Las vidrieras no se elaboran de un día para otro.

Para ello, primero hay que decidir qué diseño se quiere llevar a cabo, además de cómo hacerlo. Eso ya puede suponer varios meses de preparación, sobre todo si el vidriero tiene que colaborar con un artista. Hay que definir las formas y siluetas generales, pero también los elementos menores que se incorporan aquí y allá para recrear la vista. ¿Cuántas plumas deben tener las alas del ángel? ¿Cuántas escamas precisa la cabeza de la serpiente? ¿Cuántos colmillos deben resplandecer bajo la luz traicionera? La escena general, los detalles... Todo tiene que estar pensado de antemano. Hay que entender el resultado que se busca incluso antes de empezar.

Entonces llega el momento de crearlo.

En esta vidriera también se aprecian horas, semanas y meses de larga dedicación. Cada pluma, cada escama y cada colmillo debe hacerse con una lámina distinta y coloreada para un propósito concreto. A continuación, hay que cortarlas con un hierro al rojo y rezar para que ninguna se resquebraje antes de tiempo. Una a una, pieza a pieza, los artesanos y sus trabajadores dedican parte de sus vidas a esta labor.

Y cuando tienes todas las láminas, perfectamente perfiladas y recortadas para ajustar su tamaño, el trabajo todavía no está terminado. Las vidrieras son demasiado frágiles para mantenerse alzadas sin soporte. Hay que unir las partes, que luego forman un conjunto. La hermosa obra se divide en paneles: plumas, escamas, colmillos... Todos con sus propios huecos. Las piezas se montan en una estructura de hierro y entonces, por fin, la labor se da por concluida.

Si tienes suerte, durará unos cuantos siglos hasta que alguien arroje a un ángel contra ella.

Sorin ha visto muchas vidrieras a lo largo de su vida. Él mismo encargó unas cuantas y el proceso siempre lo fascinaba. Al igual que la arquitectura, su compañera habitual, se trata de una labor secular que solo gente como él puede apreciar de verdad.

No es la primera vez que se haya delante de esta vidriera, pero en este momento concreto, cual gota de lluvia que cuelga de una superficie, tiene tiempo de apreciarla. En el ápice se representa a una Olivia Voldaren que sonríe con regocijo, con dos cálices inclinados y llenos de sangre enmarcando el resto de la imagen. ¿Cuánto tiempo debieron de tardar en crear este monumento al ego de Olivia? ¿Cuántas horas de arduo trabajo se dedicaron a moldear todas las curvas de sus labios, sus joyas y sus pestañas?

Mientras que otras familias aprovechan estas oportunidades para destacar a sus vástagos, Olivia acapara toda la atención. Cierto que hay otros individuos salpicando la escena aquí y allá (pluma, escama y colmillo), pero ella reina en toda la imagen, desde su presencia en el ápice, pasando por su retrato en el centro...,hasta el lugar que ocupa ahora en la base de la vidriera, tomando del brazo a Edgar Markov.

Edgar, Charmed Groom
Edgar, novio encantado | Ilustración de Volkan Baga

La imagen que presentan es dolorosamente regia, ella con su vestido de espíritus pesarosos y él con su traje nupcial. Mientras los observa, se fija en otros detalles: sus parientes, que le miran con indiferencia; los invitados de la boda, tan sedientos de drama como de sangre; su abuelo, al que le arrebataron... Una cosa condujo a otra, un panel llevó al siguiente: los vampiros se descontrolan, él crea al ángel, el ángel muere, él es humillado y Olivia ocupa el vacío de poder.

Mientras ella le da un sorbo al cáliz de sangre, le señala con una sonrisita en los labios. Sus ojos parecen decir que habría sucedido de cualquier forma. Cualquier indicio de debilidad le habría bastado. Cualquier desastre que hubiera ocurrido en Innistrad habría sido suficiente para ella. Esa mujer busca el poder igual que las plantas buscan la luz.

