Tres golpes en la puerta de Olivia Voldaren hacen que le entren ganas de matar. Siempre las tiene, por supuesto, pero a veces le da la impresión de que la gente se empeña en exacerbar las cosas y ¿qué remedio le dejan a ella? Estos comportamientos no pueden tolerarse; de lo contrario, engendrarían rebeldía en sus sirvientes, pero no de la divertida.

―Adelante, y procura que valga la pena ―advierte―. No soporto que interrumpan mis sesiones de belleza.

Mantiene los ojos cerrados para que no se le desprenda la mascarilla. Había tardado quince minutos en arrancarle el rostro a aquella doncella y no quiere echarlos a perder. La sangre necesita un tiempo para hacer efecto y darte un buen color.

―Mi ilustrísima y poderosa lady Olivia Voldaren.

Sus labios dibujan una minúscula sonrisa. Sí, es un buen comienzo.

―Traigo noticias acerca de los humanos.

La sonrisa y el buen humor se esfuman. Arruga el ceño intentando no mover el rostro de doncella que cubre el suyo.

―¿Son importantes?

―Eso creo ―dice el mensajero. Por la voz, probablemente sea Feuer. ¿No debería estar consiguiendo huesos para su próxima obra? Es el mejor proveedor de mobiliario óseo que conoce Olivia, ¿qué hace aquí?―. Están tramando algo, sospecho que intentan restaurar el equilibrio entre el día y la noche.

Sunset Revelry
Fiestas del ocaso | Ilustración de Antonio José Manzanedo

Está a punto de soltar un quejido, pero se contiene. No estropees la máscara, Olivia, recuerda cuánto te costó arrancarla.

―¿Cómo crees que piensan hacerlo? ―Al articular la pregunta, la sangre que estaba asentándose salpica como si fuera agua del baño―. Ni que pudieran atar el sol con una cadena.

―Ilustrísima y poderosa lady Voldaren, intuyo que lo harán mediante un festival.

―¿Un festival?

―Sí, un festival ―repite él con firmeza, aun tras la muestra de incredulidad de Olivia―. Estaba de visita en Gavony para adquirir ciertos recursos materiales...

¿Qué le costaría decir “huesos”?

―... cuando me topé con algo de lo más extraño: figuras de vampiros. Representaciones de gran tamaño y abominablemente decoradas de nuestra gente, incluida una con el admirable e incomparable aspecto de usted.

―¿Mi aspecto? Eso no puede tolerarse.

―Ciertamente, mi ilustrísima y poderosa lady Voldaren, ciertamente. Aprovechando mi ingenioso disfraz de mercenario errante, pregunté para qué eran los preparativos. Una amable mujer me explicó que pensaban usarlos en la Cosechalia. Tras darle las gracias, la maté allí mismo y quemé la efigie.

―¿La quemaste? ―dice Olivia frunciendo el ceño―. Feuer, ten un poco de sentido común: deberías haberla traído para usarla en la recepción.

―Muy bien, mi ilustrísima y poderosa lady Voldaren ―responde con un minúsculo temblor en la voz―, así haré la próxima vez. ―Entonces carraspea―. Pero quizá le interese conocer otra cuestión. Mientras excavaba un espécimen, avisté a un grupo de viajeros. Parecían forasteros, pero reconocí a la persona que los encabezaba: Arlinn Kord...

―Puaj. Esa perra...

―La misma. Estaba liderando la marcha. Además, había una mujer con cabellos ardientes...

Olivia suelta un gran suspiro.

―... que no dejaba de mencionar algo llamado “llave de platalunar”. Quería echarle otro vistazo, lo que indica que ya estaba en manos del grupo.

Ah, ese viejo trasto. Los humanos deben de estar desesperados si pretenden volver a usarlo. Olivia se yergue.

―Mencionabas la Cosechalia, ¿cierto?

―Así es, la Cosechalia. ¿Qué ha de hacerse? ¿Debería informar a nuestros demás especialistas en extracciones?

Pensativa, Olivia se acerca un nudillo a los labios y toca los de la joven doncella.

―No será necesario. Dejemos que continúen.

―Pero, lady Voldaren...

