Arder
Este relato contiene alusiones a pensamientos suicidas.
Historia anterior: Comienza la revolución
Los renegados de Kaladesh se han levantado contra el Consulado corrupto de Tezzeret. Liderados por Pia y Chandra Nalaar, armados gracias al mecenazgo criminal de Gonti, aliados con inventores y piratas de éter y apoyados por los Guardianes, los renegados han tomado el control de la planta de éter central, un recurso imprescindible para la ciudad de Ghirapur. Tras dicho triunfo, ahora deben defenderla del contraataque del Consulado hasta que el Corazón de Kiran esté cargado de éter.
La mesa de planificación del Soberano Celeste era un alarde impresionante de ingeniería, arte decorativo y financiación en apariencia inagotable. En ella se mostraba con todo lujo de detalles lo pésimamente que se desarrollaba la lucha por mantener el orden.
En la escena que Dovin Baan contemplaba, una legión de figuritas mecánicas se desplazaba por las calles de los distritos, diferenciados por colores: aquí, el verde de Kujar; allí, el azul de Bomat. Cinco mecatitanes en miniatura se movían zumbando en dirección a la cuña de filigrana que representaba la planta de éter central. El sol del amanecer entraba oblicuamente por las escotillas, proyectando largas sombras entre los pequeños edificios de latón y hojalata.
Por encima de ellos, una réplica de un codo de longitud del Soberano Celeste pendía de una estructura de cables, poleas y servos. La iluminación interna de la maqueta destellaba por las hileras de escotillas diminutas.
En un rincón rojo de Sueldafirme, una figurita apagó sus luces y se retiró bajo la mesa. Un alfiler oscuro avanzó desde la calle y ocupó su sitio. Dovin escuchó el informe de un operario.
—Los autómatas de la brigada seis-tres se han quedado sin éter. Las tropas han inutilizado sus cañones y se han replegado.
Al otro extremo del puente de mando, el juez principal Tezzeret, ahora Gran Cónsul Tezzeret, apoderado por los cónsules hasta que terminara la crisis actual, estaba demasiado ocupado gritando a la cara a una ordenanza como para prestar atención a aquel nuevo contratiempo.
Al parecer, el Gran Cónsul sentía predilección por comunicarse a voces y a corta distancia. Lamentablemente, no se podía cuestionar la eficacia de sus arrebatos, que se producían una vez cada hora, ni más ni menos, según las observaciones de Baan. Desde el inicio de la crisis, el personal del puente de mando trabajaba por encima de su eficiencia habitual. Los oficiales eran resortes bien apretados: detectaban errores en el sistema y la situación con una facilidad admirable y procedían a resolverlos inmediatamente, antes de que el Gran Cónsul reparara en ellos.
La ordenanza, una enana robusta que portaba una brazada de informes redactados a mano, cerró los ojos cuando unas gotas de saliva le salpicaron en la cara.
—Señor —repitió—, esa patrulla se ha quedado sin éter. Los renegados de la planta han cortado el suministro y lo han desviado hacia algún otro...
—¡Pues busca una solución! —bramó Tezzeret—. Si me pones una sola excusa más. Una. Sola. Te estamparé la cabeza personalmente contra...
Baan decidió intervenir y golpeó firmemente con los tacones en el acero del puente de mando. Permitir que el Gran Cónsul amenazara a una ordenanza, como si fuera un vulgar matón y no un representante del gobierno, socavaría la autoridad moral del Consulado para con todos los presentes. No la autoridad legal, por supuesto, pero la gente confundía ambas a menudo.
—He ahí el peligro de centralizar el abastecimiento de éter en una sola instalación. —Baan se esforzó por mantener la voz lo más neutra posible: llana, calmada, perfectamente gris, fría e imperturbable como la neblina que cubría el río Vinday a muchos metros por debajo.
Tezzeret ignoró a la ordenanza y rodeó a zancadas la mesa de planificación. Los oficiales se apartaron de su camino, centrando la atención en sus indicadores y lecturas cinéticas.
—Nos habían asegurado que la planta de éter contaba con la protección suficiente —continuó Baan—. El Cónsul Kambal afirmó que una usurpación por parte de fuerzas hostiles al gobierno sería, en palabras suyas, "una completa imposibilidad".
Tezzeret le lanzó una mirada fulminante. La piel alrededor de sus labios se tensó, su cabello prematuramente gris le rozó los hombros y los tatuajes carmesí de la frente se estiraron hacia el ceño fruncido. Baan aún no había determinado el significado de dichas marcas, a pesar de que sus reflexiones sobre aquellos tatuajes esotéricos habían ocupado su mente en muchos momentos ociosos durante la última semana. No guardaban ningún parecido con los tatuajes tradicionales de Kaladesh y era improbable que el propio Tezzeret los hubiera diseñado. Aunque las habilidades de ingeniería del Gran Cónsul nunca dejaban de impresionarle, estaba claro que la estética era una cuestión irrelevante para él.
Baan encontraba sorprendente que ningún oficial de mando ni ningún cónsul pusiera en duda la procedencia de Tezzeret. Tatuajes de origen indeterminado, un brazo protésico compuesto de un metal con una fuerza de tracción y una conductividad físicamente imposibles, su peculiar acento... Sin duda, esa aceptación indiscutida tocaría a su fin cuando el invento de la eteróloga Rashmi se hiciera famoso. La imaginación popular se dispararía con las posibilidades que sugería el dispositivo. Las nuevas obras literarias de ficción especulativa llenarían bibliotecas enteras.
—Debería arrancarte la lengua —gruñó Tezzeret.
Baan enarcó una ceja cuidadosamente y se estrechó las manos en la espalda. Moduló la voz para usar un tono de curiosidad educada.
—¿Por qué razón?
Los orificios nasales del Gran Cónsul se fueron dilatando a medida que de su boca surgía una retahíla de obscenidades. Vulgares, algunas incluso impactantes, pero carentes de vivacidad creativa. Tampoco era un acto para el que mereciese la pena buscar cierta distinción personal, supuso Baan. Por encima del hombro de Tezzeret, vio que un oficial del puente se encogía y hundía la cabeza entre los hombros.
Cuando el Gran Cónsul concluyó su arrebato de improperios, Baan volvió a prestarle atención y le habló en voz baja, para que nadie más pudiera oírle.
—Admito que sus reprimendas son eficaces para mantener a esta tripulación disciplinada y despierta. A mí, por contra, no me impresionan.
La furia desapareció del rostro de Tezzeret tan abruptamente como si nunca hubiera estado ahí. Sus ojos fríos y calculadores se endurecieron hasta convertirse en diamantes refulgentes. Hacía un momento, el Gran Cónsul no le había parecido peligroso. Ahora, en sus ojos había un brillo que delataba sus ansias de estrujar algo hasta que crujiera, se resquebrajara y se retorciera... y de mantenerlo en ese punto solo para ver qué haría entonces.
Un lado de su boca se torció hacia arriba, aunque Baan no podía imaginar qué clase de humor tenía aquel hombre.
—Necesito el control de la planta de éter —dijo el Gran Cónsul con su voz normal—. Te pagamos para que detectes fallos. Haz tu trabajo. Encuentra una manera. Y no tardes.
Baan tomó aire lentamente. Tenía un plan desde hacía diez horas, pero ninguna persona con autoridad le había prestado atención.
—Si me lo permite... —dijo volviendo la vista hacia la mesa de planificación. El Gran Cónsul asintió secamente.
Baan se inclinó sobre la mesa y manejó los controles. La mayoría del paisaje mecánico regresó al interior de la mesa, excepto las zonas próximas a la planta de éter. Las barricadas de los renegados, señaladas con alfileres oscuros, formaban una muralla amenazadora e irregular a lo largo de las curvas suaves de calles, ferrocarriles, canales y tuberías de éter. En la propia planta de éter había un cúmulo de alfileres y seis figuritas mecánicas de latón, marcadas con banderas de colores distintos. Baan señaló el despliegue renegado alrededor de la planta de éter.
—La mayoría de sus fuerzas se concentran en las instalaciones. Un asalto directo sería... una calamidad. La líder renegada dirige el emplazamiento en persona.
—Pia Nalaar —dijo el Gran Cónsul cerrando la garra metálica para formar algo parecido a un puño.
—Correcto —confirmó Baan. Pia Nalaar, esposa de Kiran y madre de Chandra. Se había dado por muertos a los tres hacía doce años y siete meses. Baan se había sorprendido al descubrir que las dos mujeres estaban vivas y había revisado los registros, pero seguían tal como los recordaba. Lugar de defunción: Bunarat. Causa de la muerte: incendio provocado. Testigos: capitán Dhiren Baral.
Baan operó los controles y un foco apuntó hacia una sección de los emplazamientos renegados: el fino cuello que unía la planta de éter con los barrios que controlaban.
—Esta concentración de fuerzas en la planta de éter hace que sus líneas de conexión estén peor defendidas. Si presionamos desde ambos flancos, podremos rodear por completo la planta de éter.
Tezzeret se apoyó en la mesa con ambas manos y observó detenidamente los alfileres negros que representaban a los defensores renegados.
—Nada de sitiarlos, Baan. A cada minuto que pasa, nuestros autómatas y vehículos se quedan sin éter. Solo con abastecer a los mecatitanes...
—Preveo que este ataque hará que envíen defensores desde la planta para conservar la línea de conexión. El artífice de su estrategia defensiva muestra indicios de pensar... bidimensionalmente. Considero probable que se trate del... De nuestro conocido, el señor Jura. —Tezzeret enarcó una ceja al notar el desliz y echó un vistazo al personal de mando. Si alguien había advertido el lapsus, no dio señales de ello.
»Según mis conocimientos, anteriormente era comandante de infantería. Dudo que tenga mucha experiencia enfrentándose a oponentes que dispongan de movilidad aérea. —Accionó un regulador y una serie de alfileres negros en los cruces de las calles se elevaron sobre el resto—. Estas barricadas están formadas por vegetación. Con toda seguridad, son obra de su cómplice, la elfa Nissa.
Los largos dedos de Baan manejaron los controles como si de un citarista se tratara, poniendo en marcha las legiones de figuras.
—Sus defensas se concentran en ese perímetro, con reservas en la planta de éter. Nuestra ofensiva en pinza... —Las figuritas mecánicas presionaron los alfileres negros en el cuello de las posiciones renegadas— atraerá a esas reservas. —A continuación, los alfileres agrupados en la planta de éter se desplazaron hacia el lugar del ataque—. Y entonces...
Un escuadrón de tópteros en miniatura cobró vida en la cubierta de la réplica del Soberano Celeste. Entonces revolotearon sobre la mesa y se dirigieron hacia la maqueta de la planta de éter. Baan asintió con satisfacción y se apartó de los controles.
—Transportes cargados con inspectores. Estoy razonablemente seguro de que un despliegue por aire tras las líneas renegadas pillará desprevenido al señor Jura. Aterrizaremos en los pisos superiores y nos abriremos camino hacia abajo. Si las cargas etéreas cegadoras o aturdidoras no bastaran para incapacitar a los defensores, lo más eficaz sería emplear artilugios explosivos. Pocos renegados utilizan armadura y el riesgo de que la metralla dañe la planta de éter es bajo.
—Quién lo diría, Baan —valoró Tezzeret volviéndose hacia él con el cuello ligeramente inclinado y una mirada de aprobación—. Es una idea inusualmente sanguinaria. No me lo esperaba de ti.
—Este plan se fundamenta en la prontitud y el elemento sorpresa —contestó él con frialdad—. Si los renegados se niegan a retirarse o rendirse, debemos quitarlos de en medio, ya que un retraso les permitiría reorganizar sus fuerzas y enviarlas contra nuestras tropas. En esta situación, las bajas son inevitables. Mejor que se produzcan entre los activistas que entre nuestros funcionarios.
—¿Puedes asegurarme que esto saldrá bien? —preguntó el Gran Cónsul con una sonrisa de satisfacción.
—Por supuesto que no —contestó Baan frunciendo el ceño—. Solo puedo elaborar predicciones basadas en la información que poseo. Estimo que la probabilidad de éxito es de un ochenta y cinco por ciento.
Tezzeret tamborileó con los dedos normales en el borde de la mesa y se apartó de ella. Hizo un gesto descuidado hacia la maqueta de la planta de éter y las figuritas con banderas de colores.
—¿Qué hay de nuestros conocidos, Baan? Complicarán las cosas.
