Historia anterior: Contenida

Doce años después de ver morir a sus padres, Chandra Nalaar ha regresado a Kaladesh, su plano natal. Allí ha descubierto que su madre en realidad sobrevivió... pero Pia Nalaar, ahora convertida en líder del movimiento renegado, ha sido arrestada por el Consulado, bajo el mando del Planeswalker Tezzeret. Chandra ha ido en busca de Pia con la ayuda de Nissa Revane y Oviya Pashiri, pero las tres han caído en la trampa del cruel mago Baral, un agente del Consulado.

Encerradas en una prisión a prueba de magia, su única posibilidad de escapar es viajar entre los planos, pero Chandra no está dispuesta a dejar atrás a la señora Pashiri... y Nissa ha descubierto que no puede abandonar a Chandra.


Aún tenía que acostumbrarse a las manos. La falta de control estuvo a punto de costarle una caída en el último tejado.

Los dedos mecánicos que le había dado Abuela eran fuertes y respondían sorprendentemente bien. Era casi como llevar guantes. Sin embargo, al igual que ocurre a una mano enguantada, su agarre era distinto. Tenía que acordarse de presionar poco al sostener un vaso y mucho al saltar entre los tejados de los callejones.

Cuando dejó de sentir el aire en el rostro al aterrizar y sus pies se apoyaron sin hacer ruido en los ladrillos polvorientos, perdió el equilibrio y se deslizó por la repisa. Sus dedos, los auténticos, se aferraron al borde desde el interior de los guanteletes. Con una eficiencia silenciosa, los dedos mecánicos se tensaron y se clavaron en la mampostería. Quedó suspendido en el aire y se balanceó para aupar las piernas hasta el borde del tejado mientras el viento mecía su capa. El azul del cielo y el claroscuro de las nubes de la tarde pasaron ante sus ojos cuando giró sobre sí para incorporarse.

La maniobra le había llevado menos de un suspiro.

Se detuvo a escuchar y olfateó el viento. Las cocinas de los edificios emanaban los aromas de una decena de hierbas y especias que no conocía cinco meses atrás. Ahora sabía que se llamaban cardamomo, cúrcuma, clavo y comino, entre otras. La mayoría de la gente no distinguiría más que esos olores, ya que eran los más penetrantes. Bajo ellos percibió el de la piedra y el latón calentados al sol, el del aceite rancio y el del sudor de un grupo de inspectores del Consulado.

El zumbido de un tóptero de vigilancia le llegó desde arriba. Algunas piedrecitas se desprendieron de los agujeros que habían hecho sus dedos metálicos y repiquetearon en el suelo. Oyó un rumor de tela que se acercaba.

—Este sitio se viene abajo —comentó una inspectora, cuya voz reverberó entre las paredes de ladrillo y el suelo adoquinado—. Los Cónsules deberían derribarlo y reconstruirlo.

—Tal vez lo hagan —respondió una voz masculina—. De momento, la Feria acapara los fondos urbanísticos, pero pronto...

Satisfecho por no haber levantado sospechas, caminó hasta el otro extremo del tejado sin hacer ruido y echó un vistazo hacia abajo. Balcón, balcón, canalón, toldo... ¿Soportaría su peso? Canalón, farola, pared y, finalmente, la calle. Descendió en cuestión de segundos y sus dedos enguantados en metal apretaron la capucha para ocultar el rostro.

Bajó la vista hacia los guanteletes de latón pulido. Solo las manos asomaban bajo las mangas de la capa, pero los guanteletes cubrían más allá de los codos. Eran obra de los Mangadestello, un grupo de artesanos especializados en accesorios corporales. Abuela había encargado que los fabricasen para él. No atraerían las miradas de la gente. La capa la había hecho ella misma utilizando un ingenioso artilugio que daba vueltas y hacía tictac. "¡Tu capa es muy sosa! Con eso llamarías la atención todavía más", le había dicho ella mientras tejía y él sostenía los rollos de seda y respondía preguntas sobre colores y patrones con un desinterés respetuoso.

Bajó los hombros, se encorvó y se metió en medio de la multitud, escuchando e ignorando el hedor a sudor nervioso.

—¿Qué ha pasado?

—... llevan un buen rato ahí...

—... y dicen que los renegados habían puesto trampas...

—... ¿volver a casa, papi?

—... nunca había visto tantos...

Desde las sombras de la capucha, observó las rutas rigurosas de los tópteros que sobrevolaban la zona y el impreciso ir y venir de los humanos y vedalken vestidos con uniformes del Consulado. El edificio de Abuela estaba rodeado.

Se escabulló por otro callejón y volvió a escalar a los tejados. Apoyó la espalda en una caseta llena de herramientas de jardinería y se cercioró de que había medido bien los tiempos. El tóptero dorado pasaba por la parte trasera cada veintidós respiraciones, mientras que el naranja lo hacía en sentido contrario cada cuarenta. El jardín de especias de los vecinos era una bomba para sus fosas nasales.

Podía hacerlo.

Esperó y escuchó el ruido de los tópteros que zumbaban en las alturas.

"Ahora".

Corrió hasta el borde del tejado, se descolgó de un salto y se impulsó hacia atrás.

El aterrizaje le dejó sin aire en los pulmones.

Echó a correr y zigzagueó entre las claraboyas y las chimeneas.

El zumbido de unas alas metálicas reverberaba en el suelo. No le quedaba mucho tiempo.

El edificio de Abuela era el más alto del bloque. Corrió lo más rápido que pudo y en el siguiente salto se impulsó hacia arriba, estirando el brazo por encima de la cabeza y con la capa azul y dorada ondeando detrás de él.

Sus dedos de latón se aferraron al saliente del tejado y las enormes botas amortiguaron silenciosamente el impacto contra la pared.

Gruñó ("¡demasiado alto!") al auparse al tejado.

Se quedó tumbado un tiempo, respirando por la boca y haciendo que el aire entrase lenta y silenciosamente, escuchando si los tópteros habían alterado su ruta o si había gritos en la calle.

Nada.

Abuela vivía en un apartamento con terraza al otro lado del edificio, desde donde se veía el Chapitel de Éter del Consulado. Ella le había puesto toda clase de nombres; el más amable de ellos era "monstruosidad" y el más burdo era una retahíla de referencias escatológicas asombrosamente específicas y a cada cual peor. Se acercó al borde y olfateó. Solo percibió las orquídeas; nada que revelase la presencia de inspectores.

Se dejó caer en silencio entre las plantas y se coló en el hogar de Abuela. "Perdón por el allanamiento".

Se agachó y escuchó mientras el viento mecía las cortinas de lino descoloridas. Dos voces. No... Tres. Una de ellas tenía un tono firme y autoritario. Estaban al otro lado del pasillo, en el dormitorio. Habían registrado el apartamento sin contemplaciones: los contenidos de los vetustos armarios de madera estaban esparcidos por el suelo de baldosas de colores y los cojines estaban rajados y vaciados.

Se movió sin hacer ruido y tuvo cuidado para no pisar las pertenencias diseminadas por doquier. Aguzó el oído para escuchar la conversación en el dormitorio.

—¿Has registrado ese ropero? —Una mujer con voz grave y seria.

—Pues claro que he registrado el ropero, pero nada. —Un joven protestón.

—Tiene que haber algo. —Una tercera voz, masculina y tajante—. Alguna prueba. Lleva más de una década en el círculo interno del movimiento. No puede haber guardado todos los secretos en su cabeza. Id a... No sé. Registrad el salón otra vez.

—¿Sabías que Rashmi ha pasado a la siguiente ronda? —dijo el joven acercándose por el pasillo. El olor a metal agrietado del aire cargado con éter le precedía. Iba armado, por supuesto. Su voz se volvió menos entusiasta—. No creo que un transportador de floreros tenga tanta utilidad.

—Piensa en las posibilidades a largo plazo —replicó la mujer con brusquedad. Un cristal reventó bajo su bota y ella maldijo entre dientes—. Hoy, floreros; mañana, mecatitanes...

Movió los pies con precisión para no hacer el más mínimo ruido y se dirigió al salón. Los inspectores estaban de espaldas a él, vestidos con sus uniformes rojos y naranjas y contemplando el destrozo que habían hecho. Unos artefactos de metal negro colgaban de sus cinturones, siseando.

—¿Dónde estará su mascota? —se preguntó el joven.

—No creo que tenga —contestó la mujer—. Es una fraguavidas. Crea sus propias mascotas —explicó moviendo las manos como si fueran las alas de un pájaro.

Se acercó a ellos sigilosamente y abrió los brazos como si pretendiera abrazar a los intrusos. El viento levantó ligeramente la capucha de su capa.

—Entonces, ¿de dónde han salido todos esos pelos blancos del sofá? —argumentó el joven, que entonces empezó a girarse con el ceño fruncido.

Su sombra se cernió sobre el inspector, que se alarmó y se llevó las manos a la funda del arma mientras sus ojos se abrían como platos al asimilar lo que tenían delante.

Las manos enguantadas en metal estamparon las cabezas de los inspectores la una contra la otra.

Hizo un gesto de dolor al oír el impacto de los cráneos y los inspectores se desplomaron, inconscientes. "No envidio el dolor de cabeza que compartiréis esta noche".

—¿Basani? —llamó el superior desde el otro lado del pasillo—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Se situó detrás de la puerta.

—¿Basani? —Los pasos tronaron por el pasillo.

Uniforme de seda rojo y naranja. Metal dorado. Lino blanco como el marfil. Incluso antes de que el borrón de colores formara la silueta de un hombre, los dedos de latón lo sujetaron por el cuello y lo levantaron del suelo. Los viejos instintos.

El hombre resolló, pataleó y agitó los brazos tratando de echar mano a los instrumentos de su cinturón.