―Ilustrísima y poderosa lady Voldaren ―lo corrige―. Dime, Feuer, ¿qué harías si descubrieses a alguien extrayendo un espécimen que tú deseas?

―Hm... ―Medita unos instantes―. Acabaría con su vida.

Pero qué mal se le da seguir el juego.

―Sí, obviamente, pero ¿cuándo lo harías?

―De inmediato ―responde él―. Lo consideraría una afrenta personal.

―Tienes que pensar estas cosas un poco mejor, querido muchacho ―dice Olivia soltando una risita. Finalmente, se quita la mascarilla de la cara, restregando la sangre por su piel sedienta―. Nunca interrumpas a alguien mientras hace el trabajo por ti.


Los festivaleros comparten un mismo pensamiento: Innistrad debe resistir.

Gente de todas las condiciones sociales había acudido a aquel lugar desde las estribaciones de Kessig, los edificios y páramos turbios de Gavony, los puertos y túneles de Nephalia y las calles oscuras y las torres retorcidas de Stensia. Bajo los brazos inmóviles del viejo Celestus, desfilan con sus efigies, velas y cestas con flores y frutas efímeras.

Innistrad debe resistir. Esta no puede ser la última vez. Eso mismo comenta una persona que está tallando calabazas en compañía de un grupo de niños.

―¿Qué hago en la siguiente? ―les pregunta, y ellos responden que quieren ver el sol―. Un sol, pues. ―Y sus manos empiezan a trabajar con elegancia, esperanza y alegría.

El interior ya está vaciado y les explica a los niños que es importante prepararse para momentos como ese, que hay que pensar las cosas con antelación. Tienen que prestar atención a sus maestros, que les dirán lo mismo. Estos son los rayos y aquí está el sol... Los trozos de calabaza van cayendo a la tierra cubierta de escarcha. Falta la vela del centro. Con sus dotes de brujería, hace bajar una de las que flotan en los alrededores.

―Ven, pide un deseo ―le dice a una niña―. Puede ser lo que quieras, tu mayor sueño.

Y la niña, por supuesto, desea que el sol siga saliendo siempre, pero no lo dice porque, si dices tus deseos en voz alta, no se cumplirán.

Luego le pide a la niña que toque la cera de la vela. Un sol y una luna se dibujan en el sitio que elige la muchacha, que pone tal cara de asombro que le hace sonreír. Deposita la vela en el interior de la calabaza y esta, en manos de la joven.

―Toma ―le dice―. Un sol que nunca se apagará, enterito para ti. ¡Feliz Cosechalia!

Y la niña se marcha correteando con su sol en las manos y pensando que el mundo es un poquito más brillante.

Porque lo es. En especial, cuando todo el mundo quiere tener su propio sol.

Y así, le bruje Deidamia observa a la niña y dice para sus adentros: este es el motivo por el que Innistrad debe resistir, por el que esta no puede ser la última vez.

Katilda dijo que no lo será.

Al levantar la mirada hacia el Celestus, Deidamia espera que tenga razón. También piensa que deben cultivar esa esperanza y mantenerla iluminada, igual que las velas.

Aunque solo sea para divertir a los niños.

Una ligera helada cae sobre el lugar. A unos metros de distancia, otras brujas y brujos entonan canciones desafiantes y convencen a las voces más titubeantes para que se unan a las melodías. Dos puestos más allá del de Deidamia, su amiga Shana levanta una jarra de sidra especiada. Puede que haya un ambiente melancólico en el festival y que todos mueran en cuestión de meses si el sol no vuelve a su legítimo lugar, pero, por ahora, conservan la alegría de la sidra especiada.

Le asiente y Shana susurra un breve hechizo que envía la jarra flotando hasta la mesa de Deidamia, que toma un sorbo mientras hace otro sol. La mirada de Shana dice que quiere hablar más acerca de la situación y de cuánto tiempo se supone que deberán esperar para ponerse las máscaras, pero Katilda fue muy clara: hay que aguardar a que traigan la llave. Hasta entonces, toca vigilar los alrededores y mantener a salvo a la gente del festival.

Y así, Deidamia echa un vistazo a la multitud y a los árboles y comprueba sus amuletos protectores mientras continúa atrapando el sol para los niños. Bueno, y para alivio de sus padres y madres, que tienen caras de cansancio.