—Calculo que cada uno equivaldría a entre doce y treinta inspectores, dependiendo de sus habilidades y entrenamiento por separado. Por suerte, he tenido la oportunidad de valorar sus carencias. La más relevante es su liderazgo dividido. Gideon y Jace se consideran los líderes generales. Además, el señor Beleren posee ciertas...
—Conozco sus debilidades. —Los dientes de Tezzeret asomaron momentáneamente en una expresión carente de humor, como la de una cobra al olfatear el viento.
—Por otro lado —prosiguió Baan—, ninguno de los dos confía plenamente en Liliana. Asimismo, ella siente poca estima por Gideon. Su aprecio por Jace es más difícil de definir; se trata de una mezcla extraña de actitud protectora y menosprecio. Si se le preguntara al respecto, sospecho que ella misma sería incapaz de explicarlo.
»Al margen de su problema de liderazgo, la mayor debilidad del grupo es la hija de la líder renegada. Es fácil provocarla para que actúe imprudentemente, lo que hace que los demás se comporten de forma sobreprotectora con ella, en especial Gideon y Nissa.
El Gran Cónsul tiró hacia abajo de un tubo acústico entre la maraña que pendía del techo.
—Señor de la sumisión Baral, al puente de mando. Ahora mismo —bramó al tubo. Baan sintió las palabras reverberando por las paredes de la nave.
»Tu plan es aceptable. —Tezzeret examinó su brazo protésico y lo recorrió con un dedo. Al tocarlo, el metal imposible fluyó como el agua—. Pero voy a mejorarlo ligeramente. Las Nalaar tienen otros puntos débiles.
—Siento curiosidad por algo —se atrevió a decir Baan—. ¿Qué significan los tatuajes que luce usted en la frente?
Los ojos de Tezzeret miraron a Baan de arriba abajo, estudiando su actitud escrupulosamente neutral.
—Son para recordarme una deuda. —La comisura de sus labios se torció hacia arriba, pero el gesto no era una sonrisa—. Dime una cosa, Baan. ¿Qué defectos percibes al observarme?
—A ese respecto —respondió Baan tras una breve pausa—, considero prudente guardar mis conclusiones para mí mismo.
—Veo que no eres imbécil —dijo el Gran Cónsul con una risa adusta.
Baan supuso que aquello era lo más parecido a un elogio que cabía esperar de Tezzeret.
Baral entró con estrépito en el puente de mando, completamente equipado para el combate y con su yelmo bajo el brazo. Se detuvo delante de Tezzeret y Baan y realizó un saludo superficial.
—Aquí estoy, tal como ordenó. —Y tras un silencio—. Señor.
—Te enfrentaste a las Nalaar en el pasado —dijo el Gran Cónsul.
—Así es. —Poco a poco, una sonrisa desagradable se extendió por el rostro de Baral, convirtiendo su mejilla quemada en un yermo de riscos y cañones.
—Informaste de que toda la familia había muerto —terció Baan.
Los ojos del inspector jefe se entornaron. Lanzó una mirada a Tezzeret, quien, inusualmente, no dijo nada.
—El incendio que provocó la niña fue un caos —contestó Baral finalmente—. Encontramos a la madre entre los supervivientes después de dar parte.
—Ya veo —comentó Baan neutralmente—. Me inquieta que eso no se reflejara en el informe.
—El papeleo es cosa tuya, ministro —gruñó Baral—. Yo trabajo para ganarme la vida. Si pasaras un día en las calles, verías que...
—Baral —interrumpió Tezzeret—, quiero que las distraigas.
Los ojos del inspector jefe pasaron repetidamente del uno al otro y el desconcierto retorció su gesto.
—¿Cómo ha dicho, señor?
—Provoca a las Nalaar. Aléjalas de la planta de éter central. A ellas y a la mayor cantidad posible de sus aliados.
Baral se rio por su media nariz arruinada.
—Será pan comido. Y después, ¿qué?
—Haz lo que quieras —respondió Tezzeret con un gesto de indiferencia.
—¿Lo que quiera? —El inspector jefe arqueó la ceja que conservaba.
—Son un grupo de traidores, Baral. —El Gran Cónsul entrechocó los dedos metálicos—. Magos con antecedentes violentos. Si se niegan a rendirse... —dejó en el aire con un semblante impasible.
Baral se irguió y un canino asomó entre sus labios. Baan no supo decir si era una sonrisa o una mueca de desprecio.
—Entiendo. No podemos permitir que ningún mago peligroso ande suelto. —Se giró para ponerse en camino.
—Lleva a toda tu brigada contigo —añadió Tezzeret—. Y al ministro Baan.
Baral gruñó y se puso el yelmo con un gesto brusco.
—Hangar siete, ministro —dijo con la voz amortiguada—. Partiremos dentro de diez minutos. —Y entonces se marchó dando pisotones, con los pies calzados en metal retumbando en el suelo del puente. Cuando se marchó, Baan se dirigió al Gran Cónsul.
—Explíquese.
—Baral es un perro de presa —argumentó Tezzeret volviendo a observar la mesa de planificación—. Tú serás su correa. Déjale morder, pero no perseguir.
Tenía lógica, en cierto modo. Baan cargó su peso sobre la otra pierna.
—¿Qué hay de mi plan?
—Supervisaré la operación. Tranquilo —dijo Tezzeret con una sonrisa desagradable—, te atribuiré el mérito tanto si triunfa como si fracasa. —El Gran Cónsul se encorvó sobre la mesa de planificación y su garra arañó dos delgadas líneas en el latón pulido.
Mamá estará arriba, supongo.
Allí han ido todos los otros mandamases: Gonti, Kari, Saheeli y seguro que algunos otros con nombres que no terminan en i, para variar. Está en modo "líder renegada" total, así que ahora mismo no es mamá. Es una ingeniera resolviendo un problema. El piso superior está lleno de genios planeando cómo patear al Consulado en las partes nobles.
Se me escapa un bostezo. Otra noche sin apenas dormir. Desde que empezó la opresión, son todo llamas y gritos, pesadillas como las que tenía en la Fortaleza Keral.
Echo un vistazo a Ghirapur desde aquí arriba e intento ubicar los lugares que recuerdo vagamente. Estoy en casa, pero alguien ha movido todos los muebles.
No consigo encontrar el depósito de agua al que solía escalar. Recuerdo que era el sitio más alto de todos. Mis amigos y yo veíamos las carreras aéreas desde el tejado. A mediodía, las oficiales y aburridas, y por la noche, las de los niños mayores, que sobrevolaban las calles chillando hasta que aparecían los agentes del Consulado. A veces pasaban justo por encima del depósito, o alrededor, y tenía que taparme la nariz cuando me llegaba el olor a éter quemado.
Ahora, todo es más alto. Las paredes de piedra blanca y los tejados planos por los que corría han desaparecido bajo el latón, los colores turquesa y las filigranas, todo muy reluciente bajo el sol de mediodía.
El viento huele a mil millones de almuerzos, polvo, metal y éter. En las calles, más allá de nuestras barricadas, los panharmónicos del Consulado siguen atormentándonos con la Marcha nupcial del gremlin puesta en bucle y a ritmo acelerado. Ayer la dejaron toda la tarde y, cuando salió la luna y entendió que el estruendo no pararía, Nissa se echó a llorar y se tapó las orejas con las manos.
No sabía cómo ayudarla. Quería hacerlo, pero mis manos no paraban quietas, revoloteando a su alrededor como un pavo real, y probablemente volví a decirle alguna idiotez.
Al final, Jace se sentó con ella. Hablaron un minuto y los ojos de él empezaron a brillar. Nissa se acurrucó junto a unas plantas decorativas y no despertó hasta que el sol le dio en la cara.
Echo de menos a mamá.
La eché de menos durante mucho tiempo, pero lo superé. Doce años son demasiado tiempo como para seguir dando tumbos, hecha un manojo de nervios. Tiene gracia, porque seguro que todos creen que siempre soy un manojo de nervios, pero durante dos años no pude ni respirar con normalidad.
Ahora, mi madre ha vuelto y está en alguna parte del piso superior, solo un poquito lejos de mí. Está muy ocupada librando una guerra y solo la veo, o más bien la oigo, cuando viene a taparme con una manta. Probablemente crea que estoy dormida porque es muy tarde cuando sus reuniones terminan, pero siempre estoy despierta, de espaldas y con la cara hundida en la almohada, conteniendo el aliento y esperando a que venga a sentarse en el borde del catre.
Pero nunca lo hace y ya no puedo aguantarme.
Quiero que me abrace como hizo en la arena. Que me hable más de diez minutos seguidos de algo que no sea el Consulado, que pellizque mis mejillas paliduchas y me regañe cuando me tuesto al sol, porque a ella no le pasa. Quiero oler aceite derramado y quemaduras eléctricas en su abrigo. Quiero que me haga trenzas en el pelo, como hacía antes de que se me ocurriera cortarlo con las tijeras de podar aquel verano que hizo tantísimo calor. Recuerdo bajar del tejado llena de orgullo y disfrutando de la brisa en la nuca, hasta que mamá me vio y se echó a llorar. Entonces sacó las viejas tijeras de la nani Jalbala y me igualó el pelo, y me dijo que me quedaba de maravilla y que parecía una auténtica adulta.
Quiero decirle lo que he conseguido, lo que he hecho con mi vida, porque ella solo conoce a la Chandra que siempre lo fastidia todo.
La última vez que me vio antes de separarnos, también lo fastidié todo. Atraje al Consulado hacia nosotros.
Hice que matasen a papá.
¿Será eso? ¿Me culpa por ello? ¿Por eso no quiere hablarme? Yo lo haría si estuviera en su lugar. Yo misma me culpo.
Eso es lo que me enseñó el Fuego Purificador, allá en Regatha. La última vez que tuve pesadillas. Pensaba "soy la responsable, lo he provocado, la he fastidiado y he hecho que mataran a todos". Papá. Los aldeanos. Mamá. Por eso dejó de quemarme su frío. Por eso el siseo de las llamas susurró: "Puedes ser perdonada". Pero yo nunca me lo he perdonado.
Aparte, aquel fuego era un chiste. Ni siquiera podías tostar nueces en él.
El suelo cruje detrás de mí. Oigo pasos. Me limpio los ojos, porque ¿y si es alguien que no me conoce? O peor, alguien que me conoce.
¿Y si es Nissa?
No he pensado sobre lo que hice en Rávnica. Cada vez que empiezo, me entran ganas de hacerme un ovillo y esconderme debajo de una manta. Siempre ha sido amable conmigo y yo fui y... "Es solo que... No me has quitado los ojos de encima". En ese momento la vi morir un poco por dentro.
Mis mejillas y mi pelo se encienden. Apago las llamas con unas palmadas. Los pasos se acercan, más despacio.
Entonces llegamos aquí, a Kaladesh, y lo único que hice fue gritarle acerca de mi madre. Ni siquiera me preocupé por Nissa. Para empezar, ¿por qué vino después de que yo la incomod...?
Ay, mierda. La abracé mientras buscábamos a mamá. Dos veces. Lo hice sin pensar, para variar. Y eso que sé cómo se crispa con que simplemente la rocen. Debió de ponerse hecha una furia por dentro. Soy una pedazo de...
—¿Chandra? —Es una voz de grandullón, grave y dubitativa. Menos mal.
—Hola, Gid.
Se inclina sobre la barandilla a un brazo de distancia, apoyándose en sus enormes y musculosos antebrazos. En esa postura, sus ojos quedan a la altura de los míos.
—¿Qué tal estás?
Echo un vistazo a las calles. Salvo por los panharmónicos, todo está vacío y en calma. Unas cien mil personas se refugian en sus casas, aguardando a que amaine el temporal. Una brisa cálida me aparta los cabellos de la frente.
—Bien, bien...
—Chandra, sé que... —Se le escapa una pequeña exhalación, mitad risa y mitad suspiro—. Sé que voy a meterme donde no debo. Lo entiendo. Y lo siento. Has pasado por muchos sobresaltos emocionales. Venir a tu hogar. Encontrar viva a tu madre; eso ha sido un sobresalto positivo, pero sigue siendo algo que asimilar. Luego el hombre que... Luego un hombre intentó matarte. Ahora tu hogar se ha sumido en una guerra civil. Es más de lo que nadie debería vivir en dos meses.
—¿Me estás diciendo que estoy inestable o algo así? ¿Es eso? —¿Me tiemblan las manos? Me tiemblan las manos. Estaos quietas, condenadas.
Siento los ojazos compasivos de Gideon en el hombro. Su voz se vuelve aún más baja.