Se los quitó de un guantazo con la mano libre y estampó al supervisor de espaldas contra la pared.

—Buenas tardes.

El hombre se llevó las manos al cuello para tratar de liberarse. Se asfixiaba.

—Perdón —le dijo aflojando un poco la presión—. No son mis manos habituales. —El hombre resolló en busca de oxígeno y su olor corporal se volvió más fuerte—. Hueles a miedo —añadió él ladeando la cabeza—. ¿Estás asustado?

—Sí... —silbó el supervisor. Sus ojos desorbitados trataron de vislumbrar el rostro que se escondía bajo la capucha.

—Bien —le susurró. Esperó a que el hombre sudara un poco más antes de hacerle la pregunta—. ¿Dónde está la Abuela Pashiri?

—Detenida. Por ahora. —Abría la boca como un pez sacado al inhóspito desierto que había sobre su mundo—. En una trampa. Es una renegada.

Esperaba que hubiera escapado, que los inspectores estuvieran en el apartamento para buscarla, pero no: la habían capturado y ahora buscaban pruebas para incriminarla.

—¿Qué clase de trampa? —preguntó.

—Buscaba... a alguien. Nos avisaron. Las... capturamos.

Evasivas. Levantó al supervisor otro palmo del suelo.

¿A quiénes?

—La líder... renegada. —El hombre se estremeció y sufrió arcadas en su frustrado intento por toser.

Abuela le había hablado de ella a menudo, pero siempre usando aquel nombre en clave. Solo la había visto en persona una vez. Una mujer de actitud noble, con una mirada distante y una fuerza de voluntad tan férrea que casi ocultaba las cargas que soportaban sus hombros.

—¿Dónde le habéis tendido la trampa?

—¡N-no sé! —negó desesperadamente el supervisor.

—Lástima.

—¡N-no me... mates! —rogó el hombre, con las pupilas dilatadas como pozos negros.

—Yo no mato. —Le dio un golpe en la cabeza con la mano libre y lo dejó caer al suelo, inconsciente—. Ya no.

Regresó a la terraza de Abuela y desplazó con cuidado las macetas de las orquídeas. Si le habían tendido una trampa, significaba que había salido de casa por su propio pie. Eso le serviría para seguir el rastro. Cerró los ojos y respiró hondo.

El aire era una mezcolanza de aromas. Se concentró e ignoró las especias, los metales, la muchedumbre preocupada y el omnipresente olor eléctrico de las rachas de éter que se arremolinaban por la ciudad.

Entonces lo encontró.

Apenas quedaba un indicio en las calles: frutas de estío, rosas, jacinto y miel. El inconfundible olor del attar que usaba Abuela. Casi imposible de conseguir hoy en día, le había dicho con orgullo. Y aún más leve, el olor a aceite y latón cálido del pájaro mecánico que se posaba en el hombro de Abuela para trinar mensajes en clave.

El callejón trasero seguía despejado por el momento. Sospechaba que pronto dejaría de estarlo. Saltó por encima de la barandilla, sintiendo cómo el aire hinchaba la capa que había confeccionado Abuela, y rodó al aterrizar.

El olor susurrante le dirigió hacia el sol del ocaso. Recorrió a toda prisa las laberínticas calles, llenando las fosas nasales con cada respiración. Las palomas y los pájaros sastre levantaban el vuelo a su paso.

Estaba en otro tipo de jungla, pero él seguía siendo un rastreador.


Seis meses antes

—Ichi, ni... —contaba el niño, con los ojos cerrados con fuerza y tapados con las manos.

Oyó risas alrededor y el suelo vibró con los pisotones de los demás, que echaron a correr en todas direcciones. Se concentró en los sonidos: los pies descalzos se alejaron pisando madera y juncos. Su oído era más agudo que el de la mayoría.

—... san, shi...

Aquel juego se le daba mal. Era el más pequeño y lento. Pero solo tenía que atrapar a uno. Con uno sería suficiente. Atraparía a uno y los demás se reirían de ellos.

—... go, roku...

¿Un chapoteo? Alguien había ido al estanque. Eso era trampa. Él no podía ir al jardín. No como los demás. Cuando ellos salían a jugar bajo el sol, él tenía que sentarse en el porche y mirar, dejando colgados sus grandes pies en las frescas neblinas del manantial.

—... shichi, hachi...

Habían tenido que poner aquella norma solo para él, cuando le tocaba buscar. Aun así, era el más pequeño y lento. Le tocaba demasiadas veces.

—... kyu, ¡ju!

Abrió los ojos en la luminosa biblioteca. El sol cálido y dorado brillaba en los paneles de papel y las estanterías llenas de libros y montañas de pergaminos.

—¡Ronda, ronda, el que no s'haya escondido que se'sconda! —gritó. Lo primero que hizo fue salir al porche por la puerta corredera y buscar al tramposo del estanque, entrecerrando los ojos por culpa de la claridad.

Solo vio una grulla, que levantó la cabeza del agua al oírle llegar. La neblina del jardín ondulaba y se mecía con la brisa. Las campanillas de madera colgadas del techo tintineaban y entrechocaban; los amuletos cabezones para prevenir la lluvia se agitaban. Los pétalos rosados se arremolinaban entre sus pies.

Volvió a entrar en casa y se rascó el costado mientras pensaba en los ruidos de las pisadas. Estaba en la Sexta Biblioteca. Sospechaba que la prima Umeyo había ido a la Tercera, pero Ume era buena con él; siempre le daba bocados de sus postres de hielo raspado y le acariciaba la cabeza antes de irse a dormir. La dejaría tranquila en la Tercera Biblioteca y buscaría en otro sitio. A lo mejor en la Décima, donde solía ir el hermano mayor Hiroku, porque allí estaba su libro favoritísimo, el de los ratones y los cuervos. Además, a Hiro no le interesaba tanto jugar al escondite.

Recorrió el pasillo atravesando haces de luz dorada. Trató de ser lo más silencioso posible.

Una racha de viento sopló desde la derecha y tensó los paneles de papel. ¡La entrada! Alguien acababa de abrir la puerta. Se giró hacia la entrada y deslizó el panel de un tirón.

—¡Te he pillao!

La puerta de la entrada seguía cerrada. Un gigante pálido le miraba desde lo alto. Su ojo azul pestañeó.

—En efecto, pequeño cazador —dijo con voz retumbante.

Tendría que darle la bienvenida.

Le habían explicado que debía inclinar la cabeza y decir "bienvenido a nuestra casa".

¿Cómo se llama? ¿Quiere que anuncie su llegada? ¿Ha tenido un viaje largo? ¿Necesita zapatillas?

Los pies del gigante eran más grandes que su propia cabeza y tenían uñas del tamaño de dedos.

El gigante se agachó delante de él y seguía siendo el doble de alto. Olía a hierba en verano y árboles desconocidos. Su ojo azul tenía líneas rojas, como cuando Hiroku se quedaba leyendo hasta muy tarde. Donde debía estar el otro ojo solo había una cicatriz.

—Creo que aún no nos han presentado —dijo el gigante. Sus dientes eran enormes y numerosos.

Oyó pasos en el pasillo que hicieron crujir las tablas, pero no apartó los ojos del gigante, porque ¿y si se daba la vuelta y los dientes se acercaban?

—Estás temblando. —El ojo azul celeste del gigante le miró de arriba abajo—. No tengas miedo.

¡SEÑOR GATO! —Los dos se sobresaltaron al oír un chillido procedente del pasillo. Era la voz de la hermana mayor Rumiyo, que se alejó corriendo por el pasillo—. ¡Mamáaaaa! ¡Ha venido el Señor Gato!

—Rumi sigue tan alegre como siempre —dijo el gigante con una sonrisa. Entonces retrocedió un poco y se sentó con las piernas cruzadas, apoyando las manos en las rodillas. Inclinó la cabeza—. Estas manos no te harán daño alguno.

Aun así, se apartó un paso del gigante.

—¿Nashi?

No había oído los pasos, porque ella era grande y ya no tocaba el suelo a menos que quisiera, pero vio su sombra proyectada en el pasillo y corrió a esconderse detrás de sus piernas.

—¿Qué te...? Ah. Bienvenido a Kamigawa, amigo mío —saludó ella.

Asomó la cabeza por detrás del vestido turquesa de ella. El gigante pálido se levantó e hizo una reverencia con gran respeto.

—Me alegro de verte, Tamiyo.

—Lo mismo digo. —Bajó la cabeza y sonrió mientras se colocaba una oreja detrás del hombro—. Nashi, este señor es Ajani. Forma parte de nuestro círculo de historias. —La voz de Tamiyo era como un jarrón de porcelana, fresca y reluciente—. ¿Te acuerdas de Narset? Ajani también puede caminar por detrás del aire.

Narset le había contado historias que avanzaban en largos círculos inconexos y se había tumbado con él en el tejado a ver las nubes. Se había reído con todos sus chistes, pero de ninguna de sus palabras. Las historias de dragones eran las favoritas de Narset.

—Ajani, te presento a Nashi —dijo Tamiyo acariciándole la cabeza—. Ahora es parte de nuestra familia.

—Es un honor conocerte. —El gigante, Ajani, volvió a hacer una reverencia.

Él se quedó detrás de las piernas de Tamiyo, pero correspondió el gesto, como le habían enseñado.

—Igualmen...

¡SEÑOR GATO! —Una silueta de color marfil pasó a su lado como una centella.

Ajani se agachó justo a tiempo para estrecharla entre sus enormes brazos.

—¡Cuánto has crecido! Hola, Rumi.