La primera persona en ver llegar a los héroes no es Deidamia, sino Shana, cuyo grito de alegría hace que se propaguen los vítores. La música de los bardos se vuelve más animada para darles la bienvenida y la gente se aglomera tanto que Deidamia no consigue ver a los recién llegados al otro lado del festival. Entonces, una llamarada se eleva con entusiasmo hacia el cielo. Había una piromante en el grupo, ¿no?

El niño que espera a que le haga su propio sol le chilla a Deidamia para que se dé prisa, así que acelera el ritmo. En cuanto le entrega la calabaza, el pequeño se va corriendo a ver a los héroes. El resto de la multitud también se marcha y, por primera vez en todo el festival, no hay nadie visitando su puesto.

El de Shana también está vacío. Deidamia no puede resistirse a ir a ver a los héroes antes de dirigirse al centro del Celestus. No le vendría mal un poco más de sidra, y seguro que Shana lo entenderá.

Se acerca al puesto de su amiga y se sirve otra jarra. Entonces, mientras el aroma de las manzanas inunda el aire, Deidamia nota el dolor agudo de una barrera que acaba de caer.

Los aullidos empiezan poco después.


Tal vez fuese por las manzanas, por las especias o por las calabazas. O quizá fuese por los olores acumulados de miles de humanos reunidos para hacer frente a la muerte.

Sea cual sea el motivo, Arlinn no los huele venir.

No se da cuenta de lo que ocurre hasta que es demasiado tarde. No los ve golpear las barreras hasta que los lobos-chamanes ya están en los alrededores ni oye los aullidos hasta que llegan a las puertas. Las celebraciones se transforman en gritos de pavor y los niños vuelven corriendo con sus madres.

Mientras se ponen sus máscaras de madera y hueso, las brujas también alzan la voz para dirigir a la multitud hacia los imponentes brazos del Celestus:

―¡El lugar no es seguro, hay que irse!

La mayoría de la gente les hace caso y forma un gran torrente de carne y miedo que se precipita sobre los puestos y mesas del festival, pisoteando calabazas, ancianos y botellas de sidra. ¿Es sangre o vino lo que empapa la tierra de Kessig? ¿Quién sabría decirlo? Lo único que importa es que los lobos están a las puertas y el Celestus se encuentra lejos.

Arlinn ya puede verlos: hay chamanes de las jaurías aullantes entre los árboles, cubiertos con las pieles teñidas de sus víctimas y emitiendo un brillo escarlata cada vez más intenso a medida que entonan sus hechizos; los asaltantes más veloces rodean a toda prisa los límites de la barricada; también hay matones de tamaños colosales como última amenaza y lobos con gruesas armaduras de cuero.

Puede verlos a todos... y debe de haber cientos.

Siente presión en el pecho.

Storm the Festival
Atacar el festival | Ilustración de Yigit Koroglu

―Arlinn ―dice Kaya―, estamos en un grave aprieto, ¿verdad?

―No mientras logremos salvar a los humanos ―responde, aunque la voz le sale más tensa de lo que le gustaría. ¿Una líder no debería mostrar más confianza?―. Kaya, ocúpate de la llave y asegúrate de que llegue hasta Katilda.

―Entendido. ―A Kaya no hay que repetirle las cosas y, en cuanto Teferi le entrega la llave, sale corriendo y desaparece entre la bruma. Bien, los lobos no podrán encontrarla.

Arlinn nota que se le está formando un nudo en la garganta, pero ahora no hay tiempo para eso. Una luz rojiza está proyectando una sombra siniestra sobre la multitud aterrorizada. Un licántropo casi del tamaño de una torre de asedio estampa un puño contra la barrera mágica.

Crac.

Arlinn no puede apartar la vista de la horda, de los lobos que acompañan a los licántropos. Si se fija lo suficiente, seguro que verá rostros conocidos, lo cual la llena de pavor.

―Chandra, Adeline...

―No hace falta que nos lo digas ―responde Chandra.

Y así es. Adeline ya está cabalgando y le tiende una mano a Chandra para ayudarla a subir a la silla. Las dos parten hacia la primera línea sin mediar palabra.