La vida de Olivia en general siempre ha progresado hacia esto.

―¡Bienvenidas y bienvenidos! Cuánto me alegra tener aquí a tantos invitados. Me oponía en redondo a celebrar una boda con la parte del novio vacía. Hubiera sido un faux pas.

El modo en que Edgar le da palmaditas afectuosas en la mano a Olivia hace que Sorin sienta ganas de gritar. En vida, su abuelo rara vez le habló a su primera esposa. Que ahora muestre afecto por esta mujer...

Sus parientes lejanos levantan un coro de risas corteses. No le miran, pero él siente su escarnio igualmente, como puñales en la garganta.

―Estoy segura de que todos se sienten honrados de estar aquí y de que se mueren por pasar al evento principal. Sin embargo, espero que me disculpen, ya que antes tengo preparada una pequeña sorpresa. Un aperitivo, por así decirlo, y un regalo para mi querido Edgar. ¡Adelante!

Olivia chasquea los dedos.

Al principio, Sorin cree que no ocurre nada. Una llamita de esperanza se aviva en su interior al pensar que los siervos de Olivia por fin se han sublevado.

Pero ella también extingue esa esperanza con la misma facilidad con la que respira. Tras llamar la atención de Sorin, señala hacia arriba.

¿La lámpara de araña? Es una obra de arte comparable con la vidriera, pero ¿qué tiene de especial? Por la expresión de Olivia, se esperaba que la sorpresa fuera...

No, la lámpara no es lo único que cuelga del techo en el gran salón.

Algo está descendiendo, envuelto en elegantes cortinas rojas. La silueta le recuerda a una jaula para pájaros y Sorin se pregunta si Olivia habrá contratado a un suturador para que le fabrique una abominación como obsequio. Conociendo su predilección por torturar a los religiosos, quizá mandase arrancarle las alas a un ángel para injertárselas a un cantante de coro. “He aquí un pájaro cantor”, diría entonces.

Sin embargo, mientras la jaula desciende, el olfato de Sorin percibe un olor familiar... Sangre de ángel. Esto le trae un recuerdo: su abuelo, la mansión Markov, la reunión de su familia y sus confidentes más cercanos. El miedo que le atenazaba el espinazo. El peso de las expectativas, como leños en los hombros. La mirada orgullosa de su abuelo. La copa que este le entregó, llena de sangre.

―Bebe y sé eterno.

Él no quería beber. El olor despreciable de aquella sustancia le ensuciaba el paladar con un sabor cobrizo. Y luego estaba el ángel, encadenado boca abajo como...

Como un pájaro.

Aquel día, hace siglos ya, el ángel aún se retorcía. Después de mirar a su abuelo, los ojos de la criatura se cruzaron con los de Sorin y le transmitieron un ruego vehemente: “No bebas. Sálvame”.

El paso del tiempo arrastró consigo gran parte de sus recuerdos, pero el gimoteo del ángel, el olor de su sangre y la expresión de su rostro mientras su abuelo le obligaba a beber... Todo eso resiste cuales montañas contra la marea incesante.

Antes de que las cortinas toquen el suelo, sabe qué es lo que está a punto de ver.

No aparta la mirada.

No hay jaula alguna, solo las propias alas de Sigarda, ensangrentadas, magulladas y apretadas contra ella con tanta fuerza que le impiden moverse. Lo que la mantiene atada son unas cintas rojas, una burla contra su notable fuerza. No está colgada boca abajo, pero no se encuentra más cómoda de lo que estuvo su antecesora. Sin embargo, por muy poderosa que sea la magia, es difícil acabar con el espíritu de un ángel, como Sorin había aprendido de primera mano. Sigarda todavía se resiste.

Cuando mira hacia él desde su prisión de plumas, lo hace con la misma expresión suplicante que aún recuerda. Aunque el rostro sea diferente, no resulta menos doloroso. Sorin siente que el pecho se le oprime y que la lengua se le aprieta contra el paladar. “Bebe y sé eterno”, había dicho su abuelo... Pero ¿a esto habían aspirado durante todos estos años? ¿A repetir la historia?