—¡Hacía mucho que no venías! —Rumi iluminó la entrada con su entrañable sonrisa, a la que le faltaban algunos dientes. Las tablas del pasillo retumbaron cuando los hermanos y los primos llegaron corriendo, saltando y flotando en pequeños tramos. Rumi se puso de puntillas para revolver el pelaje de Ajani—. ¡Seguro que tienes historias estupendulosas!

—¡Es Ajani!

—¡Cuéntanos otra vez la del dragón!

—¡Yo quiero la del agujero en el mundo!

Los niños pueblo-lunar corretearon alrededor de Ajani, fascinados con su pelaje pálido, su enorme hacha de dos cabezas y la capa blanca que llevaba a la espalda. Hiroku era el más alto, pero apenas llegaba hasta el pecho del gigante. Rumi había trepado a los hombros de Ajani y ahora se reía de los demás desde lo alto.

—¡Niños! —Tamiyo puso orden dando dos palmadas.

—¡... y ahora mando y...! Oh. —Rumi se sonrojó al ver que había sido la única desobediente.

—Ajani es nuestro invitado. Es de mala educación recibirle con exigencias. —Tamiyo entrelazó las manos a la altura del vientre y el gigante dejó a Rumi en el suelo—. Ha hecho un largo viaje para venir a vernos. Rumi, dile a tu padre que prepare un almuerzo de bienvenida. Los demás, id a ayudar.

—¡Pero no puede irse sin contarnos sus historias! —chilló Rumi cruzándose de brazos y levantando la barbilla—. Es una norma incuestionable, mamá. Quien se vaya de aventuras tiene que contarlas cuando regrese.

—Ay... —Tamiyo miró a Ajani apretando los labios en una línea severa, pero sus ojos sonreían—. Ha salido a su padre.

—No te preocupes —respondió el gigante con cortesía. Bajó la vista hacia la multitud y se llevó una mano al pecho—. No me iré sin antes contaros una historia.

Aun así, los demás se marcharon protestando. Querían oírla ya.

—Vamos, Nashi. —La prima Ume le agarró de una mano, con los ojos lavanda abiertos de par en par y llenos de entusiasmo—. Ayúdame a preparar las bolas de arroz.

—Vale —dijo él dejándose llevar. Echó un último vistazo atrás mientras se iba con los otros niños por el pasillo.

Tamiyo levantó una mano hacia el brazo de Ajani. Tenía una expresión preocupada que solo había visto mostrar a Genku a altas horas de la noche, cuando se suponía que todos los demás dormían.

—Llevabas meses sin visitarnos —dijo casi imperceptiblemente—. ¿Dónde está Elspeth?

El cuello del gigante se dobló como un sauce bajo la lluvia. La luz de su ojo se apagó.

—Elspeth... no va a venir.

Ume giró por un pasillo y le llevó con ella.


El rastro llevó a Ajani hasta un nuevo grupo de inspectores.

Observó desde lo alto de una torre de latón mientras ellos deambulaban por las calles, desmontando cuidadosamente cualquier máquina que encontrasen. Cuales hormigas, se movían en fila por los bordes de cosas mucho mayores que ellos, recortando trozos minúsculos para llevarlos a un lugar donde nadie volvería a verlos.

El ambiente cargado tras una batalla aún era perceptible; olía al aroma eléctrico del éter y a metal quemado.

De pronto sintió una presión en la espalda, apenas lo bastante fuerte para saber que se trataba de la punta de un arma blanca.

—¿Te has extraviado o qué? —preguntó una voz femenina y ligeramente burlona.

Impresionante. No la había oído ni olido en absoluto. Fuera quien fuese, no era una cazadora aficionada. Ajani desplazó su peso despacio...

—¿Piensas saltar? —La punta del arma se revolvió ligeramente, juguetona—. Hay formas más fáciles de morir, qué quieres que te diga. Si bailas entre las corrientes de éter, acabarás rizándote los pelos.

Se tranquilizó. Aquella frase la utilizaban los amigos de Abuela para identificarse unos a otros; era una referencia velada al blasón de los Cónsules. También le había enseñado la respuesta adecuada.

—Entonces es mejor quitarte los zapatos y dejar que te ricen los dedos de los pies. —Una referencia a la modificación del símbolo que hacían los renegados.

—¡Ah, estupendo! —El arma se retiró—. Mil disculpas, compañero. Ya ves que no hemos tenido un buen día, que digamos.

Estuvo a punto de girarse, cuando de pronto una elfa se dejó caer a su lado, sentándose en el borde del tejado con las piernas colgando. Aparentaba estar en el final de la adolescencia, aunque los elfos podían tener aquel aspecto y ser mucho más viejos que él, en realidad. Su atuendo era una mezcolanza de tonos violetas y grises oscuros, adornado con una cantidad tremendamente excesiva de saquitos y cinturones. Dos aros oscuros de metal contenían una cascada de trenzas azabache que probablemente llegarían hasta la cintura al soltarlas. La elfa olía a almendras, té negro y sudor.

—Menudo espectáculo, ¿verdad? —Vigilaba a los inspectores mientras balanceaba los pies como una niña inquieta. Media docena de pequeños insectos metálicos se aferraban a los hombros de su capa: mariposas de latón que batían alas de seda en una ingeniosa imitación de la vida, arañas de acero templado que se mantenían completamente inmóviles excepto por sus ojos inquietos. Varias flores vivas, de color violeta y añil, asomaban entre las costillas metálicas de los constructos.

—¿Qué buscan? —preguntó Ajani.

—Vete tú a saber —respondió la elfa, despreocupada—. ¿Trampas, tal vez? —Gorjeó una risa como un ave cantora—. ¡Esa sí que sería buena! Imagínatelos buscando algo que ninguno de nosotros utilizaría jamás. —Le miró con sus alegres ojos plateados—. A todo esto, puedes llamarme "Hojasombrya", con ye en vez de i.

¿Hojasombrya? —repitió él, incrédulo.

—¿A que es un alias genial? —dijo sonriendo de oreja a oreja.

—Es... ingenioso, sí —concedió Ajani con diplomacia. Abuela le había hablado de una joven fraguavidas de gran talento, una elfa Vahadar que vivía en la ciudad. Según ella, era un prodigio que forjaba insectos mecánicos capaces de atrapar y desmantelar los tópteros de vigilancia del Consulado. Sin embargo, cuando Ajani le preguntó el nombre de aquella joven prodigiosa, Abuela solo había respondido con un largo suspiro.

—Pues se me ocurrió a mí solita, que lo sepas. Creo que tiene muchísimo gancho. —Agachó la cabeza e intentó mirar bajo las sombras de la capucha de Ajani, pero él se giró en el acto y cerró la capucha con sus manos de latón—. Ah, un hombre misterioso, ¿eh? —se burló ella dándole dos codazos en el costado—. Me gusta tu rollo.

—¿Mi...? —Ajani carraspeó—. ¿Sabes dónde está Abuela?

La sonrisa de la elfa se desvaneció. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más discreta, más... adulta.

—No lo sé. He venido en busca de nuestra líder. Teníamos que encontrarnos en otro sitio, pero se ha retrasado. —Se llevó una mano a la boca y mordisqueó una uña que ya estaba muy roída—. Si no está aquí, sospecho... que el Consulado puede haberla capturado.

—Así es. Se lo he preguntado a un inspector que había allanado el hogar de Abuela.

—¿Se lo has preguntado? —dudó ella disparando una ceja hacia el cielo.

—He necesitado un poco de persuasión —respondió él apretando un puño enguantado en metal—. Ahora estoy siguiendo el rastro de Abuela, pero lo he perdido por culpa de los inspectores.

—Mm, mm, mm... —dijo Hojasombrya, pensativa. Ajani pestañeó. ¿Había dicho un murmullo en voz alta?—. Hay un refugio renegado por aquí cerca. Quienes hayan huido del embrollo de esta tarde probablemente estén escondidos allí. Puedo enseñarte el camino.

—Te lo agradecería —aceptó Ajani inclinando la cabeza.

Hojasombrya se levantó de un salto y se sacudió la parte de atrás de los pantalones.

—¿Puedes seguirme el ritmo saltando entre los tejados y tal? —Su voz volvía a sonar alegre; su preocupación se había disipado como el rocío al salir el sol.

—Ponme a prueba —respondió él sonriendo debajo de la capucha.

—Genial. —Giró la cabeza hacia una de las mariposas mecánicas que descansaban en su hombro y le silbó seis notas. Cualquiera que no las entendiese creería haber oído el trino de un pájaro. El insecto de metal se alejó revoloteando y sobrevoló en un círculo irregular la zona por donde deambulaban los inspectores—. Así tendremos un ojo vigilando este sitio —explicó ella con un guiño—. Vamos. —Y entonces echó a correr como un alce y saltó ágilmente a un tejado cercano.

Para cuando Ajani se levantó, la elfa estaba a dos edificios de distancia y trataba de disimular sus risitas, pero sin conseguirlo. Entrecerró el ojo para medir los huecos que tendría que saltar. Para él, evaluar las distancias era una cuestión de intuición, deducción y experiencia. Echó a correr, saltó y aterrizó junto a Hojasombrya.

—Piernas fuertes, por lo que veo —dijo ella sonriendo con la mirada.

Le guio a través de las azoteas caldeadas al sol, bajo tendederos llenos de prendas de lino, alrededor de chimeneas, sobre pilas de escombros y escaleras decrépitas y por encima de calles abarrotadas de miles de vidas. El recorrido era más largo de lo necesario, en espiral, y volvía a lugares por los que ya habían pasado. "Bien", pensó Ajani. Eso significaba que ella no confiaba plenamente en él; cualquiera que no tuviera tan buena memoria ni sentido de la orientación sería incapaz de volver a hacer el recorrido.