Ser en todo momento una protectora y una luz que guíe a los demás es la esencia de la fe que impulsa a Arlinn. Y no hay mejor momento que este para ser una protectora.

Entonces, ¿por qué una parte de ella anhela cambiar de bando? ¿Por qué se acelera su corazón salvaje, oponiéndose a su cuidadoso control?

Su mirada no tarda en dar con la respuesta.

Él está aquí.

Crac. Crac. Crac.

En las alturas, la magia estalla como una vidriera. Arlinn levanta la vista hacia allí con su hábito empapado de sangre y lágrimas corriendo por las mejillas.

Parece una ola al romper contra las rocas de Nephalia. El muro de licántropos se abalanza sobre los rezagados. La sangre rocía el aire, los huesos crujen bajo las enormes fauces de la muerte transformada, un aullido hace despertar el odio hacia sí misma y el hambre.

―Arlinn.

Los tambores de guerra que oye casi ahogan la voz de Teferi, pero su mano le estrecha un hombro y la hace volver en sí. Arlinn sacude la cabeza y aprieta los ojos con fuerza.

―Teferi, tengo que... Hay gente a la que debo...

—Lo sé —dice él. Hay miedo en su voz, pero también una valentía que le hace recuperar parte de la suya―. Iba a decirte que te debo una larga puesta de sol.

Arlinn entorna los ojos, pero él ya se dispone a plantar su bastón en la tierra y le dirige una sonrisa que transmite una confianza despertada en su interior.

―¡Ciervas del Alba! ―clama Teferi―. ¡Empecemos el ritual!

En cuanto su bastón toca el suelo, una reverberación surge de él y todos los músculos de su cuerpo se tensan por el esfuerzo. Esta vez, cuando Teferi la mira, Arlinn comprende que no puede desperdiciar este tiempo prestado.

Sus sueños mueren a cada segundo que pasa, al igual que los últimos rayos de la última puesta de sol de Innistrad.

Tiene que hacer todo lo que pueda.


Adeline es una líder nata.

Arlinn lo ve con más claridad que nunca mientras corre por las líneas de batalla espontáneas. Los grupos de guardias escuchan sus órdenes como si fuese algo tan natural como respirar. Las formaciones de cátaros se cubren las espaldas empuñando lanzas y escudos y clavan las armas en los fuertes torsos de los lobos. Cuando les ordena defender, se repliegan y forman un escudo que refugia a las últimas personas que falta evacuar.

Tovolar no da tales órdenes, no tiene necesidad de hacerlo, como bien sabe Arlinn. Él está aquí para liderar una cacería salvaje que no entiende de leyes. Correr junto a él significa escuchar el ritmo desbocado de tu corazón y seguirlo hasta su fin natural. Eso es lo que aprendió cazando a su lado. La gente pensaba que era tranquilo porque hablaba poco, pero la verdad es que siempre había preferido dejar que la naturaleza siguiera su curso.

Eso mismo está sucediendo aquí, más rápido que nunca. Sin las órdenes de Adeline, las llamaradas de los guanteletes de Chandra y los imposibles rayos dorados del sol, los humanos estarían condenados. Incluso en sus formas humanas, los licántropos son demasiado fuertes como para enfrentarse a ellos; es más, esos tales “nefastos” superarían en altura y anchura al herrero más fornido. En cierto modo, es una bendición que la mayoría aún no estén transformados: una cosa es luchar contra alguien que blande su arma con una fuerza tremenda, y otra muy distinta es lidiar con montañas de músculo vivientes.

Pero eso no significa que sea fácil. A la derecha de Arlinn, un nefasto descarga su martillo contra un muro de escudos cátaros y derriba a tres hombres de un solo golpe. Golpea una y otra y otra vez; los cátaros gruñen de dolor y esfuerzo mientras se defienden bajo los escudos como buenamente pueden.

Una extraña intermitencia es lo único que los mantiene con vida. Cuando Arlinn era joven, una de las alegrías inusuales en su vida eran las visitas de un mercader ambulante. Entre sus cosas había una especie de linternas de papel con rendijas en los lados y un cátaro a caballo en el centro. Si girabas la linterna, podías “ver” cabalgar al cátaro. El mercader juraba que no era magia, sino un simple truco de la luz. A ella le hubiera encantado tener una, pero sabía que sus padres no podían permitírsela. El extraño ritmo del cátaro la fascinaba con sus movimientos inconstantes.