—Lo que quiero decir es que... —murmulla durante el estribillo acelerado de la Marcha nupcial del gremlin— tú sientes las cosas muy profundamente. Esa es una de las cosas que... Una de tus grandes cualidades. Si necesitas a alguien con quien hablar de todo esto, o para desahogarte, estoy aquí, ¿vale? Cuando sea.
Pero qué sincero es. Esa parte de él me gustó en cuanto nos conocimos. Bueno, después de que terminase de enfadarme con él. Gid es un sincero, mandón, amable, sermonero, atento, molesto y entrañable sosaina. Con músculos en todo tipo de lugares interesantes. Y con ojos de un millón de colores, como un paisaje de... de algún pintor que tenga mucho arte para los paisajes. Y con esos abdominales en los que podrías partir nueces y que me hicieron pasar cerca de medio año pensando en acariciarlos, cosa que él no sabe.
Parece que haya pasado una eternidad. ¿En serio que solo tenía diecinueve años? O sea, ¿era una cría? Me pregunto cuántos tenía él. O cuántos tiene ahora. Cualquier opción me vale. Puedo hacer las cuentas; mi madre es ingeniera.
Bostezo otra vez, con tanta fuerza que mis ojos lagrimean.
—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? —le digo sin saber por qué, mirándolo de reojo a través del pelo.
Gid levanta la cabeza súbitamente y abre la boca, pero se contiene y asiente.
—Lo recuerdo muy bien.
—Últimamente he pensado en ello.
—¿Por qué? —pregunta mientras mira hacia las calles.
—Vuelvo a tener pesadillas. —Giro la cabeza en dirección al viento y los ojos empiezan a picarme.
—Entiendo —comenta él intentando parecer relajado, pero se inclina incómodamente sobre la barandilla y se rasca el mentón—. ¿Como la que tuviste en...?
—En Diraden, sí. —Diraden, donde la noche era eterna y dormimos en un catre que olía a moho, en una aldea de mala muerte y llena de babosos. Desperté sudando, resollando y apretando los dientes para no chillar por culpa de otro sueño sobre el incendio de Bunarat. Y sus enormes brazos me envolvieron, manteniéndome despierta en aquel presente horrible y no en la pesadilla del pasado, y no me soltaron hasta que mis temblores cesaron.
—Lo siento —se disculpa en voz baja, sonrojado mientras mira al suelo—. No debería haberlo hecho. Al menos sin preguntarlo antes. Pero me desperté y estabas... sufriendo.
—Pues sí, lo estaba. —Le pego un puñetazo en el brazo, pero no siento que le haya dado fuerte. Es más bien un golpecito. Al menos no he fallado—. Y si no me hubiera parecido bien, ten por seguro que te lo habría dicho. Y luego te habría prendido fuego.
—Me preguntaba por qué pareces agotada últimamente. —Arranca un trozo de pintura que se está despegando de la barandilla. El copo se desprende y sale volando con el viento—. Hace años me dijiste que procedías de un lugar donde la magia era ilegal, sobre todo la piromancia. Que tu familia había tratado de ocultarlo. Que eras responsable del incendio de una aldea y de la muerte de tus padres. Me contaste... —Busca las palabras—. Una sombra de la verdad.
Mi cerebro recupera recuerdos antiguos, nublados y llenos de agujeros. Una celda oscura, iluminada solo por una luz trémula como el reflejo de la luna en el agua, que me impedía usar la magia. "Enfréntate a las cosas que hiciste", dijo él, "y acepta el peso de la responsabilidad por tus actos. Sin mentiras ni excusas. ¿Qué hiciste para que ahora cargues con esos fantasmas?".
Por un momento, regreso a esa celda y me siento asqueada, avergonzada. Me pregunto si podría vomitar en algún cubo y, si no, hacia dónde podría apuntar para no darle en las botas.
—No te conocía, Gid. No lo suficiente, todavía. Todo lo que dije era verdad, pero no era toda la verdad. Te conté las partes importantes. El incendio. Los gritos y... y los olores, las sensaciones. Que había sido culpa mía. Q-que todos habían muerto por mi culpa. —Carraspeo para disimular el quiebre en mi voz, que él probablemente haya notado, aunque no diga nada, porque así es Gideon. Me froto la nariz con una mano temblorosa, sorbo y me la limpio con la bufanda.
Gid suspira y acerca una mano a las mías en la barandilla. Sin llegar a tocarlas. Solo... la ofrece. Una parte de mí quiere estrecharla y aferrarse a ella.
—Lo que admitiste debió de ser suficiente —comenta—. El Fuego Purificador quería que la gente aceptara su responsabilidad. No hacía falta ser excesivamente meticuloso. —Hace una pausa—. Al menos, eso es lo que me decían. Yo no pasé por él, como hiciste tú.
Esbozo una sonrisa y levanto una mano para revolverle el pelo. Tengo que ponerme de puntillas para hacerlo y, la verdad sea dicha, no resulta fácil hacerlo cuando llevas botas blindadas.
—Un buenazo como tú no habría tenido que preocuparse por nada.
—Ojalá fuera cierto. —Gid me lanza una mirada, sus brazos se tensan y entonces baja la cabeza como un cachorrito avergonzado—. Soy responsable de cosas que no puedo compensar.
Me acerco la mano a la nariz y finjo frotarla para contener un estornudo. Mis dedos tienen el olor de su cabello. De hierbas que no crecen aquí. ¿Así es como huele el viento en Theros?
—Pues yo volé por los aires un museo —digo sin pensar. ¡¿CÓMO?!
—¿Cómo? —Gid se vuelve hacia mí con los ojos como platos.
—¡Yo no quería! —No intentes escurrir el bulto ahora, Chandra—. Fue cuando nos conocimos. En Kephalai. ¿Te acuerdas? El Santuario de las Estrellas. Cuando intenté robar el Pergamino del Dragón. Me entregaste a las autoridades por ello. La prisión, los tíos con cabeza de serpiente y todo eso.
La cara de Gid empieza a crisparse. ¡Epa, no, mejor no sigas por ahí, para el tóptero!
—Pero tenías razón —intento recular—. Como dijiste, estaba haciendo daño a personas inocentes. A-aunque no sé qué decir de los guardas. No me fío de los guardas. Ya no, puede que nunca lo haga. Pero el Santuario estaba lleno de gente y...
Cuando las paredes se vinieron abajo, pensé en toda la gente que había visto dentro. En las abuelas que señalaban los expositores y decían "me acuerdo de eso", "en mis tiempos..." o "te voy a contar una historia graciosa", igual que solía hacer la señora Pashiri, y en los niños que resoplaban y no paraban quietos, buscando un lugar donde jugar que no estuviera desgastado y cubierto de polvo, sino lleno de luz y cosas imposibles. Las piedras se desmoronaron sobre todos ellos. Fue culpa mía. No quise hacerlo, pero fue culpa mía. Otro desastre.
—Chandra... —Debo de haber estado callada mucho rato, porque Gid ha decidido acercarse y esta vez sí que estrecha mi mano entre la suya. Es cálida y seca, endurecida con callos viejos—. No tenías intención de hacerlo.
—Pero lo hice, Gid. A veces estoy bañándome y el recuerdo aparece de la nada. Me avergüenzo y me llamo "imbécil", en voz alta, y luego me hundo en el agua. Y, bueno, normalmente convierto el baño en una sauna... —¿Cuándo fue la última vez que me bañé? Después de las últimas semanas, debo de apestar peor que un herrero trasgo—. Tú eres de los pocos que...
—Te entiendo. —Retira la mano y se la pasa por el pelo, alisando los que le había despeinado. Me entran ganas de revolvérselo otra vez—. No pensaste en ellos en ese momento. Ahora lo haces. Que ahora lo lamentes... significa que has madurado. Y que eres una buena persona. En el fondo.
Me giro y camino por la plataforma. Junto a las escaleras hay una maceta con jazmín en flor. Arranco un pétalo blanco y le doy vueltas entre los dedos.
—Significa que soy una calamidad, Gid.
Toma aire y hace otra mueca.
—A veces, sí. Lo siento. Pero siempre... te esfuerzas al máximo. Eso no siempre ayuda, pero importa. Significa que puedes enmendar tus errores.
—En fin... —Retuerzo los labios. El pétalo se me escapa entre los dedos y el viento se lo lleva—. La cuestión es que, hayas hecho lo que hayas hecho, no puede ser tan malo como todas las cosas que yo he hecho, y si el Fuego Purificador me dejó salir, alguien como tú, que piensa tooodo el rato en las cosas que hace, no tendría problema, y si el Fuego no se hubiera dado cuenta de eso, entonces sin duda que sería un chiste, y me alegro de haberlo destrozado. —Las palabras dejan de salir de mi boca y tomo aliento.
—¿Esa era la cuestión? —me pregunta, dubitativo.
—A lo mejor no lo era cuando empecé a hablar, pero ahora lo es. —Me cruzo de brazos y le pongo una cara falsa con el ceño fruncido—. Pero bueno, ¿te sientes mejor o no?
Gid pestañea un par de veces y entonces suelta una carcajada sonora y grave.
—La verdad es que sí. Gracias. —Se aparta de la barandilla y levanta la vista hacia la torre—. Pero debería volver arriba y ver cómo marchan las defensas. Si necesitas cualquier cosa, no tienes más que pedírmelo, ¿vale?
Necesito a mi madre. Necesito sentarme junto a ella, sentir los golpecitos de su brazo, hombro y cadera mientras come con una mano y garabatea ecuaciones con la otra. Necesito comer su methi thepla casero, aunque siempre se le queme un poco. Necesito descansar apoyando la cabeza en su hombro. Necesito sentir sus brazos rodeándome después de tanto tiempo.
—¡Espera! —le suelto a Gid, que ya se ha alejado unos cinco pasos—. Es una tontería, pero necesito un... un abrazo. Si no te importa. Vale, sé que suena raro. He pensado en el poco tiempo que he pasado con mi madre, ni siquiera diez minutos, y...
—Chandra.
—No tienes por qué hacerlo. Los abrazos son un tema superpersonal, claro. O sea, me salvaste la vida y tal, pero eso no fue un abrazo. Cualquiera salvaría a cualquiera, eso es algo que hacemos todos. Bueno, Lili tal vez no. Además, yo te salvé después, así que eso ya no cuenta y...
—Chandra.
—Y sé que pedir que te abracen no es lo normal. Se supone que los abrazos se dan. Hay momentos en los que miro a alguien y siento una especie de gravedad o algo así. Es algo que simplemente sé, pero no sé, ¿sabes? Perdona. Esto está saliendo fatal y...
—Chandra.
¿Ya estoy temblando otra vez? Aprieto los dedos temblorosos. ¿Qué demonios te pasa, Chandra? Trago saliva, me froto los ojos y me vuelvo hacia Gid. Ahí está él, con los brazos bien abiertos y una sonrisa en la cara. Sus dedos se cierran y se abren un par de veces, como diciendo "ven aquí, tontaina".
Vale. Ahora tengo que evitar hacer el ridículo. Acércate despacio, Chandra, como si no impor... ¡Uy! Ya estoy pegada a él, con los brazos estrechándole la cintura. Estoy segurísima de que no he corrido a abrazarlo, así que debo de haber aprendido a teletransportarme.
Vaya pedazo de hombretón. Mi cabeza entera cabe debajo de su mandíbula. Huele a sudor y aceite, a la mugre después de haber pasado un largo día levantando cosas.
Me hundo en sus brazos como un cachorrito, apoyo una mejilla en su pecho y cierro los ojos. Su corazón bombea al lado de mi oreja. Me envuelve completamente, con armadura y todo, y su respiración me hace cosquillas en la cabeza.
Hacía mucho tiempo que nadie me abrazaba de esta manera. Si Gid lo hubiera hecho hace cuatro años, habría conseguido que me hormiguearan todos esos sitios que tanto me gustan. Ahora simplemente noto...
Seguridad.
Oigo un suave repiqueteo de porcelana.
Abro un ojo, echo un vistazo por encima de un bíceps y... OH, MIERDA.
Empujo a Gid para apartarlo, pero es tan grande que salgo despedida hacia atrás. El pobre se queda boquiabierto y retrocede un paso, mirándome con angustia. No, Gid, tú no has hecho nada malo.
—No pretendía interrumpiros.
Nissa deja un plato de curry de berenjena y patata en un banco, cabizbaja, deslizando la porcelana sobre el acero con sus dedos largos y cuidadosos. En el pliegue del codo trae un mango enorme y bien maduro. Su trenza se mece con el viento.