Se internaron en las sombras de un edificio de apartamentos con el tejado derrumbado; el piso superior parecía un pequeño lago resplandeciente con agua salobre. Las paredes de las plantas inferiores presentaban manchas negras de humedad y columnas verdes de vida que se consumía lentamente. Las luces etéreas de las escaleras eran oscuras y frías. El ojo de Ajani no tenía problema para ver en la penumbra, pero Hojasombrya sacó un palo luminoso azul de uno de sus muchos saquitos.

—No sabía que existieran lugares así —murmuró Ajani en medio del silencio fúnebre—. Desde las alturas, toda Ghirapur parece brillar.

—Bleh —gruñó ella. No, lo había dicho.

—¿Lees mucho? —le preguntó.

—Mi madre decía que demasiado —respondió ella, confusa—. ¿Por?

—Simple curiosidad.

El camino estaba bloqueado por una puerta cerrada con un dispositivo complejo que zumbaba sin parar.

—Hace seis meses, todo este bloque aún tenía energía. —Hojasombrya se detuvo, cerró los ojos y ensayó una serie de movimientos rápidos en el aire antes de aplicarlos a los controles del mecanismo. El zumbido cesó y la puerta se entreabrió—. Entonces, los del Consulado decidieron que era un "vecindario abandonado" y cortaron el éter para desviarlo a la construcción de la Feria de Inventores. —Su boca se crispó cuando cerró la puerta detrás de ambos—. Qué casualidad que en todos los barrios "abandonados" vivan renegados y simpatizantes. Pero nos juran que restablecerán el suministro cuando termine el mes —dijo con un bufido.

Ajani olió el miedo y la inquietud antes de oír el murmullo de la conversación. Cuando doblaron una esquina, las voces callaron.

—Soy yo —saludó Hojasombrya—. ¿Alguien ha visto hoy a la señora Pashiri? Creemos que estaba con nuestra líder.

Un niño vedalken apareció de la nada y se colgó del brazo de la elfa.

—¡Hola, Va...!

¡Hojasombrya! —siseó ella.

—Cla... Claro. —El vedalken retrocedió un paso y sus ojos vagaron entre la elfa y su acompañante encapuchado—. Hola, señorita Sombrya. Digo... doña Hoja. ¡Jefa! Me... Me alegro de que estés bien. —Sus ojos infantiles relucían de admiración.

—¡Pues claro! —afirmó ella hinchando los mofletes y llevándose las manos a la cadera—. Esos patanes del Consulado nunca podrían trincar a la astuta Hojasombrya.

—Disculpad... —Una humana vestida con una túnica dorada y celeste se acercó; cada vez que apoyaba la pierna izquierda, su rostro hacía un gesto de dolor. Tenía una melena magnífica, ni alisada, ni atada ni anudada. Se irguió con orgullo—. Yo estuve con la líder. Nos separamos e intenté reunirme con ella, pero entonces... —Dejó la explicación inconclusa. Estaba nerviosa y olía a agotamiento y miedo. Ajani se acercó a ella y se encorvó para ponerse a su altura.

—Por favor, ¿puede decirme lo que ha visto, señorita...?

—Tamni —respondió ella—. Cuando... Cuando la encontré, el Consulado la había rodeado. Uno de ellos la había apresado. Tenía un brazo artificial. No era un accesorio, sino una prótesis. —Frunció el ceño y su mirada se perdió en el recuerdo de la escena—. Solo tenía tres dedos. De metal oscuro. Desprendían una luz violeta, no azul etérea. Parecía... primitivo.

Bajo las sombras de la capucha, nadie pudo percibir la tensión de su mandíbula.

—¿Y la Abuela Pashiri?

—También estaba allí, escondida entre la multitud. —Tamni tragó saliva—. Y entonces aparecieron tres desconocidas. Una era pelirroja, otra vestía de negro y la tercera, de verde. Los inspectores se llevaron a Pia... A nuestra líder. Las desconocidas huyeron. Las seguí y las vi discutir; entonces, la de negro se marchó. Pashiri también las había seguido y se llevó a las otras dos. Las condujo a Kujar.

Kujar, un distrito rico, grande y verde. El hogar de muchos cónsules. La zona estaba muy vigilada, sería difícil entrar. Su presencia llamaría la atención allí.

—Yo solo... Solo observé. —Los ojos de Tamni se humedecieron y escupió las palabras a sus propios pies.

—¿Eres una guerrera? —preguntó Ajani.

—¿Una gue...? ¡No! No, yo solo... Solo sé construir cosas. —Se miró las manos chamuscadas y callosas.

Ajani se planteó apoyar una mano en el hombro de Tamni para calmarla, pero no lo hizo: no la conocía lo bastante bien como para tratarla con tanta familiaridad.

—Lanzarse a la batalla sin estar preparado no es un acto de valentía: es una necedad. Eso solo trae más muerte. —Habló en voz baja, pero firme—. Has conseguido esta información haciendo todo lo que has podido. Daremos buen uso de ella.

—Pero tendría que haber hecho... algo —balbuceó la humana mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de una mano.

—Has presenciado lo ocurrido. Has contado la historia. Ahora, otros saben lo que deben hacer. —Asintió en señal de respeto—. Gracias por todo.

Tamni no dijo nada y volvió a sentarse entre las sombras.

—La cosa no pinta bien, ¿verdad? —murmuró Hojasombrya—. En Kujar es todo muy espacioso, con jardines, árboles y tal. Hay mogollón de muros y guardias. Y tú das el cante, compañero, por mucho que vayas todo encorvado. —Se volvió hacia el niño vedalken—. Dayal, reúne a las tropas.

—¡A la orden, señorita Sombrya! —respondió él con una gran sonrisa.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntó Ajani.

—Soy la mejor fraguavidas que jamás conocerás —dijo ella con aire jocoso—, pero no soy la única que conocerás. —Dayal correteó por la sala avisando a gente con animales mecánicos apoyados en su cuerpo o sentados junto a ellos—. Yo tengo mis insectos. Otros crean pájaros, ratones, gatos, serpientes, ranas e incluso chuchos que ladran como descosidos. Solo hay un gigante como tú, pero en Ghirapur hay miles de pequeñas creaciones como las nuestras.

—Puedo seguir el rastro yo mismo. —No quería que nadie más se metiera en problemas.

—Claro, grandullón. —La elfa se rio—. Pero nosotros podemos encontrarlas antes. ¿Cómo era el dicho ese? Tropecientos ojos ven mejor que dos, o algo así. Y no te preocupes —trinó estrechándole un brazo—, que no me separaré de ti. Así te mantendré alejado del peligro y... —Le apretó el bíceps y se quedó pasmada—. Y si tenemos que echar abajo alguna puerta, de eso te ocupas tú.

Ante ellos se reunió un grupo de jóvenes con maravillas de latón y madera que se pavoneaban y emitían pequeños chasquidos. Ninguno de los amigos de Hojasombrya parecía tener más de veinte años.

—A todo esto, ¿de qué conoces a la señora Pashiri? —preguntó ella.

Midió sus palabras. ¿Cuánto le convenía explicar?

—Me está ayudando a encontrar a un hombre. Un hombre peligroso que podría estar trabajando para alguien aún peor.

—¡Ja, pues sí que eres un tipo misterioso! —se rio su compañera—. Venga, en marcha, entonces.


Seis meses antes

Nashi reptaba bajo las tablas, arañándose las caderas con las vigas que subían desde el piso inferior.

Hacía un tiempo, había encontrado un agujero en la pared de su dormitorio, oculto tras el arcón donde guardaba la ropa. Sus hermanos y primos no cabían por él y, si Tamiyo y Genku sabían de aquel agujero, no decían nada al respecto. Desde allí, Nashi podía revolverse en silencio entre los pisos inferiores de la gran biblioteca, observando a través de los agujeros en la madera, escuchando y sintiendo la presión de las tablas compactas. Nadie podía verle en aquella oscuridad personal. En ocasiones pasaba horas allí, llevando consigo juguetes y libros, escuchando el correteo de los otros niños mientras le buscaban.

A veces le gustaba ser el más pequeño y lento.

Reptó hacia el comedor, donde Tamiyo y Genku se sentaban con el gigante. Los olores de la comida eran extraños. No eran solo los marrones secos y verdes frescos que comían normalmente. También había rojos grasientos con restos de negro tostado. Nashi sintió un nudo en el estómago y parecía que la garganta se le oprimía, pero no comprendía por qué. Se pellizcó la nariz, respiró por la boca y siguió adelante.

En un rincón había un agujero en la madera que le permitía ver toda la estancia desde arriba. Tamiyo estaba sentaba en su cojín habitual a la cabeza de la mesa baja, con Genku a su derecha. El gigante, Ajani, estaba en el otro extremo, comiendo educadamente de un plato lleno de cubos marrones veteados. Carne. Recordaba la carne. Ahora le daba asco.

—Lo siento, pero he de atender otros quehaceres. —Genku se levantó y se inclinó levemente hacia Ajani—. Si me disculpas...

—¿Mm? —El gigante pestañeó—. Oh, por supuesto. Gracias por la compañía.

Genku se agachó y besó a Tamiyo en la frente. Ella sonrió y cerró los ojos apoyando la cabeza brevemente contra el pecho de Genku; los brazos y dedos de ambos se entrelazaron como la hiedra.

—No os preocupéis y hablad de vuestros asuntos —dijo él—. Me haré cargo de los niños.

—Gracias —respondió Tamiyo—. Seguro que mis padres están exhaustos de cuidarlos. —Genku recogió los platos vacíos y se marchó, deslizando la puerta con un pie.

