado difícil trepar incluso si no estuviese herida, pero en aquel estado, ¿sería capaz de hacerlo?
El agotamiento invadió a Jori de forma repentina y despiadada. Le pesaban las extremidades y sentía el sabor de la sangre en la boca. La situación no era alentadora.
Allí estaba. Había encontrado un agujero en el que esconderse hasta que llegara el fin.
Sin embargo, el fin no fue lo que descendió por la grieta para encontrarla. Era otro tipo de certidumbre―. ¿Tienes el bidente?
Jori tosió y asintió. Kiora había pasado por la angostura de la tierra para recuperar su dominio sobre la inmensidad del océano. Jori reunió las fuerzas que pudo, depositó el arma divina en la mano de Kiora y sonrió.
Inmediatamente, una capa de energía azul y brillante cubrió el artefacto. Kiora lo sostuvo en alto y un estruendo grave llenó la pequeña grieta. Continuó durante varios segundos y entonces lo oyó: era agua, un torrente de agua. Jori observó fascinada a Kiora mientras esta atraía todo el poder del océano hacia sí.
―¿Qué te parece si nos vamos de aquí? ―dijo Kiora, aunque no era una pregunta. El rugido del agua vino acompañado de una serie de crujidos ensordecedores que parecieron romper el mundo. Luego llegó un estruendo constante y, de repente, la estructura de la red de cuevas le pareció demasiado delicada. El sonido se intensificó y Jori vio la caverna superior desmoronándose e inundándose con una tromba de agua que cayó sobre ellas.
Aquel era el poder del bidente, el poder de una diosa de los mares. Kiora había ordenado al océano que quitase la tierra de en medio. La erosión de todo un milenio se produjo en cuestión de minutos, borrando la mancha de Kozilek y liberando los recovecos de las profundidades de la tierra.
Jori olió la sal del ambiente, y entonces las aguas del océano envolvieron a las dos tritones y las sacaron de allí junto con el bidente.