—No pasa nada. —Tanteo en busca de la barandilla y la agarro para equilibrarme—. Solo estábamos hablando y...
—Entonces, no os preocupéis por mí. —Arranca el tallo del mango (¿estaba creciendo en su ropa?) y lo coloca junto al plato—. Te he traído esto por si tenías hambre. —Se yergue y me mira directamente, tranquila, con las manos estrechadas por delante. Un millón de años de verde en suspense.
PESTAÑEA. RESPIRA. No fastidies esto. Ten una conversación normal con ella.
—Gid ha venido a ver qué tal estaba y nos hemos puesto a hablar de la vez que me arrestó por cargarme un museo —LO ESTÁS FASTIDIANDO—, pero en realidad él no quería y acabamos en un plano donde luchamos contra un vampiro asqueroso que se las daba de caballero y luego me he puesto a pensar en mi madre y...
—Cuéntamelo en otro momento, si quieres. —Nissa baja la mirada y sus pestañas se abaten—. Disculpad. —Se da la vuelta, rodeada de la planta de jazmín. Todas sus flores se han vuelto a cerrar, herméticas y verdes.
¿Cómo es posible que siga estropeando las cosas de esta manera? ¿Calcinar bicharracos en Innistrad? Pan comido. ¿Hablar con Nissa? Catástrofe total.
Esa mano que se va a apoyar en su hombro y a sobresaltarla no es la mía, ¿verdad? Porque sé que no le gusta nada que la toquen.
—N-no te vayas —balbuceo—. O sea, estás molesta. Yo te molesto.
—No —responde con cuidado, tanteando la palabra—. No. Hay... muchas cosas que no entiendo, pero no estoy molesta contigo, créeme.
Levanta una mano hacia el hombro y separa amablemente mis dedos al rojo vivo. Los suyos son fríos y huelen a fruta estival, hogueras en el anochecer y la lluvia en el crepúsculo. O quizá sea solo mi imaginación.
—No te preocupes —añade.
—¡CHANDRA NALAAR!
Seguro que nuestro sobresalto ha sido ridículo.
Debería estar más preocupada por haber incomodado a Nissa al rozarle el brazo cuando me he dado la vuelta, pero estoy demasiado ocupada buscando con la vista entre las calles de Ghirapur porque la Marcha nupcial del gremlin por fin ha dejado de atronar y conozco esa voz.
—Sé que puedes oírme. —Una voz cavernosa, amplificada y metálica reverbera entre la piedra y el metal de los alrededores.
—¿Quién es? —pregunta Gid, que se pone a mi lado y otea los tejados resplandecientes frunciendo el ceño. Sus espadas-látigo se desenroscan como serpientes.
Intento decir "Baral", pero mi garganta está llena de bilis.
—Me asalta una duda. ¿Has contado la historia a tus amigos? ¿La de cómo causaste la muerte de tu padre? ¿La de cómo hiciste que encarcelaran a tu madre durante cinco... largos... años?
Todo se vuelve blanco. Mis ojos sueltan chispas. Me da igual.
—Tu madre y yo hablábamos todos los días. Vaya si lo hacíamos. Le recordaba todo lo que habías hecho. Todos los días. ¿No te lo ha dicho?
¿Mamá?
—A lo mejor le da demasiada vergüenza.
¡No!
—Algunos días rompía a llorar. Cuando le describía cómo tus llamas acabaron con tu padre. Cómo murió gritando, con la piel calcinada y crepitante. Cómo murió maldiciendo que nacieras.
—¡ES MENTIRA! —Un grito chirriante y desgarrado. La voz de una niña de once años.
Gideon grita señalando hacia lo alto de la torre. Algo sobre observadores y tópteros, no sé. Un relámpago estalla por encima de mí y varias nubes de polvo se levantan sobre los tejados al otro lado de la calle.
—Cuánta gente murió aquel día, pequeño monstruo. —Baral suelta una carcajada.
—Lo voy a matar. Voy a reducirlo a cenizas. —Las palabras salen como un siseo entre dientes apretados, caen como las estrellas de mis ojos.
—Eso es lo que él pretende. —Lo único que puedo oír aparte de los truenos de mi corazón es la voz de Nissa. ¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué ha elegido quedarse?
—No puedo ignorar esto. —Mis puños están apretados, refulgiendo, envueltos en llamas—. No intentes detenerme. No permitiré que...
Por el rabillo del ojo, veo su mano acercarse a mi hombro, sin llegar a tocarlo.
—Lo sé —asegura—. Permaneceré a tu lado.
—¡Estad alerta! ¡Esto podría ser una distracción! —gritó Gideon a las plataformas superiores. Entrecerró los ojos, cegado por el sol de mediodía, hasta que distinguió los gestos de confirmación. Entonces se giró—. Chandra, tú ve a...
Había desaparecido.
En medio de la estruendosa carcajada amplificada, oyó el ruido de sus botas bajando las escaleras, el chirrido de metal contra metal cuando resbalaba al doblar esquinas demasiado rápido, lanzando maldiciones.
—¡Tendrías que haberla detenido! —Corrió a la barandilla y se inclinó sobre ella.
Nissa aún estaba bajando las escaleras, con un pie en el aire cuando su protesta la sorprendió.
—¿Por qué? —dudó la elfa.
—Porque esto es... —Apretó los puños—. Porque podrían matarla. ¿No entiendes por qué la ha desafiado? La ha provocado para tenderle una emboscada. Chandra no está pensando, solo actuando. Tenemos que... —Su estómago se tensó, apuñalado por un témpano de hielo, suspendido en caída libre. ¿Por qué no había bajado ya la mitad de las escaleras?
—Ella es así, Gideon —opinó Nissa ladeando la cabeza.
Muy por debajo, una estela de llamas rojas saltó al vacío desde la planta de éter, provocando que Gideon sintiera un nudo en la garganta durante los segundos que voló por el aire. Entonces, Chandra aterrizó en un tejado adyacente y se puso en pie, todavía rugiendo maldiciones.
—¡Jura! —llamó una voz desde las alturas, ligeramente arrastrada por el viento—. ¡Los mecatitanes avanzan hacia nuestras posiciones!
—¡Tengo que...! —Tenía que ir tras Chandra, ¿verdad?
Cerró los ojos con fuerza e inspiró despacio el aire cálido del mediodía, centrándose en los olores a aceite y humo. La risa metálica del hombre del altavoz había cesado. Sus pies percibieron que el suelo vibraba y entonces oyó un estampido hueco en la lejanía.
"Llegará un momento, chico", dijo la voz de Hixus hace muchos años, "en el que deberás elegir entre lo que quieres proteger y lo que necesitas proteger".
Abrió los ojos, los bajó hacia la mirada interminable de Nissa y expulsó el aire por la boca, forzándose a convertirlo en palabras que sabían a ceniza.
—Mantenla a salvo. —La elfa asintió y se marchó.
Gideon subió las escaleras a toda prisa y trató de no pensar en los latidos fugaces que había sentido cuando tuvo el privilegio de estrechar un sol diminuto, enloquecedor y precioso contra su pecho.
Las botas de Baral crujieron al aterrizar en la acera y el aire abandonó sus pulmones. En cuestión de segundos, ya se había incorporado y había echado a correr. Todo marcha según lo planeado.
Sin embargo, ya empezaba a reducir el ritmo. Resollaba y las respiraciones parecían puñados de agujas que salían de los pulmones. Nunca había tenido que correr llevando puesta la armadura. Al menos, no más de unas pocas decenas de pasos; los suficientes para acercarse a cualquier mago del tres al cuarto que creía que sus habilidades le daban la ventaja de la distancia.
Se sentía viejo. Pesado. Lento.
Nunca había llegado a recuperar la sensibilidad en el brazo izquierdo. Sí, seguía allí, en el costado, y volvía a obedecerle después de años de dolorosos esfuerzos. Pero nunca había vuelto a saber si sujetaba un arma o una cuchara con la fuerza suficiente. Una vez, en invierno, la manga de su atuendo había empezado a arder por sentarse demasiado cerca de la chimenea de su despacho. No pudo evitar reírse al ver que el tejido cicatrizado se había chamuscado y apestaba. Fue demasiado gracioso como para no hacerlo. Ahora incluso se ponía el yelmo menos que antes, en los años posteriores a que el monstruo le quemase la mitad de la cara. Se había convertido en otra herramienta de intimidación, otra forma de hacer que los magos denunciados se encogieran de miedo ante él.
Ella le había arruinado la vida.
Baral corrió por los callejones: izquierda, derecha, izquierda otra vez, siguiendo el orden que Baan le había repetido por el camino como un condenado. A su alrededor, los edificios dejaron de ser nuevos y limpios y dieron paso a otros de los que se desprendían gravilla y polvo. El sudor le humedeció el cuello y el aliento calentó el aire que respiraba dentro del yelmo.
Detrás de él, la joven Nalaar corría hecha una furia y maldecía obscenidades al azar que resonaban entre las paredes de piedra.
Baral sonrió. Era más alta que la última vez, pero su cerebro parecía igual de diminuto. Seguía siendo propensa a gritar y lanzar puñetazos, cuando lo más prudente hubiera sido actuar con sigilo. Había caído en una trampa tras otra desde que había regresado a su hogar. Por eso sabía que la derrotaría.
Por eso sabía que podría arruinarle la vida.
El lugar para la emboscada había sido sugerencia de Baan. Un laberinto de edificios antiguos junto al río, con paredes de piedra desnuda y patios secos y desgastados por el abandono. No había nada inflamable en los alrededores. Dobló otra esquina, levantó la visera de filigrana del yelmo y gritó hacia atrás sin girarse.
—Todos esos años, tu madre sufrió. Creyó que estabas muerta.
La piromante apareció por un callejón lejano, envuelta en una nube carmesí. Enseñó los dientes justo antes de abrir un puño, estirar un brazo hacia delante y empujar.
El espacio que los separaba estalló en llamas, creando un vórtice que obligó a Baral a equilibrarse para no verse arrastrado a él. Una cortina de fuego blanco y dorado se le echó encima como si fuese el exprés de Aradara.
Baral levantó una mano y los dedos desprendieron un halo azul glacial. Con un gesto de indiferencia, la explosión se evaporó. Las ascuas restantes cayeron sobre la acera, pero no encontraron nada que prender entre el polvo y la piedra.
—¿Y qué hacías tú mientras ella se pudría en su celda? —se burló—. ¿Disfrutar de la vida en otra parte? —Echó a correr por otro callejón después de verla trastabillar por el esfuerzo y maldecir, echando chispas por el pelo.
Mientras la dejaba atrás, Baral sintió que una carcajada de gozo surgía de su estómago, pero no dejó que escapara entre los dientes. Había pasado treinta años reprimiendo las cosas que bullían en su interior.
El aire vibró con el zumbido de los tópteros. Casi habían llegado a su objetivo. Sus tropas lanzarían el asalto rodeando al monstruo, listas para recuperar la...
Cuando dobló la siguiente esquina, patinó hasta detenerse.
El callejón estaba cortado por una pared de zarzas rojas y negras, espinas ganchudas y hojas esmeralda.
"Eso no estaba ahí antes".
Pivotó justo a tiempo para descargar una patada contra el estómago de la cría, que se dobló de dolor y sufrió arcadas.
Baral retrocedió con el impacto y alzó la espada mientras la piromante escupía en el suelo. Las llamas que la envolvían se volvieron de un amarillo febril cuando cargó hacia ella, blandiendo el arma.
La cría interceptó el golpe con un antebrazo blindado, haciendo saltar chispas cuando el metal se deslizó sobre el metal.
El brazo izquierdo de la mocosa estalló en llamas y lanzó un puñetazo... que falló por mucho, pasando por detrás de él.
Estuvo a punto de mofarse.
Entonces, la piromante escupió bilis en el suelo y bajó el hombro izquierdo, embistiendo contra la coraza de Baral. Un hueso crujió. La cría contuvo un grito de dolor.
Baral tropezó hacia atrás y se encontró con una pared abrasadora.
"¡Ha quemado las plantas!".
Con el brazo izquierdo, se arrancó la capa en llamas de las hombreras y la arrojó al suelo.
Tenía que situarse a su espalda. No podía dejar que le hiciera retroceder hacia el fuego.
El zumbido de los tópteros hizo repiquetear la gravilla del suelo.
—¡Jefe! —gritó una voz metálica por un amplificador en medio del alboroto.