El gigante parecía incómodo. Las campanillas tintineaban con la brisa. En un rincón de la estancia, la cocina de carbón aún ardía sin llama. Cuando Nashi la miraba, su corazón latía muy rápido y sus dedos se clavaban en la madera, así que observó a Tamiyo y Ajani. Los símbolos violetas en la frente de ella estaban enroscados de preocupación. Cuando las pisadas de Genku se alejaron, al fin habló.

—Habías ido a Theros en busca de Elspeth. ¿La encontraste?

—Sí. —Daba la impresión de que Ajani profundizaría en su respuesta, pero no lo hizo. En vez de eso, se fijó en unos bártulos con un grueso diario encima de todo—. ¿He venido en mal momento? Parece que estás preparándote para un viaje.

—¿Conoces el plano de Innistrad? —preguntó ella. El gigante negó con la cabeza—. El año pasado me instalé varios meses allí para estudiar la luna. Es fascinante. —Tamiyo se inclinó hacia delante y sus ojos se iluminaron—. Toda la magia del plano se inclina ante ella y sus ciclos establecen patrones. Incluso muchas de las criaturas nativas... —Hizo una pausa y empezó a enredar con la manga de su vestido—. La última vez que consulté a Jenrik, un lugareño con el que colaboro, me informó de varias observaciones anómalas. Cambios en los patrones del maná y en las corrientes marinas. Me gustaría estudiar los efectos que tendrá en la vida autóctona.

—Entiendo —dijo él. Posó sus inmensas manos en la mesa y se quedó mirándolas.

—Ajani, si no quieres contarme lo ocurrido, ¿por qué has venido?

El gigante respiró lentamente. Unas cargas inmensas se ocultaban detrás de su expresión.

—No... No vi a Nashi la última vez que vine. No es como sus hermanos.

Tamiyo suspiró como cuando Genku y ella discutían y él trataba de dejarla con sus libros.

—Nashi es un nezumi, las gentes que habitan en los pantanos.

Nashi se estremeció en el techo. Quería escuchar, pero temía lo que pudiera oír.

—Hace varios años, unos Planeswalkers incendiaron su aldea —continuó Tamiyo.

Nashi se quedó sin aliento.

—¿La incendiaron? ¿Por qué?

El carbón de la cocina refulgió monstruosamente junto al gigante.

—No lo sé con exactitud. Fue por orden de un criminal llamado Tezzeret. Quería que inclinaran la cabeza ante él. Que sirvieran a su "Consorcio".

El carbón escupió una luz rojiza y dorada por toda la habitación, danzando y brillando y devorando y consumiendo y oscureciendo todo lo que no fuese ella. Se rascó el costado en el lugar donde no le crecía pelaje. Donde la piel seguía roja y arrugada.

Tenía que salir de allí.

—¿Tezzeret? He oído hablar de ese hombre. Elspeth... le conoció en Mirrodin.

Tenía que salir ya.

Cerró los ojos. Se apartó del agujero y retrocedió en la oscuridad. Se retorció hacia un lado, seguro de que el martilleo de su corazón haría ruido contra la madera. Pam, pam, pam, pam...

—Trabajaba con los enemigos de Elspeth. Eso fue hace... ¿dos años?

Noche y estrellas. Oleadas de calor y dolor. ¡El techo! ¡El techo! ¡Llévate al niño! ¡Salid!

Las chozas arden. Todo desprende calor y una funesta luz amarilla. Mamá le lleva en brazos. Corre. ¿Y papá? ¡¿Y papá?! ¡¿Dónde está papá?!

Un fuerte crujido. Mamá se detiene en seco. Él mira entre sus brazos. Las chozas se han venido abajo. El camino está bloqueado. Hay fuego detrás de ellos, que se eleva sobre dos piernas y ruge a las estrellas. Los tejados estallan en llamas cuando avanza entre las chozas, soltando chispas a su paso.

—¿Dos años? Es imposible, Ajani. Tezzeret murió hace... tres años, creo. Sus compañeros le traicionaron y los supervivientes de la aldea de Nashi lo mataron. Un dragón negoció por el cadáver.

—¿Un... dragón?

Corre y no mires atrás. El pelaje de mamá humea alrededor de las palabras. Oigas lo que oigas, corre.

Le protege entre sus brazos y salta a través de las llamas. Le empuja para que siga. Tropieza. ¡Huye! ¡Corre!

Y él corre. Su piel se agrieta con cada doloroso paso. Quiere dejarse caer, enterrarse en el suelo. El barro es fresco. Estará bien si consigue enterrarse.

Un grito. Mira atrás...

Mamá está ardiendo. Un hombre de llamas vivientes la sostiene en alto. Chilla de dolor, se retuerce en el aire...

Huele a carne quemada.

Nashi sollozó. Solo una vez. Fue imposible evitarlo.

La conversación se interrumpió. Nashi se cubrió los ojos con las manos y se hizo un ovillo, temblando en la oscuridad. Oyó un rumor de sedas en el comedor.

—Nashi, sal, por favor —pidió la voz suave Tamiyo justo debajo del escondite. Levantó un panel del techo para que descendiera por el hueco.

Debería huir. Esconderse. Ir al rincón más angosto y lejano de los túneles hasta que ya no fuera el más pequeño y lento ni volviera a tocarle buscar jugando al escondite ni nadie se riera de él ni nadie le tocara la piel arrugada ni nadie dijese que era un bicho sarnoso.

—¿Recuerdas lo que te dije? —La pueblo-lunar susurró hacia el techo un mensaje dirigido solo a él—. Puedes sentarte conmigo cuando quieras.

Se dejó caer en sus brazos y enterró la cabeza en su pecho. El mundo se meció mientas ella caminaba y se sentaba, colocándole en el regazo. Sus brazos cálidos le envolvieron. Nashi se mordió el labio e intentó no temblar. El gigante seguía allí. Era alto y fuerte y tenía grandes dientes y seguro que nunca había tenido que...

—No reprimas lo que sientes. —Tamiyo apoyó la barbilla en la cabeza de él y empezó a acunarle—. Estoy contigo.

Las lágrimas manaron, cálidas, y no dejaron de brotar.

—Todo acto tiene consecuencias —dijo Tamiyo a Ajani—. A veces, la gente como nosotros... olvida lo grandes que son nuestros pies.


Un pájaro sastre mecánico, en una asombrosa imitación de la naturaleza, descendió entre el humo de un puesto de comida. Su núcleo era de madera mohosa, sembrada de flores; el armazón era de metal blanco y dorado; las alas, de seda teñida de tonos claros. Revoloteó hacia abajo, extendió sus patas de latón y aterrizó suavemente en el ancho hombro de Ajani.

Observó a la criaturita redonda mientras le piaba con un ritmo regular, staccato, como hacían las aves de latón de Abuela.

—¿Está... hablando?

—¿Mm? —Hojasombrya volvió hacia él sus ojos argénteos y sus mofletes llenos de pollo asado—. ¡MM! ¡MMF! —Señaló al pájaro con su brocheta vacía y tragó parte del bocado que masticaba—. ¡Mihir! —dijo por un lado de la boca. Tragó el resto de la carne con esfuerzo, se dio varios golpes en el pecho y tiró el palo en un cubo con otros deshechos del puesto donde había comprado la brocheta.

En realidad no la había "comprado", exactamente. El dueño del puesto, un elfo anciano y de expresión inescrutable, había visto con un centelleo en el ojo cómo una de las arañas mecánicas de Hojasombrya pescaba una moneda del bolsillo de un inspector del Consulado y se la depositaba en la mano, para luego hacer una reverencia con un chasquido.

Estaban en la linde de Kujar, en un mercado abarrotado que separaba el distrito de otro menos distinguido. Un lugar, en palabras de Hojasombrya, al que la gente venía a vivir como los pobres o a codearse con los pudientes, dependiendo de qué lado procediera. Parecía fascinada con la multitud y no paraba de señalar a gente conocida ni de contarle un centenar de historias simpáticas y poco memorables acerca de la historia del mercado.

Ajani sentía un dolor de cabeza muy fuerte. El aparato musical instalado en el otro extremo de la plaza no había parado de sonar desde que habían llegado y sus colores arrojaban reflejos chillones por el empedrado. Los altos metálicos y los bajos retumbantes le hacían daño en los oídos.

Panharmonicon
Panharmónico | Ilustración de Volkan Baga

—Es uno de los pájaros de Mihir. El código lo inventamos entre todos. ¿A que somos listos? —Hojasombrya sonrió y sus dientes contrastaron con su piel oscura—. Han visto a Pashiri hace veinte minutos. De camino a Dhund.

—Bien —respondió él tratando de no alzar la voz en medio del gentío—. ¿Qué es Dhund?

—¿Conoces el mercado nocturno de Gonti?

Asintió. Era un secreto a voces: un lugar de comercio ilegal organizado en los restos de una antigua planta de energía, una reliquia de una época anterior al éter. El mercado nocturno ofrecía inventos de seguridad cuestionable y moralidad dudosa a cambio del precio o los favores adecuados.

—Dhund es un complejo que el Consulado construyó bajo el territorio de Gonti. Un laberinto de túneles y salas interconectadas. Conductos, alcantarillas y demás. Es el cuartel de los espías consulares y también sirve de cárcel para prisioneros importantes. Todo muy secreto, ya sabes —añadió con un guiño.

Un brazo de la ley que operaba desde las alcantarillas, oculto bajo los pies de ciudadanos nada respetables. En aquel mundo, todo parecía estar al revés. Miró hacia el sol poniente.

—Sé llegar al mercado nocturno desde aquí. ¿Conoces alguna forma de entrar en Dhund?

—Te llevaré a una entrada. —Hojasombrya parecía ofendida—. Y conocemos unas cuantas, no habrá problema.

—No, tú no vendrás —objetó él.

La elfa apretó los labios y frunció el ceño.

—¡Ni se te ocurra decirme lo que...!