Otro pensamiento acude a su mente: es imposible que Olivia haya capturado a Sigarda solo para usarla como obsequio.

Sigarda's Imprisonment
Reclusión de Sigarda | Ilustración de Bryan Sola

La sangre que gotea de las heridas del ángel llama a Sorin. Sabe que a los demás les sucede lo mismo y que su abuelo también es un sangromante prodigioso.

Su cerebro procesa las posibilidades más rápido de lo que es capaz de asimilarlas; su instinto funciona como una criba para la mente. Si un ritual parecido bastó para convertir a su familia cercana al vampirismo, entonces este ritual...

En realidad es bastante sencillo, ¿o acaso no? Si controlas la sangre de un hombre, lo controlas a él. Por tanto, si controlas la sangre de un ángel, la controlas a ella. Por supuesto, hace falta ser un vampiro anciano para soportar tanto poder, pero...Si bebes esa sangre y la vuelves parte de ti, puede que también consigas controlar a los ángeles. Suponiendo que sobrevivas.

El concepto es sencillo; ponerlo en práctica, no tanto. El hecho de que Sigarda sea uno de los ángeles más antiguos ayuda bastante, pero necesitarán algo más: algo para vincular la sangre a quienes la beban, algo que sea igual de antiguo y poderoso. Lo ideal sería un objeto hecho de platalunar. Sorin jamás encontró un mejor recipiente para la energía mágica; ni siquiera los Eldrazi eran inmunes.

En resumen, algo como la llave de platalunar que buscaban Arlinn y los demás.

La misma llave de platalunar que ahora está en manos de Olivia y que podría parecer un simple cuenco de ofrendas, igual que la cerradura de orosolar que sostiene Edgar. Juntos, ambos artefactos forman una esfera. Sorin observa horrorizado mientras su abuelo une las manos a las de ella. Juntos, ambos sostienen la llave del dominio.

Olivia Voldaren con el control de todos los ángeles de Innistrad... En comparación, la noche eterna apenas tiene importancia. Innistrad puede resistir mucho... Pero no sobreviviría a eso.

La ira y el miedo se apoderan de él. Lucha contra sus ataduras, pero las cadenas se le clavan en la carne. Una procesión impía de vampiros vestidos de sacerdotes avacynos se aproxima. Uno de ellos, con un gorro de lo identifica como Lunarca, ocupa su lugar entre la pareja.

¿Por qué tiene que ser todo un insulto para Sorin?

Una vez más, los ojos de la multitud se clavan en él, la gente lo señala y todos aguardan para ver cómo reaccionará.

“Bebe y sé eterno”, había dicho su abuelo. Como si le hubieran dejado elegir. Como si él hubiese querido ser eterno.

―Sorin, si sigues rechazando nuestras invitaciones, vamos a tener que dejar de enviártelas ―le escribió una de sus tías, como si sus veladas fueran lo más importante del Multiverso.

―¿Nunca te has parado a pensar en lo aburrido que eres? ―Este comentario se lo hizo uno de sus tíos hace años; un tío que ahora está acompañado de dos mujeres mientras desangra a un siervo joven. Lame la sangre como un gato lamería un cuenco de leche. Eso es la diversión para él.

Hay un ángel colgando del techo, pero ese hombre solo es capaz de pensar en los placeres pasajeros.

Un tormento tras otro.

Olivia le entrega una hoja de vitela al falso sacerdote, que tiene la osadía de leerla con un tono aflautado y burlón.

―Estimados invitados, gracias por participar en este día en el más sagrado ritual de Innistrad. Se dice que las garzas se emparejan de por vida. Para personas como nosotros, eternas e inmutables, tal promesa perdura más allá de la comprensión de los mortales. La señora de nuestra ilustrísima casa, Olivia Voldaren, ha prometido su corazón a Edgar Markov, y este, su afecto eterno hacia ella. ¿He de entender que Sorin Markov ha traído a su abuelo para el casamiento?