Al nefasto le está sucediendo lo mismo. Cuando alza su martillo y lo descarga desde arriba, hay unos valiosos segundos en los que se detiene por completo, lo suficiente como para que los cátaros derribados se aparten. Ni siquiera la sombra del nefasto acompaña a sus movimientos.

Teferi... Tendrá que darle las gracias cuando todo termine.

Borrowed Time
Tiempo prestado | Ilustración de Andreas Zafiratos

Por pura costumbre, Arlinn llama a su manada, pero sabe que no responderá. Hay demasiados lobos entre los invasores; la naturaleza ha elegido su bando.

Así que ella elegirá el de la humanidad.

Arlinn recoge la maza de un cátaro muerto y arremete contra el nefasto. Puede que los músculos le otorguen mucha fuerza, pero las articulaciones siempre serán débiles. El licántropo está demasiado distraído con sus posibles víctimas como para fijarse en la maza que va a por la parte posterior de su rodilla. Arlinn pone todo su peso en el golpe y obtiene un aullido y un crujido como recompensa. El nefasto se tambalea, se da la vuelta y los cátaros consiguen levantarse detrás de él.

El licántropo gruñe. Aunque tiene forma humana, sus ojos lo delatan: ya están a medio cambiar, al igual que sus dientes más largos de lo normal.

―Eres tú... La favorita de Tovolar.

―No sabes nada sobre mí ―responde ella con el ceño fruncido y la maza en alto―. Reúne a los tuyos y lárgate de aquí mientras puedas. Los licántropos no ganarán esta batalla.

La risa del nefasto retumba en su enorme torso. Distraído, no se da cuenta de que las espadas de los cátaros van a por él. La primera se clava en una pierna y ni siquiera le hace trastabillar, pero la segunda lo alcanza en la rodilla herida y le arranca un aullido de dolor. La tercera, entre las costillas, hace que se encorve, pero antes consigue aferrar la cabeza del tercer cátaro entre sus enormes manos.

Arlinn no se demora.

La maza golpea el hueso.

De pie y con sangre en las manos, lo único que puede hacer es murmurar una plegaria. Cuando los cátaros le dan las gracias, no se siente como si hubiera hecho lo justo, lo correcto.

Nada de esto es correcto.

La favorita de Tovolar...

Echa a correr hacia el centro del tumulto.

Corre porque esto está mal y ella lo sabe. Jamás fue su favorita, ¿cómo podría serlo? Después de pasar dos años bajo su tutela, lo abandonó, herido y desangrándose, y huyó en plena noche.

Arlinn huye del recuerdo, pero la memoria es una gran cazadora: la sangre que pisa es como la de él aquella noche; los gritos de los festivaleros son como los de los guardabosques de Kessig; la sangre en sus propias manos jamás desapareció de verdad.

―¿No podemos ser mejores que esto? ―había preguntado ella.

Sin embargo, para él, así eran las cosas. Así era ella y así iba a ser siempre.

Nada más que esto: sangre en la tierra, el sabor de la carne y el olor del miedo.

Arlinn traga saliva. Los cuerpos que ve, la gente que ve... es idéntica a los guardabosques.

Y ahí está Tovolar de nuevo. En medio del caos del asalto, él permanece quieto. Sus ojos brillan más que el fuego prendido en el bosque y la miran directamente a ella.

―¡Tovolar, detén esto!

Él sonríe y mueve la cabeza a ambos lados:

―No.

Tovolar, the Midnight Scourge
Tovolar, el Azote de Medianoche | Ilustración de Chris Rahn

Maza en mano, camina hacia él. A sus espaldas, el caos continúa: los cátaros lanzan cuchilladas a las gargantas de los licántropos, las brujas defienden a los rezagados y los invasores con armaduras se ciernen sobre sus oponentes. Las llamas de Chandra proyectan un brillo ámbar sobre la escena.