Hojasombrya —la interrumpió—, han tendido una trampa para Abuela. Salir de allí será más difícil que entrar. Necesitaremos que nos ayuden desde el exterior. ¿Puedes conseguir algún medio de escape? Hará falta un transporte rápido. Discreto.

—Hm... —Resopló y sus ojos recorrieron una pared cercana, aunque realmente no le prestaba atención—. Un tóptero —dijo levantando la vista—. Los del Consulado se fabrican en serie. Todos tienen las mismas características y los mismos puntos débiles. Nuestra líder me enseñó a robarlos.

—¿Y te enseñó a manejarlos? —le preguntó con seriedad.

—Digamos que bastante bien.

—Será suficiente.

—Vale, pues tengo una idea. —Dio un golpecito al pájaro mecánico posado en el hombro de Ajani. Silbó y trinó una larga serie de notas que sonaban como el gorjeo de un ave. El constructo batió las alas y respondió con un trino alegre—. Ahora es tuyo. Cuando te acerques a una entrada de Dhund, volará hacia ella.

—Gracias. —Se giró para ponerse en marcha, pero la elfa lo sujetó por el hombro.

—Eres un amigo de la señora Pashiri. Si no, no te habría dicho nuestros códigos. Y ahora vas a meterte en las fauces del Consulado para ayudarla. —Levantó la barbilla y se llevó un puño a la cadera—. Ahora eres uno de los nuestros, y quien diga lo contrario tendrá que vérselas conmigo. Pero no me has dicho tu alias. Eso es de muy mala educación, compañero. —Hojasombrya se cruzó de brazos y dio golpecitos en el suelo con un pie, enfadada.

—No tengo... —Ajani se quedó mirándola, completamente desconcertado—. Algunos me han llamado Gato Blanco, supongo.

—Eso no tiene ni pizca de gancho —opinó ella dirigiéndole una mirada crítica—. ¿Por qué te llaman así?

Ajani hizo una pausa. Le parecía una insensatez hacerlo, pero la elfa le había ayudado, había confiado en él y no le había pedido nada a cambio.

Se acercó a ella y levantó ligeramente la capucha.

Los ojos argénteos de Hojasombrya se pusieron como platos. Ajani pudo ver sus propios rasgos reflejados en ellos: el pelaje blanco, el ojo azul y el que había perdido, los bigotes y el amplio hocico.

—Lástima que ocultes un rostro tan noble —lamentó ella con una sonrisa.

Ajani le hizo una reverencia, pero no según la costumbre de Kaladesh, sino al uso de la Naya de su juventud. Aquellas gentes eran amables, pero también muy extrañas.

—Me pongo en tus manos, Hojasombrya. —Volvió a cubrirse completamente con la capucha y se puso en camino.

—Vatti.

Se giró hacia ella.

—¿Cómo?

—Es mi nombre corriente: Vatti —explicó con una sonrisa torcida—. Me has confiado un secreto. Es lo justo, ¿no? Y ahora vete y trae ese pájaro de una pieza. Mihir querrá recuperarlo y más me vale no estar en deuda con él. —Le dio la espalda y se marchó trepando por un canalón.

Ajani se volvió a su vez y examinó la pared más cercana mientras flexionaba las manos enguantadas en latón.

Alféizar. Ladrillos sueltos. Canalón. Tubería de éter que conducía al siguiente edificio.

El camino era tan obvio como un helecho partido, como una huella en la orilla de un río.

Se impulsó hacia arriba y saltó apoyándose en las puntas de los pies, clavando los dedos metálicos en los ladrillos y sujetándose al hierro forjado. El pájaro artificial soltó un ligero graznido metálico y se afianzó en el hombro.

Corrió por la tubería de éter y al pasar le llegó el olor de las brochetas del anciano elfo.

Entonces sintió el viento.

Los aromas de la ciudad invadieron sus fosas nasales. El frescor de las sombras y el calor del sol se alternaron por el camino. Sus movimientos se volvieron irreflexivos, instintivos.

Esquivó una chimenea, o tal vez un árbol.

Los espacios que cruzó eran borrones de latón y mármol. No los conocía. No lo necesitaba.

Saltó para cruzar un callejón, o quizá un desfiladero.

Sabía correr. El calor de las piernas, el esfuerzo de los pulmones, el brillo del sol en los hombros... Todos ellos eran viejos amigos. Había tenido una larga juventud corriendo por llanuras y junglas, veloz y silencioso como un rayo de calor.

Saltó a lomos de un pájaro grande, o quizá un tóptero, y lo utilizó para impulsarse a un risco más elevado, o tal vez un tejado.

El ave mecánica emitió un breve píop. Ajani redujo el ritmo hasta detenerse y respiró hondo.

—¿Por dónde? —preguntó al exhalar. El pájaro extendió sus alas de seda y se alejó revoloteando.

Habían llegado a los alrededores del mercado nocturno. Los olores de la ciudad dieron paso a hedores a aceite, éter, óxido y papeles guardados demasiado tiempo en un sótano. Al otro lado del bloque de edificios más cercano resonaba el barullo de una multitud.

El pájaro se posó en una pila de vigas de madera astilladas y manchadas de aceite. Entonces movió la cabeza de un lado a otro y volvió a hacer píop.

Detrás de las vigas había una puerta. Estaba sellada con un dispositivo parecido al del refugio de los renegados.

Ajani bajó de un salto y levantó una nube de polvo al aterrizar. La criatura mecánica trinó de nuevo, pero no como haría un pájaro, sino utilizando el idioma en clave de antes. Revoloteó delante de la cerradura batiendo sus diminutas alas y utilizó el pico para presionar una serie de bloques en la superficie. El leve zumbido de la carga etérea desapareció y la puerta se entreabrió.

—Gracias —murmuró al pájaro, que pio de nuevo antes de marcharse volando.

Penetró en las frías sombras.

Una persona vestida de color carmesí apareció al otro lado y un rayo de sol se reflejó en la punta de un arma blanca.

—¿Adónde crees que...?

En los guanteletes, la mano de Ajani se apretó en un puño. Descargó un potente revés que estampó al guardia contra la pared; se crispó al notar el olor a sangre.

—Lo siento —dijo en voz baja al guardia inconsciente.

Se adentró en los túneles iluminados de azul y olfateó el aire. Retiró la capucha de la capa de Abuela y giró las orejas a un lado y a otro, en busca de pasos.

Dhund estaba repleto de olores desagradables: sudor viejo, orina acumulada, gente confinada en espacios minúsculos. Apestaba a desesperación y personas desaparecidas. A colmillos en la oscuridad.

Entonces lo percibió. Una fragancia tenue le llegó por un túnel a la izquierda: frutas de estío, rosas, jacinto y miel.

Se lanzó como un rayo a través de los túneles, siguiendo el rastro del olor familiar y evitando los lugares donde oía pasos y murmullos.

Llegó a un espacio abierto. La luz azul y blanca del sol de la tarde.

Se deslizó hasta detenerse, escuchó y olisqueó el aire. Oyó murmullos, distorsionados por demasiados ecos como para entenderlos. Un grave tintineo metálico y un siseo desconocido. Botas pisando mármol. Un martilleo amortiguado.

Avanzó con cautela.

La sala estaba compuesta de círculos. Había anillos que llegaban del suelo al techo abovedado, conectados por pasarelas en arco. Unas ventanas ovaladas bajo los aleros filtraban la luz desde lo alto.

El lugar olía como Abuela, pero no estaba allí.

Cerca del centro de la sala, dos guardias con uniforme carmesí y dorado ignoraban escrupulosamente una especie de... caja. Era achaparrada, de metal oscuro, y resoplaba y susurraba desagradablemente para sí misma. Había un olor que no reconocía, un dulzor bilioso que impregnaba la parte baja de su lengua. Distinguió una puerta en un lateral de la caja, con una pequeña ventana incrustada.

Un puño golpeó el cristal. Luego una mano, débilmente.

Desde allí no veía los rostros. No necesitaba hacerlo.

La mano se deslizó hacia abajo.


Cinco meses antes

Habían cerrado la mayoría de las puertas. Las nubes eran imponentes y grises, como una montaña de algodón empapado que contenía el aroma de la lluvia.

Ajani había dejado sus pertenencias en el suelo: la capa blanca, la armadura de bronce, su inmensa arma. Nashi observaba desde la puerta mientras el gigante enrollaba cuidadosamente su futón por tercera vez. Siempre necesitaba varios intentos: sus manos eran demasiado grandes y no estaban acostumbradas a hacer aquel gesto. Ume y Hiro se habían ofrecido a ayudar. Rumi se había aburrido y había salido al patio trasero; ahora daba volteretas laterales entre la niebla, tal como Tamiyo le había dicho que no hiciese. Su vestido estaba empapado y el agua le goteaba de la nariz y las orejas cuando se reía.

Tamiyo se había marchado hacía una semana y les había dejado al cuidado de Ajani mientras ella observaba la luna de otros.

El gigante seguía agachado, plegando, atando y enrollando con paciencia.

—Puedes entrar si quieres, Nashi —ofreció.

Se deslizó por la habitación hacia el hacha del gigante. Era extraña, oscura por un lado y clara por el otro. Se preguntó si aquello tendría algún significado.

Acercó un dedo al filo de la hoja brillante y presionó con suavidad. Parecía grueso. Inofensivo. El gigante levantó la vista.

—¿Por qué no tiene filo? —preguntó Nashi.

—No lo necesita. El impulso hace que corte. El peso.

Presionó con más fuerza.

—Ten cuidado, no es completamente roma. —El gigante recogió el futón enrollado y lo guardó en el armario.

Nashi se recostó y miró el rostro esculpido en la superficie de la hoja: una cara felina que parecía rugir y tenía una barba larga y delgada.