―¡No he hecho tal cosa! ―protesta Sorin resistiéndose de nuevo, pero los guardias tiran de él hacia atrás. Peor aún, la multitud se ríe.

―No le hagan caso al muchacho ―dice Edgar―. Ya saben cómo se comporta en las fiestas.

―No tiene el más mínimo sentido de la cortesía ―añade Olivia.

―Muy bien ―dice el sacerdote con una sonrisita―. En ese caso, la pareja puede pronunciar sus votos si los han preparado.

No pregunta quién lo hará primero. Olivia toma la palabra en cuanto el sacerdote se calla.

―Edgar. Querido Edgar. Nos conocimos hace tantos siglos que hace mucho tiempo que olvidé cuándo sucedió, pero recuerdo el momento en el que supe que debíamos estar unidos como si fuera ayer mismo. Sorin dejó tu ataúd desprotegido y pensé: “Hay que ser necio para dejar sin vigilancia a un hombre así”. Ahora yo cuidaré de ti y, juntos, gobernaremos Innistrad. Prometo que siempre tendré en cuenta tus opiniones durante al menos un segundo antes de rechazarlas, Edgar. Prometo que pasaré por alto tus descuidos de indumentaria. Y prometo que te concederé el honor de ser mi esposo.

―Gracias, ilustrísima lady Voldaren. Sus votos hacen que se me salten las lágrimas ―dice el sacerdote, que probablemente no haya llorado desde hace siglos―. Lord Markov, ¿sus votos?

Sorin gruñe. Los guardias que lo retienen avanzan al unísono, lo acercan al altar y lo arrojan contra los escalones. Sorin cae sobre el mármol como un mendigo de Thraben. Ahora solo hay dos cadenas: una que le tira de los hombros hacia atrás y le ata las manos, y otra enroscada alrededor del cuello.

Se obliga a ponerse en pie. La cadena amenaza con aplastarle la tráquea. No importa, lo soportará. Resistirá lo que haga falta si con ello consigue arrancarle la cabeza a Olivia Voldaren.

Al ver cómo le sonríe con desprecio...

Hace miles de años, Edgar Markov tomó por Sorin la decisión más importante de su vida.

Esta noche, él le devolverá el favor.

Da igual que seas leñador, herrero, licántropo, vampiro o ángel: la sangre es la sangre.

Sorin convoca la oscuridad del cuenco de ofrendas y esta responde. Una cuchilla roja y negra surge de él y corta las cadenas como lo haría cualquier espada. El impulso repentino hace que el cuenco salga disparado de las manos unidas de su abuelo y Olivia.

La sangre le salpica la camisa, la piel y las manos, pero Sorin se levanta con determinación delante de ellos.

―Protesto.

―Sorin... ―dice Olivia mostrando los colmillos―, estás arruinando mi día especial.

Arterial Alchemy
Alquimia arterial | Ilustración de Caio Monteiro

―A ver, tengo una duda ―dice Chandra.

Una pequeña sonrisa se dibuja en los labios de Arlinn. No hay mucho que hacer en el exterior de las puertas. Una nueva pareja de guardias sustituyó a la antigua hace un rato, pero son igual de habladores.

―¿Qué te inquieta? ―le pregunta a Chandra.

―Es una boda de vampiros, ¿no?

―Correcto ―responde Kaya, que se huele el peligro―, una boda de vampiros.

―Entonces... ¿habrá tarta?

A Adeline se le escapa una mezcla entre un bufido y una carcajada. Kaya se pellizca el puente de la nariz. Los hombros de Teferi se agitan mientras se ríe por lo bajo.

Arlinn se queda pensativa unos instantes:

―Supongo que sí, ¿no? ¿Para los siervos?

―Dudo que les den de comer ―opina Kaya―. Teferi, ¿tú estuviste en alguna boda de estas?

―Entre vampiros, no, pero...