―El sol está a punto de ponerse, Arlinn. Todavía estás a tiempo de unirte ―dice Tovolar. No se fija en el arma que empuña, o quizá no le preocupe.

Pero debería.

Con un rugido gutural, la blande contra él.

Tovolar intercepta la cabeza de la maza.

―¿Por qué querría unirme a ti? ―ruge. Aplica más y más fuerza a la maza, pero él la contiene sin dificultad.

―Ya lo hiciste una vez ―responde antes de empujar el arma y desequilibrar a Arlinn―. Aquel era tu lugar.

―Tú no decides cuál es mi lugar ―contesta ella. Otro ataque fracasa cuando él atrapa la maza por el mango y la arranca de sus manos. El arma cae repiqueteando contra el escudo de un guardia muerto, pero Tovolar no le presta atención.

El sol está cada vez más bajo. Ni siquiera Teferi puede aguantar eternamente.

Tovolar y Arlinn se miran a los ojos.

―Solo les caes bien porque piensan que eres como ellos ―dice él―, pero sé que no lo eres.

―Tú no me conoces ―replica.

Esta vez es él quien se lanza a por ella con un golpe alto. Arlinn se agacha para esquivarlo, pero él la agarra y tira de ella, que se fija en las cicatrices que bajan desde el hombro hasta la cintura de Tovolar.

―¿Estás segura?

―Lo estoy ―responde justo antes de asestarle un puñetazo en la mandíbula. La sacudida del impacto merece la pena cuando ve que la expresión engreída de Tovolar desaparece. Lanza otro puñetazo, seguido de un tercero que le hace retroceder―. Ponle fin a esto, aún estás a tiempo.

La sangre mancha los dientes de Tovolar, que escupe en el suelo.

―Estarás de broma.

―No ―dice ella―. Detén el ataque y déjanos terminar el ritual. Reclama las noches y caza lo que puedas, pero deja a los humanos al margen.

―¿Y cómo crees que se lo tomarían? ―pregunta él al erguirse.

―Seguirían vivos ―responde Arlinn―. Eso es lo que importa.

Tovolar ataca de nuevo. Esta vez, Arlinn está preparada y detiene sus puños con las manos abiertas. Los músculos gruñen por el esfuerzo de contener los golpes, pero afianza los talones. Esto no debe continuar.

―Veremos adónde te llevan esas ideas ―dice él―. Tus lobos entienden la verdad: somos nosotros contra ellos. Siempre fue así.

Arlinn reconoce los aullidos que oye a continuación, al igual que los gruñidos. Sabe a quiénes verá si aparta la vista de él, así que evita hacerlo, porque no lo soportaría. El pecho ya le duele lo suficiente con el corazón arrancado. Si los viese, no haría más que hundirlo en el estómago.

Y no puede permitirse distracciones. Cierra los ojos con fuerza y lanza un cabezazo contra la nariz de Tovolar, que se tambalea el tiempo suficiente para darle otro puñetazo.

Sin embargo, la energía que recorre el cuerpo de él indica lo que Arlinn teme: el tiempo se agota. La dentadura ensangrentada de Tovolar se vuelve cada vez más larga y su sonrisa es más inquietante ahora que se dibuja en un hocico. Por todas partes, los aullidos de los otros que se entregan al salvajismo avivan el caos.

―¡Arlinn, vamos a necesitar ayuda!

La voz de Chandra es fácil de distinguir, pero no tiene claro qué responderle. Mientras planta cara a Tovolar, dice lo mejor que se le ocurre:

―¡Estoy en ello, céntrate en mantener a todos a salvo!

Cada vez es más y más alto. El propio cuerpo de Arlinn se resiste a su control. Los dientes le duelen y las manos le tiemblan con energía contenida mientras se agacha y tantea en busca de otra arma. La espada aferrada en la mano de un guardia muerto le servirá. Más tarde rezará por él.

Ahora mismo, más le vale luchar por sobrevivir.