—Te vas a marchar, ¿verdá?

—Sí —respondió él.

—¿Adónde?

El gigante le observó detenidamente.

—A buscar al hombre que mató a tu familia. Nuestros amigos le han visto en un lugar llamado Kaladesh. Alguien le ha dado recursos y secretos y los ha utilizado para comprar una posición de poder.

—Yo también le vi. —Nashi se rascó el costado, donde el pelaje le crecía raro—. Cuando los chamanes le metaron. Estábamos todos en el bosque. Mirando.

—No deberían haber hecho que miraseis —opinó el gigante con un suspiro.

—Dijeron que era improtante —respondió él sin comprender.

—¿Importante? —Ajani empezó a colocarse las partes de la armadura.

—Sí, porque nos había maltretado. Teníamos que ver cómo lo pagaba. Era una cuesitión de honor, así que teníamos que mirar. Eso nos dijeron. —El cielo retumbó. Se rascó la nariz—. Aquel hombre tenía un brazo raro. Otro hombre se lo cortó. Cuando ese hombre hablaba, me dolía la cabeza y no entendía lo que decía.

El gigante levantó su arma y la amarró a la espalda con unas correas. El filo de la cabeza oscura emitió un brillo frío.

—¿Vas a metarlo? —preguntó Nashi.

El viento sopló con más fuerza e hizo que las campanillas del porche tintinearan y entrechocaran.

—No lo sé... —El gigante miró hacia la terraza y su mano descendió hacia la capa blanca. El mundo olía a agua en suspensión, deseosa de caer—. Puede que sea el camino correcto, al fin y al cabo. Hay demasiados que no vigilan por dónde caminan.

Ajani recogió la capa blanca con ambas manos. Tenía restos de manchas de otro color, rosadas como pétalos de cerezo. Se la acercó al rostro e inhaló despacio.

Ilustración de Volta Creation

—¿Eso te pone triste? —preguntó Nashi.

—¿Qué...? No, no... —El gigante pestañeó y se irguió, pasándose un pulgar por debajo del ojo—. Esta capa pertenecía a una amiga. Elspeth. Es un recuerdo de ella.

—¿Dónde está?

—Está... —El gigante pasó una mano por la tela. Nashi advirtió que su ojo era como el cielo: el azul se había vuelto gris, nublado—. La he perdido...

—¿Como yo perdí a mis padres?

Ajani cerró su gran ojo brillante.

—Así es.

Nashi tragó saliva y miró las imponentes nubes.

—Está muerta.

El gigante se estremeció.

—Sí... —dijo en voz baja. Una gota de cristal cálido brotó de su cicatriz—. Elspeth está muerta.

El cielo retumbó. Rumi gritaba algo en el jardín. Trató de recordar lo que le habían dicho los chamanes cuando mamá y papá murieron, pero no podía recordar casi nada. En aquel momento, se había sentido como entre la niebla del jardín: insensible, frío y perdido. Había visto al culpable toser sangre y cieno, pero no había sentido nada. Náuseas, quizá.

No había sentido nada durante mucho tiempo. Ira, a veces. Como cuando la gente decía que debía llamarla mamá o papá. Había muchas personas así. Apenas se acordaba de ellas. Hasta que la pueblo-lunar había venido de la biblioteca para pedir que contara su historia a cambio de la de ella. "Llámame Tamiyo, nada más".

El viento arremolinó los pétalos del porche. Sacó un pie fuera y atrapó uno bajo el talón.

—Tamiyo dice que perder a alguien es como hacerse una herida. Como caerse y lasimarse la rodilla. Tiene que sangrar para ponerse mejor. Y dice que las lágrimas son la sangre del corazón. Tienes que dejarlas salir para ponerte mejor.

—Tamiyo es sabia. —La mandíbula del gigante temblaba.

—Cuando me pongo triste, se senta conmigo. ¿Quieres que me sente contigo?

—Te lo agradecería.

El gigante dobló las piernas y se sentó en el borde del porche, donde terminaba la biblioteca y comenzaba el cielo. Dejó el hacha en el suelo, junto a él. Nashi se sentó al otro lado y dejó los pies colgando entre las nubes. El azul del cielo se había apagado casi por completo. La distancia murmuraba.

Apoyó la cabeza en el hombro de Ajani. Sus brazos eran gruesos como troncos de árbol.

—¿Quieres hablar de tu amiga?

El gigante no dijo nada.

—No tienes que hacerlo.

Las nubes de lluvia destellaron y retumbaron. Extendió los bigotes al viento.

—Nació en un lugar de oscuridad —empezó a relatar el gigante—. Nunca me habló mucho de él. Una tierra devorada por el mal, gobernada por criaturas monstruosas. De las que no matan: de las que te convierten en uno de los suyos. Le hicieron daño hasta que formó parte de su manera de dañar a los demás. Resistió, lloró y soñó. Hasta el día en que vinieron a por ella. Había caído en sus garras cuando deseó marcharse de allí.

—Podía caminar por tras del aire —dedujo Nashi—. Como Tamiyo y tú.

El gigante asintió.

—Despertó en una tierra diferente. Era más brillante, con un cielo lleno de estrellas que correteaban y giraban con color. Pero era muy joven y aquel mundo... no era todo lo amable que podría ser con las personas diferentes. Siguió caminando, hasta que llegó a un lugar donde el sol era cálido y la gente era amable. Le dieron pan, le proporcionaron cobijo y la cuidaron hasta que los temblores cesaron. Permaneció allí muchos años. Le enseñaron a defenderse, a proteger a los demás y a sanar a quienes no habían sido protegidos.

Una mano pálida se posó en el otro brazo del gigante. Hiroku había entrado en silencio, como solía hacer, y contempló el paisaje de las nubes que se acumulaban.

—Fue entonces cuando la conocí, mientras el mundo cambiaba. Me salvó la vida. También era mi mundo, en cierto modo, y luchamos juntos para salvarlo. Sin embargo, la tierra que se había convertido en su hogar resultó dañada y afectada por la batalla, y lo único que ella podía ver era lo que había sido. Siguió caminando, hasta que olvidó la mejor versión de sí misma...

El gigante hizo una pausa y su ojo buscó el horizonte. La distancia se había perdido en la niebla, gris y sin forma.

—Fuimos en busca de ella. Otros y yo. Los monstruos de su infancia habían regresado. Habían abandonado su propio reino sombrío. Otro mundo estaba siendo convertido, un lugar reluciente, frío y magnífico. Partió a luchar contra ellos.

Ajani guardó silencio. Miró el hacha que yacía junto a él.

—No puedo imaginar lo que supone enfrentarte a las pesadillas de tu infancia. Verlas con ojos de adulto y saber que, después de todo, son reales. Son reales y están hambrientas. Caminó hacia sus fauces con el corazón tembloroso y las manos firmes. Luchó hasta que ya no hubo nada más que dar, hasta que no quedó razón para luchar, puesto que toda aquella tierra reluciente se había manchado de negro. Los monstruos ganaron. Y escapó de ellos otra vez.

La prima Ume se sentó de rodillas con un rumor de sedas, doblándose como un cisne de origami. Descansó una mano en la rodilla del gigante y lo miró con sus ojos lavandas, brillantes como estrellas solidarias.

—Regresó a la tierra de los cielos coloridos. Allí fue donde volvimos a vernos. En aquella tierra, se había convertido en una famosa heroína y en una infame villana, portadora de un arma forjada por... por quienes se creen superiores a los demás. —Una sombra oscureció la frente del gigante por un momento—. Le había ocurrido algo. Algo se había quebrado dentro de ella. Nunca hablaba al respecto, pero era evidente que tiraba de sus pies. Caminaba como si avanzase contra el viento, con los hombros encorvados y la vista nunca completamente al frente.

»Aquella tierra se enfrentaba a una crisis. Por sus supuestos maestros, hicimos una travesía hacia el fin del mundo y caminamos entre las estrellas. Luchamos contra un monstruo y vencimos. En agradecimiento... —Apretó las manos sobre las rodillas y sus grandes uñas negras hicieron presión contra la carne—. En agradecimiento, otro monstruo acabó con ella. Justo... delante de mí. Y no pude hacer nada. Nada.

Detrás de ellos, Rumi sorbió por la nariz. Su ropa se había empapado de jugar en el jardín; parecía avergonzada y jugueteaba con una de sus orejas. Se tambaleó apoyándose sobre el exterior de los pies y miró hacia la puerta, un escape.

—Tonta —se dijo a sí misma, o quizá fuera la imaginación de él, y entonces se abrazó a los anchos hombros del gigante, estrechándole con fuerza el cuello y hundiendo la nariz en su pelaje pálido.

Ajani no levantó la vista, pero estrechó entre sus grandes dedos las pequeñas y finas manos de Rumi.

—Caminé entre la gente —continuó—. Compartí la historia de ella, tal como la había presenciado. Tenían que conocerla. Tenían que recordarla. Tenía que importar. Caminé, hablé y no descansé hasta que las palabras arraigaron y continuaron creciendo sin ayuda. Era importante. Y eso hacía... que no necesitara pensar.

Todos estaban con el gigante, escuchando la historia en silencio. La prima Ume. El hermano mayor Hiro y la hermana mayor Rumi. El cielo destelló y restalló.

—En las historias de mi gente, las historias antiguas, las que importan, el héroe pierde a su mentor. Vive, llora su pérdida y sigue adelante para salvar el mundo.

Las nubes retumbaron. Los amuletos contra la lluvia dieron vueltas y danzaron en sus cuerdas. Nashi no sabía qué habría dicho Tamiyo, así que no dijo nada. A veces, Tamiyo guardaba silencio y esa era la solución correcta.