La niña apretó los dientes, con chispas arremolinándose en los ojos, y avanzó para embestirle. Pero lo que hizo fue poner una cara de dolor, con los ojos desenfocados. El brazo izquierdo no le respondía.
"Ahí".
Lanzó un tajo con la espada, girando para golpear el brazo inutilizado. Ella esquivó el golpe escabulléndose hacia atrás con demasiado ímpetu. No era una luchadora entrenada. Solo una cría enfadada.
Durante el retroceso, una bola de llamas cobró vida en su puño derecho... y la piromante cayó al suelo, arrastrada por el peso muerto del brazo izquierdo.
Baral sabía cómo afectaba al equilibrio un brazo que no respondía. Sí, lo sabía muy bien.
Las sombras de los tópteros pasaron sobre él mientras enarbolaba la espada. El metal se había forjado para resistir el calor, pero pasar a través de las llamas amarillas y blancas de la niña ya lo había dejado incandescente y torcido. Descargó una cuchillada contra el cuello de la piromante.
En pleno descenso, su brazo se detuvo de golpe, inmovilizado.
Levantó la vista hacia él: ¿estaba envuelto en una enredadera en llamas? Ese fue el único desliz que necesitó ella. El fuego que contenía en la mano estalló y los pétalos de llamas lamieron su armadura, chamuscándolo a través de la máscara.
Giró la cabeza y pestañeó para evitar el humo y tosió una risa. Por el olor dentro del yelmo, acababa de perder la otra ceja. La niña se apartó reptando sobre la espalda, gimiendo de dolor al arrastrar el brazo. En lo alto, los tópteros de su brigada descendieron trazando un arco, dejando estelas de vapor blanco en el cielo azulado.
Tres enredaderas treparon por los callejones cercanos, causando una lluvia de escombros. Las plantas atraparon la cabina del transporte en cabeza, inmovilizando una de sus alas. El tóptero viró desequilibrado, con el motor rugiendo, y se estrelló contra la pared de un edificio.
Baral giró la cabeza para protegerse de la explosión. El edificio se derrumbó, levantando una nube de polvo pálido que golpeteó su armadura.
Buscó rápidamente con la mirada entre los tejados. "¡Ahí!".
—¡Al sur, a doscientos metros! —rugió en medio del estruendo, señalando hacia la silueta que había divisado—. ¡La elfa del tejado!
El segundo tóptero viró y desató un arco eléctrico bifurcado. Los relámpagos chasquearon sobre los tejados de la ciudad.
Un muro de tierra negra y vegetación surgió detrás de la elfa y la envolvió en dos enormes manos de madera y roca. Los rayos se disiparon al impactar contra ellas. Entonces, las plantas brotaron y se combinaron para formar una monstruosidad cuadrúpeda que se agazapó para defender a su ama.
Con un rugido, la bestia elemental saltó hacia el tóptero de apoyo. Entretanto, la elfa descendió ágilmente a la calle y corrió junto a la joven Nalaar, que luchaba para ponerse en pie, con los cabellos apagados por el polvo pálido y las mejillas surcadas de lágrimas. Si eran lágrimas de dolor o de furia, eso no pudo distinguirlo. Tampoco importaba.
Esta trampa había fracasado. Si la elfa no hubiera estado allí, habría podido acabar con la piromante, pero... ahora no era el momento de hacerlo. Hizo un gesto al último tóptero y desenganchó su guantelete-espada, arrojándolo sin mirar contra las dos mujeres.
El tóptero descendió hacia las calles, causando una tormenta de tiza pálida.
Baral armó su gancho y apuntó. Baan se asomó por la cabina con el ceño fruncido al evaluar la situación y entonces trastabilló cuando el gancho de Baral se estampó contra la jaula elevadora.
La elfa había llegado junto a la piromante, que dio un traspié hacia ella, con las fosas nasales dilatadas.
—No puedo mover el brazo. ¡No puedo mover el brazo! —gimió con los ojos desorbitados.
—Tranquila —dijo la elfa al tantear el hombro—. Solo está dislocado. Deja que...
La cuerda del gancho se tensó y elevó a Baral mientras la joven Nalaar soltaba un grito de dolor.
Baral trepó a la cabina mientras el piloto les sacaba de allí.
—Que nos envíen un mecatitán y lo manden contra la elfa. ¡De inmediato! —estalló.
Baan le echó un vistazo rápido. Entonces recogió un guantelete-espada de repuesto en una panoplia y lo amarró rápidamente, como si lo hiciese a diario. ¿Cuándo había aprendido a hacerlo?
—Jefe Baral —dijo en voz alta para que se le oyera por encima del ruido del motor—, no tenemos autorización para solicitar...
—Tenemos que aplastarlas —gruñó él. Aferró con la mano muerta la barra del techo y se asomó al exterior, mirando hacia atrás. El otro tóptero iba a ascender, bajando el morro para acelerar hacia...
De pronto, el elemental de la elfa saltó desde las calles y lo abatió de un porrazo.
Maldijo al protegerse de la explosión. ¡Solo es un montón de tierra!
—El Torrencial podría arrasarlo con un chorro.
—¡Nosotros somos la distracción! —insistió Baan.
Baral volvió al interior y se cernió sobre el ministro, mostrándole los dientes. Baan le devolvió la mirada sin inmutarse.
—No tienes sensibilidad en el brazo izquierdo. He hallado tres maneras de utilizar esa desventaja para incapacitarte completamente.
Se miraron fijamente durante varios segundos de tensión.
—Corrijo: cuatro maneras —añadió Baan.
—Está bien... —gruñó Baral.
Dio dos toques al piloto en el hombro y le hizo un gesto circular con un dedo. Mientras el tóptero viraba, Baral recogió un megáfono y se situó junto a la puerta.
La joven Nalaar le lanzó una mirada asesina desde abajo, protegiéndose la cara de la luz de las plantas en llamas. La elfa estaba a su lado, apoyando una mano en el hombro lesionado.
—¿Lo sabe ella, pequeña piromante? —les rugió desde arriba—. ¿Le has hablado de ello? ¿De la aldea que fue pasto de las llamas por culpa tuya? ¿De los gritos de los niños?
El monstruo prorrumpió en un chillido agudo e inarticulado, con el pelo encendido. Una ráfaga de fuego blanco salió disparada hacia arriba.
El tóptero no podría esquivarla a tiempo.
Baral extendió una mano y percibió los hilos rojos que componían las llamas. Clavó los dedos en el tejido, lo tensó y lo hizo pedazos. Las llamas se dispersaron, impotentes.
A su lado, Baan se puso en tensión.
La cría les aulló auténticas barbaridades mientras constelaciones de chispas daban vueltas en la corriente descendente. Al oírla, Baan se apoderó del megáfono.
—Esos dispositivos están diseñados solo para uso externo. Un accidente podría causar graves lesiones en el esfín...
La piromante le hizo un gesto de lo más enfático.
—Mi única intención es velar por la seguridad de todo ciudadano —replicó Baan, malhumorado.
Baral le quitó el megáfono de un manotazo y este cayó rodando al suelo.
—Ya la hemos distraído. —Se acercó al piloto con una sonrisa siniestra—. Llévame a un lugar visible desde la planta de éter. A un sitio donde podamos invitar a la madre a unirse a nosotros.
Baan clavó sus ojos analíticos en él por un momento y luego miró hacia fuera mientras se elevaban lejos de las calles.
—La siguiente fase de la operación ha comenzado.
Baral siguió la mirada del vedalken. A gran altitud, las motas oscuras de los tópteros se elevaron desde las cubiertas del Soberano Celeste.
Gideon apartó al anciano de un empujón y tuvo el tiempo justo para levantar la vista antes de que el inmenso pie de acero cayera sobre su cabeza.
Oscuridad.
Chirridos de metal contra metal y vibraciones al atravesar piedra y tierra.
La luz del día, filtrada a través de nubes de polvo.
Estiró las manos hacia arriba, agarró los bordes rotos de la acera y se desenterró tirando con fuerza. El anciano, que había caído al suelo algunos metros más allá, lo miraba boquiabierto. Gideon le sonrió para calmarlo y se sacudió la tierra del pelo con una mano.
—No se preocupe —dijo forzando una voz alentadora—. Soy indestructible. —El suelo tembló cuando el pie del mecatitán descendió de nuevo. Tendría que dar las gracias a Nissa por el entrenamiento en Rávnica.
Nissa. Chandra. ¿Dónde estaban?
"No es momento para eso. En pie, hoplita. Observa la situación. Ponte en marcha. Recupera la iniciativa".
Se levantó temblando, con el polvo desprendiéndose de su ropa, y tropezó con el borde del cráter que había dejado el pie del mecatitán. Una ráfaga de aire tiró de él hacia delante cuando la máquina blandió su brazo-martillo en un arco bajo, doblando por la mitad un automotor y enviándolo por los aires calle abajo. Las siluetas de los renegados en la barricada se echaron al suelo. El automotor se estrelló contra el obstáculo con un chirrido metálico y salió rebotando por la carretera, deshaciéndose en montones de latón y cristal.
"Bueno, hoplita, parece que hay un gigante mecánico avanzando por la calle, arrojando vehículos a mazazos contra las posiciones renegadas. Ahí fuera hay otros cuatro gigantes aproximándose. Tres en este lado y dos en el otro. No sabes exactamente dónde. Las calles de la ciudad son cañones y estás en el fondo de uno. Tácticamente, el peor lugar para posicionarse. El agua y el fuego corren hacia abajo".
"¿Qué harás, Gideon? Hay vidas en peligro y estás parado en medio del campo de batalla, como un niño en su primer entrenamiento".
"Antes de nada, tienes que comprender la situación".
Necesitaba llegar a terreno elevado. Tardaría demasiado en subir a un tejado. El frente se habría desplazado para entonces. Si Ajani estuviese allí, él podría...
"Céntrate en lo posible".
El mecatitán era el frente y se elevaba sobre los tejados. Corrió tras él, estudiando el ritmo de sus atronadoras pisadas. Había asideros en una de sus piernas, seguramente para labores de mantenimiento o inspección.
Eligió un asidero, saltó...
Y falló...
Y reaccionó justo a tiempo para aferrarse al siguiente, con los dedos desprendiendo un brillo dorado al sentir el impacto.
El pie del mecatitán se precipitó hacia delante, levantando otra nube de polvo y dejando a Gideon colgado y arrastrando los pies por el aire.
Jace lo habría planeado mejor. Incluso Chandra podría haberlo planeado mejor.
Con un sonoro chirrido, la pierna del mecatitán empezó a descender de nuevo y tiró de Gideon. Tuvo el tiempo justo para encontrar apoyo con los pies.
Trepar hasta la cintura de la máquina fue una odisea, deteniéndose para agarrarse bien cada vez que la enorme pierna descendía.
Cuatro calles a la izquierda, un mecatitán de dos cabezas y con tubos en lugar de brazos estaba barriendo a un grupo de renegados con torrentes de agua. Un equipo de inspectores enmascarados y blindados hizo una barrida detrás de él, pasando entre los defensores derribados y machacándolos con sus porras sin contener su entusiasmo, para luego llevar los cuerpos aturdidos y ensangrentados de los renegados a unos grandes transportes para prisioneros.
Un grupo de tres renegados apareció en un tejado cuando el mecatitán de los cañones hidráulicos pasó por delante. Los renegados se apresuraron a instalar un dispositivo cilíndrico en un trípode al borde del tejado. Con un estampido, el artilugio disparó un arpón contra el brazo del gigante. Desconcertados, los operarios del mecatitán levantaron el brazo de la máquina para evaluar el daño.
Entonces, el cañón hidráulico reventó y el agua salió a borbotones por todas partes. Cumplida su parte, el equipo del arpón se escabulló.
Más allá de las líneas renegadas que se replegaban, Gideon vio avanzar a otros dos mecatitanes. Uno de ellos estaba más cerca de lo que le gustaría y en su casco se producía una sucesión de detonaciones ígneas, relámpagos y chorros flamígeros. Mientras observaba la situación, un tóptero decorado apresuradamente con el azul de los renegados viró hacia uno de los colosos y se estrelló contra el mecanismo del hombro. Los brazos del monstruo se detuvieron con estruendo en medio de un golpe. No hubo señal del piloto del tóptero.
De repente, una mariposa enorme aterrizó en el hombro de Gideon, que estuvo a punto de caer de la escalera antes de fijarse en que el insecto era de latón forjado y seda de colores.