―¿Y en alguna parecida? ―pregunta Adeline.

―Sí, podría decirse. ―Teferi se rasca el mentón y se encoge de hombros con una sonrisa―. Pero así son las bodas. Sean cuales sean las costumbres, tienen cosas en común. Lo importante en todas ellas es unir a la gente.

―¿Incluso a los vampiros? ―pregunta Chandra.

―Incluso a ellos.

Puede que la ceremonia no vaya tan mal cuando consigan entrar.

Hasta entonces, tendrán que seguir esperando y helándose los pies.


Sus sentidos sobrenaturales lo alertan una fracción de segundo antes de que intenten cortarle la cabeza. Una lanza dorada aparece en su campo de visión por el lado derecho. Atacarle por la espalda es un truco muy sucio, pero quizá se trate de un golpe de suerte, porque va a necesitar un arma. Sorin arranca la punta de la lanza y tira del asta. Antes de que el guardia recupere el equilibrio, gira sobre sus talones y le clava la hoja a través del hueco del sobaco. El hueso cruje contra el metal. Eso no detiene al lancero, pero la magia de Sorin, sí. Un simple vistazo le basta para paralizarlo...

Y convertirlo en un escudo.

Los guardias rara vez trabajan en solitario y este no es la excepción. El próximo en probar suerte es un espadachín con un arma demasiado pesada para un humano. Un feroz gruñido animal precede al crujido del impacto contra la armadura del guardia paralizado. Sorin enarca una ceja. ¿Qué clase de arma es esa? Parece más un garrote que una espada. Si tuviese elección, optaría por una herramienta más equilibrada.

Pero no le queda más remedio, porque le arrebataron su espada antes de encadenarlo.

Tendrá que arreglárselas con esto.

Empuja al prisionero malherido contra el espadachín. En un instante sobrenatural, se sitúa detrás de este; en otro, le rompe el cuello. Sorin le arranca la espada de las manos. En efecto, el peso es un desastre, y no le extraña: el filo es tan grueso como su mano y tiene incrustaciones de oro.

Menuda porquería.

Es una auténtica abominación.

Lo que significa que es perfecta para matar a Olivia.

Tres guardias más caen uno tras otro, aplastados bajo el peso de su nueva arma. No les presta mucha atención; sus captores ya no importan, solo la mujer que los dirige.

Otros cinco se acercan. Solo tendrá tiempo para un golpe. No será una arremetida elegante, imposible con esta monstruosidad. Aun así, nada más importa: ni lo que ocurra después, ni la llave de platalunar, ni la noche eterna ni el horror absoluto en el rostro de su abuelo.

Esto es mucho más personal.

Olivia también lo sabe. En cuanto sus miradas se cruzan, ella aferra la llave con más fuerza que nunca, como si el poder que alberga pudiera salvarla.

Sorin levanta la espada.

Sus músculos y el peso del arma la hacen descender en un arco temible, cada vez más próximo a la silueta voladora de Olivia. La distancia no importa, está poniéndole el ímpetu suficiente al golpe como para compensarla. Piensa terminar con esto aquí y ahora.

Al menos, eso le gustaría.

Un destello inesperado lo desorienta. La punta deslumbrante de la espada roza el vestido y los guantes de raso de Olivia. La llave sale volando de sus manos y ella intenta atraparla. Está furiosa, y más aún cuando el artefacto cae fuera de su alcance.

―¡A quién se le ocurre atacar a una novia en el día de su boda! ¡Sabía que eres un grosero, pero esto es el colmo! Vamos a tener que inventar un término nuevo para describirte ―le dice con desprecio.

Su abuelo le aferra un hombro.

―Sorin, esto es más importante de lo que imaginas. Tenemos que hacerlo. La llave es... Cielos, ¿qué es eso?

Sorin también lo ve: a los pies de Olivia, la llave de platalunar está brillando con una luz sobrenatural.

