¡Ah, el aroma de la brea burbujeante! ¡Las cálidas caricias de las fisuras volcánicas! Después de tanto tiempo arrastrándome por los rincones gélidos de este maldito plano, este ambiente me recuerda a mi hogar. ¡Ojalá todas las ramas del condenado Árbol del Mundo se parecieran más Immersturm! Yo creo que todo Kaldheim estaría mejor con una pizca de fuego y un toque de anarquía. Y eso, habiendo realizado bien mi labor, es justo lo que va a recibir.

En efecto, no tengo la más mínima duda de que todas estas maquinaciones y meses de trabajo van a dar sus frutos. Aun así, debo admitir que hay una cuestión que me quita el sueño: ¿y si, mientras el mundo arde, nadie sabe quién prendió la mecha?

Los cuentacuentos de este plano son pésimos. Si los escuchas un rato, te das cuenta de que todas sus historias son más de lo mismo: les encanta repetir sus chorradas sobre el bien y el mal, héroes y villanos, lo correcto y lo incorrecto. Pues bien, démosle algo diferente al público, una historia para el recuerdo: la última saga de Kaldheim. Y prometo que el final será de muerte...

La saga comienza con un planeswalker llamado Tibalt. No solo era poderoso y brillante, sino que también detestaba a casi toda la gente que le buscaba debido a sus muchos dones, aunque eso no era una molestia para él. Sin embargo, a causa de su larga lista de enemigos envidiosos, Tibalt solía viajar de aquí para allá y nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo plano. Esta es la historia de cómo llegó a Kaldheim y conoció a la Bestia Horrible.

La cuestión es que la Bestia había oído hablar de los múltiples talentos de Tibalt y estaba desesperada por conseguir su ayuda. El bicho sabía que un planeswalker tan apuesto y portentoso como Tibalt nunca se rebajaría a colaborar con un monstruo horripilante y estúpido a menos que le obligasen, así que el muy malnacido se le acercó a hurtadillas y le infectó con un veneno muy molesto y delicado. Entonces dijo que el veneno era una “semilla” y que solo estaría dispuesto a quitárselo si Tibalt causaba una distracción por él.

Lo que la Bestia Horrible ignoraba era que Tibalt ya había planeado armar un buen lío en Kaldheim, así que el sabio y poderoso planeswalker aceptó las condiciones de la Bestia porque ya era lo que tenía pensado hacer, en realidad.


Para empezar, Tibalt necesitaba un disfraz. Al fin y al cabo, nadie le prestaría atención a un desconocido. Sirviéndose de su enorme astucia, le resultó muy fácil dar con Valki. Resulta que aquel dios de las mentiras, aquel príncipe de los embusteros, era lo bastante ingenuo como para dejarse engañar. ¿Quién lo hubiera dicho?

Tibalt apresó a Valki con unas cadenas mágicas y lo llevó al reino más frío y remoto que logró encontrar: Karfell. Allí había un rey que parecía una momia congelada, con el que Tibalt había hecho un trato: mientras Valki permaneciera en las mazmorras del palacio glacial del rey Narfi, él y su Marn del Horror (su ejército de helados vivientes) podrían ser los primeros en elegir un tesoro cuando comenzara el ruinaskar. ¡Y menudo ruinaskar se avecinaba!

Tibalt nunca había visto una tropa de zombies tan codiciosa y cegada por el oro. Los habitantes de los otros reinos, en cambio, seguro que necesitarían motivos un poco mejores para ir a la guerra.

Valki, God of Lies
Valki, dios de las mentiras | Ilustración de Yongjae Choi

El siguiente paso en el plan magistral de Tibalt fue ponerse su nuevo disfraz de Valki y visitar a Koll, el maestro de la fragua. Koll era un enano, una especie entera de herreros inconscientes que solo piensan en el metal, y resulta que él era el mejor de todos, aunque tampoco tuviese mucho mérito. Koll era el único que podía labrar la tyrita, la savia endurecida del Árbol del Mundo, que tenía todo tipo de propiedades interesantes. En ese momento estaba usándola para forjar una espada capaz de abrir caminos entre todos los reinos de Kaldheim. Su intención era dársela a Hálvar, el dios de la batalla (todos los planos tienen uno de esos brutos sin cerebro), pero el caso es que Tibalt la necesitaba. Sin una herramienta así, viajar entre los reinos era peor que un dolor de muelas, y él tenía que hacer un montón de trabajo por todo el Árbol del Mundo. Koll se puso muy terco ante la idea de entregarle la espada a Valki (que si Hálvar le había salvado de un lobo gigante, que si Valki era el dios de las mentiras...), así que Tibalt les hizo un favor a los reinos y lanzó a aquel incordio a su propia fragua.