—¡Buenas! —chilló por él una voz femenina y metálica—. Eres Pecholobo, ¿verdad?
—¿Qué...?
—Gato Blanco dijo que no es tu alias, pero Reina de la Noche se puso bastante insistente.
Miró hacia los alrededores. A muchos metros por debajo, una elfa de piel oscura saludaba desde la calle. Tenía una mariposa metálica idéntica enganchada en la muñeca. La señaló con la otra mano y se la acercó a la boca.
—Háblale a Alasraudas —repitió la mariposa de su hombro.
—Eh... ¿Hola? —dijo él, dubitativo y saludando hacia abajo. La mariposa de la elfa meneó las antenas.
—¡Hola, buenas! Me llamo Hojasombrya, con ye en vez de i, gracias por tomar nota. —Gideon estaba trepando por el torso de un gigante mecánico, pero aquella conversación se había convertido rápidamente en lo más absurdo del día—. Mientras Caperucito no vuelva, yo me encargaré de las comunicaciones.
—¿Dónde está Liliana? —preguntó a la mariposa.
—Reina de la Noche —corrigió Hojasombrya.
Tres calles más allá, uno de los mecatitanes comenzó a tambalearse. La vegetación viva de su columna vertebral empezó a marchitarse y ennegrecer. Un brote explosivo de hongos pálidos se extendió por la estructura.
—Olvídalo, ya la he encontrado.
La máquina cayó de rodillas, estremeciéndose como un oso herido mientras la madera de su estructura se pudría. Los componentes metálicos perdieron su soporte y se desplomaron pieza a pieza. Un líquido salobre comenzó a manar por todas las juntas.
Liliana se asomó desde un tejado con un ademán ostentoso de sedas oscuras, plantó una bota alta en la baranda y levantó una mano enguantada por encima de la cabeza. Con un chasquido de los dedos, el mecatitán se hizo pedazos a sus pies.
Los renegados de la barricada se volvieron hacia ella con un clamor de admiración y la nigromante hizo una reverencia exagerada, lanzando un beso al público.
—Por curiosidad, ¿Lili... Reina de la Noche nos ha puesto alias a todos?
—Ya te digo. Estuvo encantada de ayudar.
—Estupendo... —El mecatitán por el que trepaba hizo un movimiento brusco, rechinando mientras el torso rotaba. Gideon se agachó para esquivar una tubería y se inclinó hacia fuera para ver qué había por delante.
El gigante se acercaba a otro vehículo y armaba el martillo para enviarlo por los aires contra los renegados al final de la calle.
Los defensores que huían del mecatitán hidráulico estaban apiñados enfrente de la barricada, atropellándose para entrar por la brecha que había abierto el impacto del automotor. Los inspectores enmascarados les obligaban a huir hacia la línea de fuego del otro mecatitán.
El vehículo-proyectil los aplastaría.
"¿Cómo vas a impedirlo, hoplita?".
Inspeccionó rápidamente las superficies del mecatitán. El metal era robusto. No había mecanismos expuestos ni puntos débiles a la vista, salvo la unión de las piernas y el torso. Allí había un hueco entre las placas de la armadura, para permitir que las extremidades se movieran. En el interior, vio grandes engranajes dentados que rotaban y rechinaban junto a las tuberías de alimentación, de un azul etéreo brillante.
Gideon echó un vistazo al sural. Luego a los engranajes.
—Creo que Alasraudas debería alejarse de aquí —dijo a la mariposa mecánica.
—Entendido —graznó el altavoz. Oyó unos silbidos a través de él y el insecto se alejó revoloteando.
Gideon calculó el salto, respiró rápidamente un par de veces y se zambulló entre los engranajes. La oscuridad del interior se inundó de luz dorada.
Durante lo que pareció una eternidad, no sintió más que dolor, ruido y sacudidas.
El metal rechinó y el mundo se precipitó hacia arriba.
Mientras caía de lado en la oscuridad dorada, un millar de pequeños cuchillos le mordieron las piernas y los brazos, se le clavaron en la columna y llenaron su boca de un sabor cobrizo.
Su cabeza se estampó contra una placa de acero.
Silencio.
Resuellos en las tinieblas.
¿Aún respiraba?
Parte de la oscuridad se retiró. Un brillo cálido iluminó los ojos doloridos. "¿Chandra...?".
—Estás hecho un héroe, grandullón. —Una cara sonriente eclipsó el sol. Hojasombrya, con ye.
La elfa lo sacó de la sepultura metálica. Algunos restos de engranajes se desprendieron mientras se ponía en pie. Su coraza había quedado abollada y perforada, colgando de un hombro por un instante, hasta que cayó al suelo con un repiqueteo.
El mecatitán se había derrumbado, estrellándose de frente contra un edificio. La pierna por la que había salido presentaba marcas de cortes. Un batallón de adolescentes y criaturas mecánicas pululaban entre los restos, arrancando puñados de piezas aprovechables e intercambiándolas entre sí.
—¡Señorita Sombrya, los hemos encontrado! —avisó un niño vedalken, que la llamaba desde lo alto con su manita de seis dedos. Detrás de él, los operarios de la máquina bélica salieron por una escotilla; era un equipo de enanos de aspecto arisco, vestidos con uniformes del Consulado manchados de aceite.
—Buen trabajo, Pecholobo —le felicitó Hojasombrya dándole una palmada en el hombro desnudo y magullado—. ¿Cuántas veces crees que podrás repetir la jugada?
Gideon levantó la mirada hacia los tres mecatitanes restantes y el cielo lleno de aeronaves.
—No las suficientes.
Liliana apareció entre un rumor de sedas, lo observó lentamente de arriba abajo y se llevó una mano a la cadera.
—Para qué me molestaré en buscarte camisas...
Un escuadrón de tópteros del Consulado captó la atención de Gideon. Se dirigían a los pisos superiores de la planta de éter, virando y volando en círculo como...
Su siguiente respiración se interrumpió de golpe, como la última antes de que alguien te hunda la cabeza en un charco de agua embarrada.
... como las arpías sobre Akros.
—¡Todos a la planta de éter! —gritó echando a correr—. ¡Paso ligero!
Lo voy a matar.
Tropiezo con piedras. Un bordillo. Punzadas en el hombro. Calambres en el estómago.
El suelo. Rodillas y palmas en carne viva. ¡Levanta! ¡Vamos!
No escapará. Jamás. Malnacido.
Todo es un túnel. Oscuro excepto ese tóptero. Suenan risas desde él. Palabras.
Madre. Padre Monstruo. Muerte. Sufrió. Gritando. Monstruo. Aldea. Llamas. Niños. Monstruo.
Ya no las escucho. No forman pensamientos. Son sonidos. Son combustible.
No quedan lágrimas. Solo fuego, frío y blanco. Purificador.
Quemaré la podredumbre de su cuerpo. De toda esta ciudad.
—Chandra, permíteme. —Nissa, sin aliento detrás de mí.
No debería seguirme. No debería verme así.
Una gran raíz brota del suelo ante nosotras, se eleva hacia el tejado. El tóptero aterriza allí, riendo.
Trepo torpemente, la tierra embarra mis dedos al rojo, las botas resbalan en la madera húmeda. Los dedos heridos aferran el borde del tejado, dejando huellas sangrientas.
Cielo abierto, lleno de naves. Calles incendiadas.
Gigantes metálicos entre las llamas, gente huyendo de ellos. Nubes de tópteros zumbando como moscas, sobrevolando la planta de éter. Las plataformas superiores se ciernen sobre nosotros.
Ahí está mamá.
Ahí aterrizan los tópteros. Estampidos y destellos. Gente huyendo. Desplomándose.
¿Mamá...?
—Mira. Qué. Has. Hecho.
Baral, su cara destrozada se parte con una sonrisa de dientes partidos. El tóptero se eleva y me sopla arenilla en los ojos.
—Habrías podido salvarlos si hubieras estado aquí. —El sol se refleja en su espada. Me señala con ella—. O quizá... habrían muerto más.
Siento el pelo separándose del cuero cabelludo. Una luz hirviente inunda el tejado.
—Al fin y al cabo, lo tuyo no es la precisión, ¿verdad, monstruo?
—Que te den —susurro antes de volarle la cara.
Mi llamarada blanca se arremolina con el viento, disipándose en motas de fuego.
—¿No te hartas de hacer siempre lo mismo? —se burla bajando una mano brillante y retirando la visera del yelmo—. Incluso los perros saben más trucos que tú.
El tejado tiembla. Desde un lado, el elemental de Nissa brama, salta...
Y se desmorona en una pila de escombros: tierra negra, piedra gris, madera blanca y hojas verdes. Baral se sacude un terrón del hombro con una mano.
—Esto es Ghirapur. No traigas estiércol a una pelea de máquinas.
Una marea de metal surge detrás de él y barre el tejado. Ruedas de latón y patas de acero, bocas que escupen llamas y antenas que chispean.
—Encuentra la paz —murmura Nissa. Su mano es calor que me roza los hombros y luego desaparece.
Entonces la veo abalanzándose sobre un autómata y clavándole una fina espada en las lentes, asestando un codazo a otro, aplastando a un tercero bajo el tacón de su bota, lanzando tajos y estocadas. El viento la lleva como una flor de acero silbante y músculos duros y firmes. Parece que solo toca el suelo por cortesía.
Alto.
Un momento.
Esto es una locura.
¿Nissa tiene una espada?
La parte inferior de su bastón rueda por el tejado hasta detenerse a mis pies.
Pestañeo... y Baral se me echa encima, espada en alto.
Izquierda, derecha, mierda, fuego, tropiezo, ¡atrás, atrás!
Una luz cegadora. Hielo fustigándome el brazo.
Resbalo. Caigo de rodillas. Un charco en el tejado. Un fractal ondulante, plateado y rojo. Veo la espada descender hacia mí, como un reflejo.
¡Rueda!
El acero pasa silbando junto a mi oreja.
Libero energía en el charco, que estalla en una humareda. La figura borrosa de Baral ruge y retrocede, apartando la cara.
Sé lo que hacer.
El sellador de techo se licúa en una brea humeante. Baral grita de dolor, su espada lanza tajos a ciegas entre la humareda.
Unas alas de tóptero zumban por encima. Retumba un trueno. ¿Nissa está bien? ¿Dónde está...?
Me aparto de una repentina sombra turbia. Unas agujas de hielo me rasgan la frente.
Lanzo un rayo de fuego en esa dirección. Un pulso azul lo disipa en chispas.
Se acerca cojeando por la brea, riendo. La mitad izquierda del mundo se tiñe de rojo. Froto con la mano, pero la mancha no desaparece. Solo hago que mi mano se empape.
Su espada es blanca en medio del humo. Su aliento reverbera entre la filigrana del yelmo.
El edificio se estremece bajo nosotros. Él gruñe y se tambalea, pero sigue avanzando. A su espalda, la nave de mi padre se eleva sobre la planta de éter, arrastrando pasarelas de embarque rotas y cables de anclaje partidos.
Me falta oxígeno. No tengo suficiente. Me mareo y resuello. ¿Llevamos horas luchando? ¿Minutos?
Lanzo fuego con la mano izquierda. Mientras lo disipa, le atizo en su maldita cara con la derecha.
En su maldita cara cubierta de metal. Grito con el crujido.
—Monstruo imbécil... —farfulla antes de lanzar una patada. Con fuerza.
El dolor explota en mi vientre.
Tengo arcadas y bajo la cabeza hacia la brea caliente y apestosa, luchando por tomar aire. Cada respiración es una agonía infinita. No lloro porque que le den a este malparido.
Tengo que levantarme.
Cojea hacia mí carraspeando, con las botas empapadas de negro y humeando. Apesta como Innistrad tras la batalla, a montones de carne quemada, horripilante y retorcida.
El aire se niega a entrar en mis pulmones. Nissa. Ayuda.
Baral levanta la espada.
Me arrastro. Ayuda. Nissa.
La hoja desciende. Quiero apartar la vista. Quiero moverme.
CLANG.
Abro un párpado y veo una lluvia de latón. Un pájaro de filigrana abollado y cortado, a diferencia de mi cuello. Cae rodando por el tejado, esparciendo engranajes. Sus trinos se convierten en estertores, luego en silencio.
—¡Apártate de esa niña, hijo de una mula! —brama la señora Pashiri.