—Tendría que haber sido yo... —susurró Ajani por fin—. Yo, no ella.

Sus enormes manos temblaban, al igual que sus garras afiladas, sus largos dientes y sus brazos gruesos como árboles.

—Mi heroína ha muerto —lamentó él con voz ronca—. Y lo único que ella anhelaba, todo por lo que había luchado tan duro... era un hogar. La cosa más sencilla. La más pequeña.

—No reprimas lo que sientes —dijo Nashi abrazando al gigante, aunque no pudo abarcar ni la mitad de su torso—. Todos estamos contigo.

Los hombros de Ajani se encogieron y temblaron. Se cubrió los ojos con una mano.

La lluvia empezó a caer.

Los niños siguieron sentados con él, formando un bosque de manos apoyadas en sus hombros, brazos, la espalda y las rodillas. No dijeron nada. Simplemente respiraban juntos.

Llovió durante largo tiempo.


Un puño golpeó el cristal. Luego una mano, débilmente.

Desde allí no veía los rostros. No necesitaba hacerlo.

La mano se deslizó hacia abajo.

Estaban matándolas.

Cómo

Matándolas lentamente.

se

Haciendo que sufrieran.

atreven

Ajani saltó por encima de la barandilla, mostrando los dientes.

La capa de Abuela se desprendió de sus hombros en pleno vuelo, revelando la blanca que había debajo.

Tocó los cierres interiores de las manos falsas. Estas se soltaron y cayeron detrás de él.

Se deslizó por el aire como un relámpago en verano, refulgente y silencioso.

Era como si el hacha nunca hubiera abandonado sus zarpas.

Aterrizó y corrió sobre las puntas de los pies, en un interminable impulso hacia delante.

En algún lugar detrás de él, los guanteletes repiquetearon en el suelo.

Un hombre se volvió y le miró con terror. Cabello oscuro. Bigote fino. Ojos marrones. Un miedo hediondo y pegajoso emanó de él.

Ajani lanzó un tajo a la garganta.

A veces, la gente como nosotros... olvida lo grandes que son nuestros pies.

Una magia antigua surgió en su interior, recorriéndole el espinazo. Como había hecho con Tenoch hacía tantas lunas; una vida tan cambiada que ahora parecía la historia de otro. Los ojos del guardia se abrieron como pozos profundos de terror y Ajani se zambulló en ellos, buscando la luz titánica que había más allá.

Por un instante infinito, sostuvo en la palma de la mano el palacio brillante del alma del guardia. Y la evaluó.

Una juventud sintiéndose fuera de lugar, viendo gris donde los demás veían colores vívidos. Los suspiros de un padre decepcionado: "No vales como inventor, supongo". Una vida transcurrida en segundo plano para otros, esperando a que ocurriera algo. Amor por una mujer con una larga trenza y dedos perpetuamente quemados por un relámpago. Un bebé que ríe a carcajadas cuando le pone caras feas. Mañanas de descanso en las que se levanta con el sol y llena una estrecha cocina con los aromas del pan y las especias.

Un copo de nieve con millones de facetas relucientes. Aquí y allí, enterradas en grietas de remordimientos, también había formas retorcidas, sí; momentos oscuros... Defectos que no se pulirían ni restregándolos durante toda una vida.

Pero había muchos menos que en la propia alma de Ajani.

No era un Planeswalker. Tampoco un villano.

Solo un hombre.

Ajani desplazó un pie y alteró el ángulo de caída del hacha.

Acuchilló el peto del guardia, esparciendo fragmentos de metal retorcido por el suelo de mármol. El humano salió rodando por el suelo con la fuerza del impacto.

Llegada oportuna | Ilustración de Chris Rallis

No se derramó sangre.

El otro guardia retrocedió aterrado y sus dedos temblorosos intentaron desenfundar su espada. Ajani se volvió hacia él y le lanzó una mirada penetrante, apoyando el extremo oscuro de su arma en el suelo con un modesto clinc.

El humano soltó la espada y echó a correr hacia la puerta. Daría la alarma. No había mucho tiempo.

Ajani se fijó en los controles de la prisión. Palancas y discos, cosas que daban vueltas y luces parpadeantes. No tenían sentido para él. Tampoco importaba.

Estampó la cabeza brillante del hacha en un pequeño hueco entre la puerta y la pared de la caja. Con un gruñido, hizo palanca utilizando todo su peso y empujó. Resuello a resuello, paso a paso, con los brazos y las piernas rígidos y temblando por el esfuerzo, dobló el metal chirriante.

La puerta saltó de los goznes con un crujido ensordecedor y una nube de humo verde se elevó hacia fuera.

Sentada junto a la puerta, una elfa de ojos esmeraldas acunaba a una joven pelirroja, inconsciente en su regazo.

—¿Dónde está la señora Pashiri? —le preguntó.

—Ahí —respondió ella señalando hacia el fondo de la prisión. La elfa levantó a la pelirroja como si no pesase nada y se apartó para dejarle entrar. Sus ojos verdes miraron al suelo—. He hecho... lo que he podido.

Abuela yacía con los ojos cerrados y apenas respiraba, pero tenía una expresión de calma, con las manos entrelazadas en el estómago. Como cualquier otra tarde, cuando la encontraba durmiendo la siesta en el sofá del salón. El crepúsculo de una vida plena.

Cuando salió de la cámara con ella en brazos, la pelirroja se movió en los brazos de la elfa. Tosió débilmente y pestañeó.

—Nissa... —graznó—. Déjame en el suelo.

Ajani tumbó a la señora Pashiri en el mármol y sus trenzas plateadas se esparcieron alrededor de la cabeza. Apoyó una mano en el estómago de Abuela y cerró los ojos. Un veneno salobre había inundado sus pulmones y arterias, coagulando la sangre y volviéndola seca como la ceniza. Ajani envió hilos de magia a través de ella, quemando la oscuridad e insuflando oxígeno limpio a la sangre.

Abuela movió los párpados y tosió. La ayudó a incorporarse.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó en voz baja.

—Ajani... —dijo con una sonrisa. Entreabrió los ojos y puso la mejor cara de enfado que pudo—. Estás muy flaco. —Le dio dos palmaditas en la mejilla—. Tienes que alimentarte bien.

A pesar del alivio, Ajani no pudo contener un ligero gruñido.

—Sí, Abuela...

La pelirroja respiraba con dificultad y entonces volvió a toser; era una tos seca y áspera. Ajani giró la cabeza y la vio aferrarse a los brazos de la elfa. La tos iba a peor y sus rodillas se contrajeron hasta que la humana casi se plegó en dos. Una gota de sangre asomó en la comisura de los labios. La elfa, Nissa, ahogó un grito al verlo y le frotó la espalda.

—Deberías sentarte —aconsejó, con aquellos extraños ojos llenos de preocupación—. Por favor, Chandra...

—Solo tengo la garganta seca —carraspeó la pelirroja—. Estaré bi... —Sufrió otro ataque de tos y salpicó de rojo el mármol del suelo—. Aj... Eso no es buena señal...

Ajani ayudó a la señora Pashiri a levantarse.

—Me necesitan, aguanta un poco —le pidió antes de volverse hacia las otras dos—. Sostenla en alto. —La elfa asintió e irguió a su compañera.

—Caray, gatito —dijo la humana, Chandra, con un hilo de voz. Su aliento olía a cobre—. Tienes los brazos como Gid.

Se preguntó qué sería el gid. Apoyó una mano en el hombro de ella y cerró el ojo.

El corazón de Chandra latía con unos truenos ensordecedores. Era fuerte, intenso. No le extrañaba que el veneno hubiera actuado tan rápido en su sangre. Los zarcillos plateados de magia sanadora actuaron de inmediato, limpiando las impurezas y aliviando un millar de hinchazones a punto de reventar. La respiración de la joven se calmó y se estabilizó.

—Tendrás que descansar un poco —recomendó abriendo el ojo—. He purgado el veneno, pero tus pulmones...

—Estarán bien —terminó ella, y retiró el hombro de debajo de su mano. Chandra se forzó a sonreír y limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano—. Gracias, de verdad.

Nissa no dijo nada, pero inclinó la cabeza hacia él con modesta gratitud. No había retirado la mano de la espalda de Chandra.

Se oyeron gritos resonando en los pasillos. Los guardias estaban reuniéndose.

—Tu turno —dijo Ajani a la elfa, aunque no parecía muy afectada por el veneno.

—Estoy bien por ahora —rechazó. Giró la cabeza hacia el retumbo que se aproximaba—. ¿Sabes por dónde salir?

Las orejas de Ajani vibraron con el zumbido de un tóptero que se aproximaba. En un extremo de la sala, una ventana reventó y provocó una lluvia de fragmentos de cristal. El pájaro sastre de latón entró revoloteando y haciendo píop sin parar, hasta posarse en su hombro. Nissa miró perpleja a la criatura mecánica; parecía dudar entre considerarla un milagro o una aberración.

—Esa es nuestra vía de escape —respondió él señalando la ventana, desde la que arrojaron una cuerda.

—Ajani, ¿ibas a dejar esto aquí tirado? —Abuela le regañó en voz alta desde otro lugar de la sala y se agachó para recoger los guanteletes que él había soltado—. Gan Ghaheer pasó semanas fabricándotelos.

Tendría que... explicárselo después.

El guardia que había derribado recuperó la consciencia y gimió en el suelo, apoyándose sobre las manos y las rodillas. Se quedó de piedra al ver las inmensas botas de Ajani y levantó la vista poco a poco, dubitativo.

—Vuelve a casa con tu familia —le dijo.

—¿No vas a matarme? —El hombre le miraba con los ojos llenos de terror y asombro.

—Yo no mato —respondió Ajani—. Ya no.


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