The Trickster-God's Heist
El robo del dios embaucador | Ilustración de Randy Vargas

Tibalt continuó la función en Skemfar, el hogar de los elfos, donde solicitó audiencia con su monarca. El rey Hárald, hijo de Hráldir, había unido a los beligerantes clanes del bosque y de las sombras y era conocido a lo largo y ancho de los reinos como un líder sabio y firme. Sin embargo, Tibalt sabía que en el fondo era un necio orgulloso y paranoico que pensaba que los elfos deberían controlar hasta la última ramita de Kaldheim, y que el odio y la desconfianza hacia los skoti, los dioses del plano, ya habían calado hasta la médula en todos los elfos de Skemfar hace mucho tiempo.

¡Ojalá hubieras visto la corte real aquel día! Vaya mentiras urdió el ingenioso Tibalt... Vaya oscuridad nubló el juicio de Hárald al oír las mezquindades que los dioses habían planeado para su gente, demasiado horribles como para que incluso el travieso Valki permaneciera impasible. Si los elfos querían sobrevivir, la única opción era obvia: atacar primero.

Harald, King of Skemfar
Hárald, rey de Skemfar | Ilustración de Grzegorz Rutkowski

En Surtlandia, Tibalt advirtió a los gigantes de escarcha sobre una invasión de troles torga que habían despertado de su letargo. En Bretagard, prometió al despiadado clan Skelle que traería de vuelta a su amo demoníaco, Varragoth. En todos los reinos de Kaldheim, Tibalt plantó las semillas de la guerra y el caos.

Pero ¿y el Starnheim? Las valkirias... Bueno, ellas suponían un problema incluso para el ocurrente Tibalt. Eran criaturas ligadas al deber y ajenas a la política que controlaba los demás reinos. A ellas no les interesaban el oro ni el poder y tampoco temían a ninguna fuerza mortal de Kaldheim. ¿Qué podía hacer un embustero experto para lidiar con unos seres tan rígidos e inflexibles?

Hagamos una breve pausa en la saga para recordar un dicho popular en el Multiverso: la rama que no se dobla termina por partirse.

Tibalt era inteligente y poderoso, mas no lo bastante fuerte como para enfrentarse a todas las pastoras y segadoras de los salones del Starnheim. ¡Pero había un ser que podía hacerlo! Se llamaba Koma, la Serpiente Cósmica, que era el más antiguo de los monstruos nacidos del Árbol del Mundo. Mucho tiempo atrás, los skoti habían atrapado a Koma en el vacío del cosmos y le habían impedido volver a entrar en los reinos. Durante eones, la serpiente se había vuelto cada vez más inquieta, incapaz de saciar su hambre y su sed de destrucción. Tibalt sintió lástima por la pobre criaturita; de verdad que sí. Por ello, decidió utilizar la Espada de los Reinos para abrir un portal hacia el hogar de las valkirias, donde la Serpiente Cósmica podría recuperar el tiempo perdido.

Open the Omenpaths
Abrir los caminos del presagio | Ilustración de Eric Deschamps

Todo sea dicho, Tibalt no era muy devoto de las espadas. Él depositaba su fe en los cuchillos, los garfios, el fuego infernal y el azufre... Pero incluso Tibalt tuvo que admitir que la Espada de los Reinos le estaba resultando muy, pero que muy útil. Podía usarla para cruzar el cosmos una y otra vez. También le había servido para soltar a Koma contra las valkirias del Starnheim. Y ahora estaba utilizándola para una tarea mucho más humilde pero igual de importante: dejar un rastro arrastrando la punta por la superficie de basalto de Immersturm. Después de todo, era importante que la otra planeswalker pudiera seguirlo hasta allí.

El final de la saga todavía no está escrito, pero voy a saltarme unas cuantas partes para chafártelo: Tibalt mata a la planeswalker. Y lo último que verá cuando la vida abandone sus ojos será el fuego que consumirá Kaldheim. Todos los reinos al fin estarán unidos en una gran y gloriosa conflagración.