Allí mismo, junto al altar, una especie de geist surge del artefacto. No, no es un geist, sino algo diferente. Vio fenómenos parecidos en otros planos: es el espíritu de alguien, separado de su cuerpo. Se trata de una bruja, por el aspecto de su corona.

―¿Y a ti quién te ha invitado? ―estalla Olivia.

El espíritu se gira hacia ella y frunce el ceño sobre sus ojos espectrales.

―Has sido tú.

Katilda, Dawnhart Martyr
Katilda, mártir de Ciervas del Alba | Ilustración de Manuel Castañón

Unas flores fantasmagóricas se entrelazan en el brazo de la bruja. Todas ellas crecen, florecen y mueren en apenas un instante. El espíritu observa esto con algo de interés. Hace un simple gesto y unas enredaderas se unen a las flores. En solo unos segundos, elabora para sí un bastón, cuyas numerosas ramas brillan con un propósito.

Entonces, el espíritu mira hacia el ángel que cuelga en el centro del salón igual que un adorno de la Cosechalia. El asco y el horror se mezclan en su rostro, para luego dar paso al entendimiento. Su mirada ardiente se vuelve hacia Olivia Voldaren.

―¿Tan bajo estás dispuesta a caer?

Edgar aferra el hombro de Sorin con más fuerza, pero sus palabras solo son otra cuña que los separa aún más:

―¡Olivia, tienes que detenerla!

Sorin aparta a su abuelo de un empujón y se dice a sí mismo que en realidad no es Edgar, como si fuese a dolerle menos de ese modo. Aun así, una cosa está clara: si Olivia tiene que detener al espíritu, él tiene que detener a Olivia. Carga lo más rápido que puede para interponerse entre ella y la llave, e intercepta la arremetida de la vampira con un espadazo feroz. Ni siquiera el corte de la hoja en los brazos de ella es capaz de frenarla, y Olivia sigue intentando alcanzar al espíritu. Sorin la mantiene a raya, se abalanza con todo su peso para propinarle un torpe empujón; lo que sea con tal de darle al espíritu el tiempo que necesita.

Detrás de él, un tenue resplandor verdoso le indica que lo está consiguiendo.

Olivia le araña las mejillas y clava las garras en ellas, estrechando su rostro como si fuese una extraña parodia de una madrastra benévola. El fuego que arde en sus ojos va a ser difícil de extinguir. Trame lo que trame el espíritu, más vale que merezca la pena.

Entonces, Sorin oye un sonido que lo llena de esperanza, aunque también le trae recuerdos horribles de su vida mortal.

El aleteo sagrado de un ángel.

No sabe a ciencia cierta lo que va a ocurrir, pero se hace una idea. El resplandor de antes debe de haber disipado las ataduras que retenían a Sigarda. Sorin le sonríe a Olivia a la cara; merece la pena que las uñas se le claven más, con tal de darse el gusto.

―Creo que tu fiestecita ha terminado.

Entonces observa con placer cómo ella aparta la mirada para fijarse en lo que quiera que esté ocurriendo detrás de él.

Sorin la aparta de un empujón y se gira hacia el ángel resurgente.

Dar vida a un ángel se parece mucho a elaborar una vidriera: antes de empezar, tienes que entender cómo quieres que sea.

Sorin no creó a Sigarda, pero la conoce. La estudió antes de dar vida a Avacyn, cuando comprendió que esa era la solución que llevaba tanto tiempo buscando. Mientras que Bruna era meditabunda y reservada en exceso, Sigarda nunca dejaba que la perfección fuese un obstáculo para el bien. Ella actuaba cuando sabía quién estaba en el bando del bien y quién estaba de parte del mal. Aun así, tampoco era propensa a las bravatas, como Gisela, ni compartía su postura de castigar a los pecadores con fuego y azufre. La estructura férrea que sostenía a Sigarda era su amor imperturbable por la humanidad.

Él había querido que Avacyn también lo sintiese. Al menos un simulacro de ese amor, si es que no era capaz de emularlo.