Me incorporo apoyándome en mis brazos temblorosos y ensangrentados. La señora Pashiri está en la planta de éter, en una plataforma contigua, amenazando a Baral con un puño. Ajani la acompaña, con el hacha en las manos, las orejas echadas hacia atrás y su ojo dilatado en un enorme orbe negro.
Solo puedo jadear débilmente. Mis ojos chispean.
Los renegados de la planta huyen hacia las puertas abiertas del Corazón de Kiran. Unas torretas semifijas centellean y lanzan descargas contra las filas de inspectores enmascarados. Los tópteros del Consulado arrojan bombas relucientes, que estallan en grandes nubes de humo silbante.
—¡Artillero! —grita Baral a su tóptero, arrojando su espada mellada—. ¡La fraguavidas!
Lanzo un grito en mi cabeza y quizá en la realidad, porque Baral se vuelve hacia mí y estoy de pie y todo se convierte en un resplandor blanquiazul, luz lunar en un espejo, el firmamento en un desierto sin nubes, y lanzo ráfagas de fuego cegador contra las alas borrosas y el latón pulido.
Pero las manos de Baral atrapan mis puños.
Todo se apaga. La magia muere.
—¡Mira lo que has hecho! —me grita a la cara—. ¡Observa! —El maná está por todas partes, pero no puedo reunirlo. Me rechaza, como el agua al aceite. Extiendo la mano hacia él y Baral lo aparta. Entonces intenta retorcerme los brazos, quebrarme—. Incluso tu padre lo sabía cuando le clavé el puñal entre las costillas. Lo vi en sus ojos mientras se desangraba: eres una vergüenza.
Los arcos de luz crepitante caen sobre la planta de éter.
Ajani ruge con furia, blandiendo su arma mientras la señora Pashiri se aparta de la barandilla tropezando. El relámpago del tóptero rebota en el hacha de Ajani. Una vez. Dos.
—Esa, esa expresión —Baral sonríe siniestramente. Su aliento huele a carne chamuscada y chai con demasiado azúcar, a semanas de comer sin compañía. Mis brazos tratan de resistir—. Desespérate. Igual que cuando estabas a mi merced en la arena, monstruo. Con la hoja en tu pequeño cuello.
El tercer estampido quiebra el mundo.
La señora Pashiri sufre una violenta convulsión. Sus trenzas dejan una estela humeante cuando se desploma.
Y Baral ríe.
—¿Hay alguien a quien no hayas matado?
De algún modo, mis manos ensangrentadas le estrujan el cuello, encontrando huecos entre el metal y presionando lo más fuerte que pueden, clavando las uñas partidas, hundiendo los pulgares en la carne. Creo que grito. Tengo la garganta en carne viva.
Baral estampa sus manos blindadas contra mis sienes una y otra vez, hasta que caigo por un túnel en el que al final solo hay ascuas.
Cuando vuelvo a oír algo que no sean mis propias pulsaciones, escucho una voz cavernosa.
—... arrestada por conspiración, traición y asalto. Ponte de rodillas, con las manos detrás de la cabeza.
Baral carraspea y escupe sobre la brea solidificada a pocos pasos de mí, luchando por respirar.
En lo alto, una aeronave del Consulado y sus decenas de cañones descienden hacia mí.
La he fastidiado. Otra vez. Todo está ardiendo.
—Chandra... —Nissa está a mi lado, apoyándose en la espada. Tiene quemaduras y heridas, su trenza está medio deshecha. Un mar de chatarra y metal caliente crepita detrás de ella. El jade se derrama de sus ojos mientras me mira y pasa unos dedos temblorosos por el corte de mi cabeza.
—Tienes que irte —grazno al levantarme.
No soy un monstruo.
Pero puedo serlo.
Reúno el aire, le prendo fuego y lo comprimo. Las chispas se encienden entre mis manos, como un remolino de peces dorados. Se estremecen, agitadas, y se vuelven blancas como el arsénico. Como ya he hecho un millar de veces.
Baral levanta su yelmo abollado y este repiquetea en el tejado. Todavía sonríe.
—Maté a tu padre, renegada. He matado a tu abuelita.
El viento se vuelve más intenso. Más aire. Más calor. Comprímelo. Apriétalo hasta que no pueda moverse. Hasta que toda corriente desaparezca. Mis dientes rechinan. Mi luz se ha vuelto ártica, arroja sombras azules y nítidas.
—Y ahora voy a matarte. —Baral extrae una daga de su fajín. Un arma sencilla, con manchas viejas en el filo y una empuñadura chamuscada—. Y lo mejor de todo, lo inmejorable, es que no puedes hacer nada para impedirlo.
Es muy fácil. Tendría que haberlo pensado antes. Lo intentamos en la trampa de Baral, pero estaba demasiado alterada. Ahora lo veo todo claro. Vacío, llano y desesperadamente claro.
—Hay algo que puedo hacer —le respondo.
Puedo compensar mis errores. Por la señora Pashiri. Por papá. Por mamá. Por las ancianas y los niños que maté en el Santuario de las Estrellas. Por una vida fastidiándolo todo. Por todas las cosas horribles que he hecho. Por toda la gente a la que he fallado. El aire entre mis manos está cargado de estrellas, vibrante, sobrecalentado. Unos rayos de luz arañan mi vista.
—Algo que siempre puedo hacer...
Puedo acabar con Baral. Con las naves y los mecatitanes. Con Tezzeret y los Cónsules. Podría acabar con toda Ghirapur, si quisiera. Sería muy fácil. Solo tendría que contenerla y liberarla. Solo tendría que dejarla ir.
Porque ya no importa, ¿o acaso sí? Todo está arruinado.
Déjala ir.
Cierra los ojos.
Deja que ocurra.
Deja que termine.
No importa.
Cierro mis ojos doloridos sobre Kaladesh y susurro.
—Puedo arder.
Unos brazos me rodean por detrás. Aroma a flores, una suave brisa en mi oreja.
—Pero no sola.
¿Nissa?
—Te haré daño. Suéltame y vete.
—No. —Sus brazos me estrechan más fuerte.
—No puedo más. Suéltame. —Mis estrellas secan las lágrimas, pero mi voz es aguda e indecisa. Las palabras se pisan unas a otras y empiezo a estremecerme. Me desmorono—. Suéltame, por favor.
—No puedo. Si nos abandonas así, tendrás que llevarme contigo.
—Eso no es lo que... —No puedo ver nada. Solo hay luz... y su voz.
—No lo hagas —me ruega.
La señora Pashiri sufre una violenta convulsión y se desploma, con sus trenzas enmarañadas y los ojos fijos en mí, pidiéndome que huya y me ponga a salvo. Papá cae de rodillas con las manos sobre la herida y los ojos fijos en mí, pidiéndome que huya y me ponga a salvo. Han muerto por mi culpa.
—No nos dejes —suplica Nissa con suavidad—. Te queremos.
El viento absorbente entre mis manos tira de un mar que brota de mis ojos. Chispas, ascuas y agua salada.
Dejo de añadir energía. Dejo de comprimir. Las estrellas resbalan y tiemblan entre mis manos. La luz ondula y las chispas plateadas y azules zumban como moscas enfadadas, sisean como aceite en una sartén.
Algo va mal.
El fuego se ha vuelto extraño. Todavía cobra intensidad, aún se comprime hacia dentro. Está ardiendo solo, quemándose a sí mismo, sin que yo haga nada. Pestañeo y unos rayos de luz arañan la breve oscuridad.
Continúa creciendo.
Disipo el calor con cuidado, lentamente, pero salta hacia mí, ansioso por huir de la trampa que he creado. Una voluta de fuego imposiblemente abrasadora se libera. La reprimo con fuerza, presionando las manos en torno a la furiosa luz azul. Baral suelta un grito ahogado. En algún lugar cercano, oigo el estruendo de edificios que se vienen abajo.
—No puedo hacerlo —digo jadeando. El corazón martillea contra mis maltrechas costillas—. Está fuera de control. No puedo contenerlo.
—Chandra, ¿recuerdas lo que se siente al nadar? Me lo dijiste en Rávnica. Descríbemelo otra vez. Dime cómo te sentiste al flotar. Solo el azul y el aire del cielo. Todo estaba tranquilo y en paz...
Cierro los ojos y vuelvo a tener diez años. El ambiente es caluroso, demasiado sofocante como para dormir. Mamá y papá están tumbados juntos en la hierba, respirando suavemente; duermen abrazados, a pesar del calor estival. Me escabullo y desciendo por las rocas musgosas. Me meto de espaldas en el agua y esta empapa mi cabello encrespado, refrescando mi cabeza sudorosa. Siento un nudo en la garganta.
—Solía... Solíamos ir a una cantera. Una vez, se inundó. Quedó cubierta de verde. Por las noches, me escapaba y me metía en el agua. Las estrellas se reflejaban en ella. Eran blancas, azules y naranjas. Había motas verdes y rosas, como fantasmas lejanos. Las ondas rebotaban en las rocas. El sonido de mi respiración regresaba continuamente, pero más suave. Era como evadirme de todo. Si me quedaba lo bastante quieta, era como... Como si estuviera entre ellas. Como si flotara entre las estrellas.
—Hay un farol en el agua, entre las estrellas. Es la luz más brillante de todas. ¿Puedes imaginarla?
Una luz blanca y pura, que arde limpia y perfectamente, proyectando haces dolorosos de brillo gélido sobre las rocas en sombra.
—Sí.
—Esa llama se vuelve más pequeña —susurra Nissa, como el viento entre las hojas—. Es de noche. Es hora de que las luces mundanas se atenúen. De dejar que las estrellas y los fantasmas sean quienes iluminen. Las ondas de agua te acarician. Su tacto es fresco. La luz se desvanece.
El resplandor salvaje más allá de mis párpados se atenúa. Estoy flotando, con los ojos cerrados. Cuando respiro, siento los aromas a pino y flores nocturnas del cabello de Nissa. Me mezo como una luz que asciende y desciende en aguas tranquilas. Unos brazos cálidos envuelven mi vientre e impiden que vague a la deriva.
—Eres un farol en el agua —dice Nissa mientras me mece de lado a lado, acunando mis hombros como la marea de primavera—. Pero solo uno pequeñito. Una llama diminuta que titila en la noche. ¿Puedes sentirlo? Estás vagando. Eres una luz preciosa en un mar infinito. Y las estrellas te esperan.
La luz parpadea y se apaga.
Baral maldijo mientras la joven Nalaar se dejaba caer en los brazos de la elfa. Uno de los ojos de la piromante estaba inyectado en sangre, mientras que el otro estaba cubierto de sangre seca, del corte que le había hecho en la frente. Tenía las mejillas chamuscadas y surcadas de lágrimas.
—No puedo levantarme —dijo ella con voz débil y áspera de tanto gritar—. Las piernas... Como en Zendikar.
—Yo te llevaré —respondió la elfa.
Había estado a punto de conseguirlo, de hostigar al monstruo hasta que el dolor y el miedo le hicieran desesperar lo suficiente como para arrancarse una pierna de un mordisco. Había hecho que un centenar de magos se derrumbaran en las celdas de Dhund, en las tinieblas olvidadas donde nadie más podía intervenir.
—Está bien. —Cojeó hacia ellas apoyándose en la pierna que no le había abrasado. A veces no quedaba más remedio que ensuciarse las manos. De tal palo, tal astilla. Apretó con fuerza la vieja daga manchada—. Lo único que tienes es tu fuego. Si no estás dispuesta a arder, ¿qué harás? —se burló—. ¿Pegarme otra vez?
Un árbol se estampó contra él desde el flanco izquierdo.
Las placas metálicas se le clavaron en el costado y algo se hizo astillas.
Baral vio las estrellas. Respirar se convirtió en un esfuerzo doloroso.
Cuando abrió los ojos, yacía en el suelo, junto a la barandilla del tejado. En el otro extremo, la elfa llevaba en brazos el cuerpo inmóvil de la niña. Junto a ellas se alzaba el elemental, reconstituido y sacudiéndose la sangre de un puño de madera del tamaño de un tóptero. La bestia se agitó y las hojas de su lomo sisearon como un tigre furioso.
—Márchate —dijo fríamente la elfa antes de darle la espalda.
El zumbido de un tóptero descendió por detrás de Baral.
Varias botas aparecieron en su campo de visión y entonces oyó la voz de Baan, precisa y distante.
—Fracturas costales múltiples y fractura por fatiga en la mandíbula. Conmoción cerebral leve. Daños en tráquea y laringe. Quemaduras de segundo grado en espalda, rostro y pies. Quemaduras de tercer grado en la pierna izquierda. Traigan una camilla, si son tan amables. —La brigada de Baral confirmó la orden y se puso en marcha. Baan se agachó junto a él, con cuidado para no mancharse de sangre los zapatos.