Hay júbilo en el salto de Tovolar hacia ella, y deleite en sus zarpazos. Todos sus movimientos son salvajes y temerarios y ella los intercepta con la parte plana de la espada. Con lo rápido que es en esta forma, lo mejor que Arlinn puede hacer es rechazar los golpes. Aun así, no tarda en sentir dolor en el brazo, en el hombro, en la espalda, en su fatigada alma. Una defensa vacilante la deja expuesta y las garras de Tovolar le rasgan una mejilla. El olor a sangre está a punto de anteponerse al dolor. Las fosas nasales se le dilatan y nota el sabor cobrizo; un hambre primitiva y profunda amenaza con imponerse a su autocontrol.

Pero no lo hace.

―Eres una loba, Arlinn ―ruge él destrozando las palabras con la forma inhumana de su boca―. ¡Da igual cuánto te esfuerces por fingir que no!

―¡Nunca dije que no lo sea! ―le contesta.

Vuelve a abalanzarse sobre ella, que retrocede justo a tiempo.

―¡Pues demuéstramelo!

Tovolar se yergue sobre las piernas y la cicatriz que ella le hizo salta a la vista incluso en la penumbra. Verla hace que su mente regrese a aquel lugar: Tovolar la urge a matar humanos para demostrar que es una de ellos; una decisión imposible; una solución fácil y turbia. Solo tenía que matarlo a él, ¿no? Y entonces ella sería la alfa de la jauría.

Pero eso no fue lo que sucedió. Ni él murió ni ella ganó. Ambos tenían cicatrices que lo demostraban.

La de ella está ardiendo, todo su ser lo hace. En el fragor de la batalla, se oyen los tambores que sonaban aquella noche en que lo desafió. Igual que entonces, los ojos de la manada la observan y ella está sola, sin amigos. Igual que entonces, ella tiene razón y él está tristemente equivocado.

Un espasmo le sacude un brazo y los músculos luchan por convertirse en algo superior, pero Arlinn lo aferra con la mano libre. Una oración sale de sus labios. Si tiene que hacer esto y demostrarle lo equivocado que está, no debe rendirse. No puede ceder a...

―Deja de resistir. ¿Por qué te contienes?

―Porque... Porque aún estamos...

No le salen las palabras. Cada vez le cuesta más hablar. Otra vez los aullidos: “Estoy contigo, únete a la caza”. Otra vez la llamada de la carne y el hueso, la mayor libertad que jamás llegó a conocer. Tan cerca, tan cerca...

Cierra los ojos con fuerza. Recupera el juicio y vuelve a abrirlos apenas un momento después, pero, para entonces, los lobos ya la rodean.

Flecha, Paciencia, Dienterrojo y Roca.

Todos la miran fijamente y le enseñan los dientes, excepto Paciencia.

Ella se aprieta contra las piernas de Arlinn, tira de su pantalón, levanta la cabeza y suplica: “Ven con nosotros. Únete a la caza”.

Si Tovolar la partiera en dos, le dolería menos que esto. ¿Cómo puede explicar lo que significa unirse a la caza? ¿Cómo puede decirle a Paciencia que los humanos que les miran con recelo son buenos y que los lobos que corren, cazan y juegan con ellos se equivocan?

Arlinn tiembla, los ojos le escuecen por las lágrimas.

―No puedo ―dice con un hilo de voz.

Y eso es todo lo que Roca necesita oír. Haciendo honor a su nombre, lanza todo su peso contra ella y la derriba, provocando que el aire abandone sus pulmones y las costillas le crujan. Con la cara en el fango, oye cómo se acercan sus lobos y siente que Tovolar la agarra del pelo.

―Resolvamos esto como es debido ―gruñe él― o morirás aquí mismo.

Le clava una rodilla en la espalda y sus garras le sujetan la garganta. Incluso respirar es peligroso.

―Enséñame a la auténtica Arlinn. Todos queremos verla.

¿Eso es lo que quiere, entonces?

Pues eso le dará.

No porque se lo pida ni porque sus lobos estén desesperados por verlo ni porque ella quiera demostrar algo.

Lo hará porque, en cierto sentido, él tiene razón: los dos son lobos y ahora ella comprende que las rencillas entre ambos solo pueden terminar de este modo.

Con sangre, colmillos y garras.

El sol se hunde tras el horizonte. El día da paso a la noche.

Y Arlinn Kord cambia con ella.

Arlinn, the Moon's Fury
Arlinn, furia de la luna | Ilustración de Anna Steinbauer