Por supuesto, también había diferencias. Por ejemplo, Sigarda era demasiado compasiva y solía mostrarse piadosa en momentos en que la falta de piedad hubiera beneficiado más a la gente de Innistrad. Él la consideraba demasiado emotiva, lo que interfería en su modo de llevar a cabo su deber.

Sin embargo, al observarla ahora, con la vidriera de los Voldaren detrás de ella, Sorin se da cuenta de que fue mejor que no crease un ángel como Sigarda.

Él jamás le habría infundido tanta ira justificada.

La sangre empapa las alas de Sigarda y el aire resplandece con una energía dorada a su alrededor. Todos los cortes que Sorin le hizo cuando lucharon todavía están abiertos, pero ahora tiene más y eso le hace preguntarse cómo la capturó Olivia. Ocurriera lo que ocurriese, ahora está a punto de devolverles el daño multiplicado por diez. Sigarda baja la vista hacia la multitud con puro e incontenible desprecio en los ojos. Incluso los vampiros más antiguos enmudecen al verla, como si fuese el nuevo símbolo de algo a lo que antes le tenían miedo.

Sigarda extiende las alas. Una descarga de energía blanca surge de ella.

―¡Culpables! ¡Todos culpables! ―afirma el ángel.

Sorin respira hondo.

Pero eso no es suficiente para prepararse.

Sigarda es radiante como el amanecer, como el alabastro, como la esperanza... Es demasiado radiante como para contemplarla.

La luz sagrada refulge ante él.

La vidriera que hay tras Sigarda requirió años de trabajo, al igual que los paneles de las paredes. ¿Cuántos meses, años y vidas debieron de dedicarse a la lámpara de araña? Es imposible de saber. Ni siquiera él puede imaginarse los años de trabajo colectivo que hicieron falta para crear la retorcida colección de Olivia.

Todos ellos, hasta el último año, mes y hora, se quiebran en un instante.

La luz ciega a Sorin, pero vislumbra las grietas a medida que se forman, como venas de fuego en el cristal. Es incapaz de apartar la mirada aunque la luz le abrase los ojos. Hay belleza en todo esto: las esquirlas más grandes son espejos que reflejan el infinito entre ellas; las más pequeñas, una nieve asesina; las gotas de sangre, una lluvia blasfema que cae sobre la congregación.

Entonces, la onda de fuerza golpea a los vampiros.

El caos atraviesa la finca de los Voldaren como una lanza.

La explosión de energía lanza a Sorin por los aires. Antes de entender qué ocurre, se estrella contra una fuente de sangre... Y él es uno de los afortunados. La sangromancia le permite alzar un escudo para protegerse de la lluvia de sangre y esquirlas. No todos pueden hacer lo mismo. En los alrededores, numerosos invitados terminan convertidos en alfileteros.

Sorin se mantiene en pie entre ellos.

En ese momento, se fija en dos detalles: el primero, que Olivia y su abuelo están casi ilesos, por desgracia; el segundo, que la vidriera no es lo único que ahora está hecho añicos.

Sanctify
Santificar | Ilustración de Kasia 'Kafis' Zielinska

Chandra plantea un millar de preguntas. Adeline tiene quinientas respuestas, unas doscientas conjeturas y la impresión de que los demás pueden resolver las dudas restantes. En el exterior de la finca, aguarda con la cabeza apoyada en una mano mientras observa a Chandra hablar. Por muy horrible que sea la situación y por muy vil que sea el lugar que está a tiro de piedra, la piromante tiene una luz preciosa en los ojos.

Precisamente por observar con tanta atención, Adeline percibe un detalle: una nueva luz, dorada y brillante, que baña en oro las mejillas de Chandra.

Parece casi...angelical.

―Un momento. ¿Pero qué...?

Adeline se gira hacia el castillo. La luz proviene el interior.

Entonces, las salvaguardas de las invitaciones empiezan a disiparse... y Chandra sonríe.

―Empieza la fiesta.