»Por estas cosas insisto tanto en instalar las medidas de seguridad adecuadas. De no haber estado ahí la barandilla...
—¡Cierra el pico! —rugió Baral, que entonces soltó un resuello agónico.
Baan entrecerró los ojos e inspiró bruscamente.
—Jefe Baral, tus informes de hace doce años indicaban que la señorita Nalaar y sus padres habían muerto en un incendio provocado, del que ella había sido declarada culpable. A raíz de tus declaraciones recientes, que he registrado con escrupulosa precisión, tú mismo acabaste con la vida de Kiran Nalaar, encarcelaste a Pia Nalaar sin llevarla a juicio e intentaste ejecutar a su hija en una especie de... espectáculo macabro.
—Los Nalaar eran contrabandistas de éter. La niña destruyó una fundición.
—Crímenes por los que deberían haber sido juzgados y castigados de manera acorde. No obstante, ninguno de ellos constituye un delito penado con la muerte.
—¡Maldita sea, Baan! ¡Es una piromante!
—Es una ciudadana.
—¡Un monstruo! —ladró Baral, que se quedó sin aliento al pronunciar las palabras—. Todos los magos son monstruos —susurró al cielo.
Baan suspiró y entrelazó las manos, apoyando los antebrazos en las rodillas. Su expresión era seria, con notas de lástima y repugnancia.
—Inspector jefe Dhiren Baral, te acuso de un delito de asesinato y, posiblemente, de otros pendientes de investigación, más un delito de intento de asesinato. Te acuso de un delito de encarcelamiento extrajudicial, también con otros pendientes de investigación. Por último, te acuso de múltiples delitos de falsificación de documentos públicos con la intención expresa de ocultar tus crímenes.
»Eres una vergüenza para tu uniforme y una aberración para los ideales que defiende el Consulado. Aunque personalmente encuentro tus ofensas en extremo... repulsivas, la ley dicta que incluso alguien como tú debe ser juzgado por un tribunal. Te advierto de que todas tus declaraciones a partir de este instante podrán ser registradas oficialmente como pruebas.
—Se escapan —graznó Baral—. La elfa y la piromante. Tienes que acabar con ellas.
—Negativo —respondió Baan tajantemente—. Nuestra misión se ha llevado a cabo con éxito: hemos recuperado el control de la planta de éter central. El resto de nuestro destacamento se destinará a defenderla de un probable contraataque. Y ahora, ¿vendrás conmigo bajo arresto o prefieres enzarzarte en otra penosa lid contra el matorral viviente?
El aire abandonó sus pulmones. Se había acabado, pues. Baral se tumbó boca arriba y miró las enormes nubes.
—No olvidaré esto, Baan.
—Excelente. No me complace tener que repetir las cosas.
—Sube. —Gideon se arrodilló de espaldas a ella.
—No tienes por qué hacerlo. —La voz de Chandra sonaba más débil de lo que nunca la había oído, grave y sin vitalidad.
—Tranquila, no es nada. Soy ancho de hombros, hay sitio de sobra. —Esperaba sonar tan alentador como pretendía.
El peso de Chandra se asentó en su espalda. Inspiró breve y silenciosamente cuando las rodillas y codos de ella le rozaron los moratones de los costados. Pasó las manos por debajo de las rodillas de Chandra mientras ella le rodeaba los hombros con sus delgados brazos. Gideon vio que tenía las yemas de los dedos quemadas; las palmas y los nudillos estaban envueltos en vendas manchadas. Los antebrazos que se sujetaron a su cuello presentaban feos cortes causados por fragmentos sueltos de acero y cristal.
—¿Lista?
—Sí —masculló ella.
—Aaarriba, pues —gruñó Gideon al estirar las piernas, temblorosas. Chandra no pesaba mucho, a decir verdad. Simplemente, él estaba... dolorido. El calor febril de Chandra incluso le alivió las contusiones enrojecidas que ocultaba debajo de la camisa.
Cargó con ella por los pasillos del edificio residencial abandonado. Las paredes medio derruidas y cubiertas de moho estaban surcadas de constelaciones irregulares de cápsulas que desprendían una luz azul etérea.
El Corazón de Kiran había llevado a los fugitivos a la seguridad de Sueldafirme, en pleno territorio renegado. Ahora, la nave estaba suspendida sobre una amplia avenida, situada entre altos y maltrechos talleres siderúrgicos de una manera que a Gideon le parecía imposible. Había vehículos y trenes circulando por debajo de la mole mientras los soldadores del distrito, subidos a plataformas elevadoras, extraían y reemplazaban las secciones dañadas del casco. De fondo se oía un estruendo constante de cañones antiaéreos improvisados, que mantenían a raya a las aeronaves del Consulado. Al menos, no era la Marcha nupcial del gremlin.
Un grupo de renegados susurraba en un pasillo.
—... se fue al traste cuando la hija...
—... podría haber sido distinto...
—... la líder ha sufrido demasiado...
—... lo vio todo desde la planta...
El grupo levantó la cabeza cuando Gideon se acercó y todos callaron bajo su mirada. Chandra enterró la cabeza entre sus hombros y le estrechó el cuello; sintió el calor de su aliento entrecortado bajando por la camisa.
Descendieron por una escalera y dejaron atrás al grupo. Durante el descenso, Chandra separó una mano y unos dedos cálidos recorrieron los hombros de Gideon con una suavidad y una delicadeza que le erizaron el vello de los brazos.
—¿Tienes de estos por todo el cuerpo? Moratones, quiero decir —preguntó Chandra—. Parece que te hayas caído por una escalera kilométrica.
—Algo parecido. —Gideon soltó una risita para agradar tanto a Chandra como a sí mismo y el eco se dispersó tristemente por las escaleras.
—Creía que eras indestructible.
—Tuve que ponerme creativo. Pero sigo vivo, así que técnicamente no me han... destructibilizado. —Dejó la escalera en el siguiente piso, donde habían improvisado una sala médica.
—Creo que esa palabra no existe.
—Jace se sabe de memoria unos seis diccionarios; cuando la capitana Zev regrese con él, se lo preguntaremos. —Saludó al renegado que vigilaba la puerta, quien la abrió por ellos.
La señora Pashiri yacía en una cama hundida, con las manos entrelazadas en el vientre y los ojos cerrados, demacrada y pálida... pero viva. Ajani estaba sentado junto a ella, con una zarpa inmensa estrechando las manos de la anciana y la cabeza inclinada, en señal de concentración. Una tenue aura plateada envolvía a ambos y unas ondas de energía emanaban de él, hacia la señora Pashiri. Chandra se estremeció al ver la escena.
—No... No puedo hacer esto —susurró—. Llévame arriba, Gid.
La luz de Ajani se desvaneció. El leonino se levantó y examinó a Chandra, aspirando silenciosamente por la nariz.
—Estás muy enferma, Chandra.
—¿Qué? No me encuentro mal.
—Muy pronto lo harás. El daño es difícil de percibir, pero afecta a todo tu cuerpo. Y es grave. Nissa y tú necesitáis asistencia. Gideon, ¿podrías traerla más tarde?
Asintió en respuesta. Chandra quiso protestar, pero se contuvo y bajó la cabeza. Nissa la había llevado a cuestas por media ciudad hasta llegar a Sueldafirme, corriendo la mayoría del tiempo en silencio, con cuidado para evitar a los inspectores del Consulado. En cuanto la dejó en brazos de Gideon, la elfa había cojeado hasta un rincón donde crecía hierba y daba el sol y se había sumido en un letargo.
—Déjala ahí, por favor —pidió Ajani señalando una silla—. Abuela preguntó por ti la última vez que despertó.
Gideon se arrodilló delante de la silla y Chandra se dejó caer. Se inclinó sobre la cama y una mano temblorosa se acercó a las de la señora Pashiri.
—¿Está...?
—Se recuperará, con el tiempo. No morirá mientras yo esté aquí. —Ajani guardó un momento de silencio y se dirigió a Chandra—. Tú no tienes la culpa.
—Lo... lo sé —dijo apartando la mirada hacia la pared.
—Bien —dijo él—. Esperamos que sea así. Pero también tienes que oírlo en boca de otros.
Chandra apoyó la mano en las de la señora Pashiri.
—¿Quieres que os dejemos a solas? —ofreció Gideon.
—Ha estado a punto de morir por mí. —Los dedos de Chandra estrecharon las manos de la anciana—. Otra vez. No llevo ni dos meses en casa y ha estado a punto de morir dos veces. —Las lágrimas brotaron de sus ojos, agitándose con el latido de su corazón—. Me protegió la primera vez que hui del Consulado. ¿No os lo había dicho? Me dejó esconderme en su lugar de trabajo. Distrajo a Baral y sus hombres. Y desde que he vuelto, nunca le he preguntado qué ocurrió aquel día. ¿La metieron en la cárcel como a mamá?
—No —respondió Ajani—. Consiguió escapar. Cuando soltaron a tu madre, las dos...
—¡Pero no se lo he preguntado! —gritó ella descargando un puñetazo contra su propia rodilla. Se levantó con las piernas temblando, dio un paso hacia la puerta y se desplomó. Ajani la atrapó con un brazo—. ¡Joder...! —maldijo entre dientes—. Ni siquiera puedo... Solo quiero... Quiero irme. No debería estar aquí. No merezco...
Una puerta se cerró de golpe en el otro extremo del pasillo. Chandra levantó la vista y dio un grito ahogado.
La señora Nalaar caminaba hacia ellos con paso enérgico y los ojos clavados en su hija. Los restos de papel humedecido en el suelo se arremolinaban a su paso y sus cabellos se mecían detrás de ella.
Gideon se agachó junto a Chandra y le ofreció el antebrazo como apoyo. "La tengo", dijo a Ajani con la mirada. El leonino asintió y se apartó.
—La he fastidiado —susurró ella—. Siempre lo hago. Está enfadada y tiene todo el derecho a estarlo. Soy un desastre, Gid. No sé ni por qué me ayudas a levantarme.
Tres palabras injustas, inseguras e imperdonables acudieron a la mente de Gideon. Palabras de las que, una vez pronunciadas, no podría retractarse.
—Habla con ella —dijo finalmente.
Chandra se irguió lo mejor que pudo, con una mano temblorosa aferrándole el brazo, soportando su peso. No levantó la vista, pero vio los pies que se acercaban.
—Hija —dijo Pia con una voz aguda y tensa como la cuerda de una lira.
—Mamá, lo...
La señora Nalaar la levantó con un impetuoso abrazo que la hizo trastabillar.
—No puedo perderte de nuevo. —La voz de Pia se había vuelto ronca y trémula. Un sonido débil y lastimero escapó de los labios de Chandra.
Pia se apartó y la miró a los ojos, acariciando con sus manos oscuras las mejillas chamuscadas de Chandra. Entonces apoyó la frente en la de su hija, mientras las lágrimas surcaban las arrugas que la tristeza había grabado en su rostro años atrás.
—¿Lo entiendes? No puedo. Eso me rompería el corazón. Porque te quiero.
—N-no llores, por favor... —balbució Chandra con el rostro descompuesto, antes de anegarse en llanto.
Gideon cerró la puerta al salir y se frotó los ojos humedecidos con el dorso de la mano antes de dirigirse a Ajani.
—¿No molestarán a la señora Pashiri?
—Oír esto la ayudará más que cualquier remedio mágico. —Gideon nunca había sido muy bueno leyendo las expresiones de los leoninos, pero le pareció que Ajani sonreía.
—Pero sigue inconsciente.
—A veces, las cosas más importantes se escuchan al dormir —contestó Ajani mientras mecía la cola en horizontal, como negando.
Un retumbo de botas se aproximó por el pasillo; los causantes eran un grupo de renegados con sucedáneos de uniformes, que discutían entre ellos acerca de tareas pendientes, pertrechos y estrategias. Gideon y Ajani intercambiaron miradas de ironía y sendos encogimientos de hombros, para luego situarse ante la puerta cruzándose de brazos y bloqueando el acceso con sus anchas espaldas.
—Tenemos que hablar con la líder ahora mismo —gruñó el renegado a la cabeza, un enano con el aspecto agobiado de un vendedor—. Es una ur...
Gideon lo interrumpió plantándole una mano delante y moviendo la cabeza a un lado y a otro.
—Tendréis que esperar diez minutos.
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