―Ten cuidado en el bosque, Arlinn.

La voz de su padre es fuerte y firme, pero transmite un poco de fragilidad, como un roble cuyas ramas crujen bajo presión. Ahora puede verlo con claridad: está trabajando en el taller, rodeado de las obras creadas con sus propias manos. Los símbolos sagrados cubren las paredes, como polillas que envuelven una linterna. No levanta la vista hacia ella.

Cuando Arlinn pestañea, la imagen desaparece.

Años más tarde, después de viajar por el Multiverso, por fin es lo bastante valiente como para volver a casa. Roca y Flecha entienden lo duro que es lo que pretende hacer. Por supuesto, si sus padres humanos la rechazan, al menos tendrá el apoyo de la manada. Su presencia es constante y se ganó su lealtad con esfuerzo. Ella los guía y ellos le ofrecen un sitio en el que encaja, lo cual le da fuerzas.

Finalmente, empieza a subir la colina que conduce a la vieja forja.

Pero allí no hay nada. Solo encuentra un cascarón: unos cimientos ennegrecidos que sobresalen de la tierra, una pared en la que garabateaba de niña.

Los lugareños no la reconocen y se muestran reacios a contarle qué ocurrió, pero al final consigue averiguarlo.

Hubo un incendio. Debió de ser un accidente en la fragua. Las llamas devoraron toda la casa. Una lástima... No pudo hacerse nada.

Pestañea y vuelve al presente.

Duel for Dominance
Duelo por la supremacía | Ilustración de Ryan Pancoast

Tovolar está ante ella. Por mucho que cambie de forma, los ojos siguen siendo los mismos: ardientes, raudos y luminosos como las llamas. Muestra los dientes; a ella le parece que sonríe.

No es el primer duelo entre ambos. Hubo otro hace años, en el que se enfrentaron rodeados por un semicírculo de sus congéneres. Ella no había logrado matarlo; él no había logrado retenerla. Aquella vez, Tovolar llevaba puesto el pellejo del ciervo blanco, pero el combate lo dejó hecho trizas. Recuerda vagamente que se lo arrancó de los hombros en un arrebato de ira. En aquella ocasión, también estaba furiosa.

Pero no tanto como ahora.

Arlinn Kord solo piensa en borrar la sonrisa del rostro de Tovolar.

Adelante. Sus fuertes piernas la hacen volar hacia él. Las mandíbulas están listas para aferrarlo del cuello, pero se topan con un antebrazo levantado justo a tiempo. Aun así, la boca se le llena de sangre espesa y con un fuerte sabor a cobre. Las fosas nasales se le ensanchan justo antes de que Tovolar gire sobre sus talones y aproveche el impulso para arrojarla al suelo.

Pero no puedes quitarte de encima por mucho tiempo a una loba hambrienta. En cuanto sus patas traseras tocan la tierra, se levanta y vuelve a lanzarse a por él.

Tovolar separa los brazos. La cicatriz que cruza su torso también es visible en esta forma. Cuando Arlinn pestañea, el color blanco del pelaje de Tovolar desaparece, pero la herida sangra de rojo, rojo, rojo...

―Ven a tu hogar ―pide él.

¿Fue eso lo que dijo aquella vez?

No importa.

Un aullido sale de la garganta de Arlinn. Ataca de nuevo lanzándole un zarpazo, con los músculos del pecho y los brazos en tensión.

Él no se mueve. Las garras cortan el pelaje y la carne, vuelven a destrozarle el torso, pero él no deja de sonreír. ¿Cómo es posible?

No es momento de distraerse. Ahora es él quien ataca agachándose y embistiendo a la altura de la cintura. Las costillas protestan y amenazan con romperse. Tovolar no piensa soltarla, así que ella planta los pies en el suelo con más fuerza. Si quiere levantarla, tendrá que sufrir mucho para hacerlo; desde arriba, puede golpearlo sin descanso en la espalda. La sangre chorrea por el pelaje de Tovolar y cada nueva herida hunde a Arlinn más y más en el salvajismo.

Sin embargo, al igual que él es incapaz de frenarla, ella no puede detenerlo a él. Solo consigue asestarle tres golpes antes de que la levante por encima de la cabeza y la estrelle contra el tronco partido de un árbol. Las velas salen volando con el impacto y el fuego lame los cortes recién hechos por las astillas.

Es un ingenuo si cree que eso la detendrá. Ignorando el trozo de madera clavado en un hombro, Arlinn planta los pies en un lado del tronco y los hombros en el otro. Un gruñido le da la fuerza suficiente para romperlo y liberarse. Sin demora, arranca la astilla del hombro y se la clava a Tovolar en una pierna.

Esto por fin consigue borrarle la sonrisa de la cara. Un sonoro aullido se propaga por toda la zona del festival y atraviesa el caos de la batalla. Tovolar aferra la astilla con una de sus enormes manos temblorosas; con una ligera satisfacción, la bestia de Arlinn Kord comprende que la ha hundido de lado a lado.

La victoria es efímera. Unas fauces se clavan en sus hombros y un cuerpo pesado la derriba. Hay demasiadas cosas a las que prestar atención a la vez. Cuando cae al suelo, se golpea la cabeza contra el casco de un guardia muerto. Los oídos le pitan. Por un momento, no oye nada: ni los gritos de los humanos que huyen ni las órdenes que vocifera Adeline ni el rugido de las llamas de Chandra.

Ni siquiera los gruñidos de los lobos que se ciernen sobre ella.

¡Qué familiares le resultan sus rostros! ¡Cuántas veces los vio en medio de una cacería! Ahí está Dienterrojo, haciendo honor a su nombre y con el pelaje erizado; ahí está Roca, junto a sus pies; ahí está Flecha, con las mandíbulas clavadas en el hombro ya herido. Esos hocicos que tantas veces vio jugar la presionan ahora como la temible presencia de un depredador.

Entonces, Tovolar se abalanza otra vez sobre ella.

Arlinn intenta levantarse. Los mareos hacen que se tambalee, el hombro amenaza con desgarrarse y las náuseas le taponan la garganta.

Él articula unas palabras, pero es incapaz de oírlas. El pitido en los oídos le recuerda demasiado a las campanas de una iglesia.

Qué templo tan extraño, con gritos en vez de cánticos y el hedor de la batalla en lugar del incienso.

Cierra los ojos.

La Gran Catedral de Thraben. Worrin detrás de un escritorio:

―El mundo nació en la oscuridad y anhela regresar a ella. Por eso debemos alimentar nuestra propia luz.

Fue él quien la recomendó para ingresar en los archimagos.

¿Qué opinaría de ella ahora? ¿Su geist sabría decirlo cuando la vio?

El pitido disminuye. Tovolar sigue hablando, lo oye como si estuviera en una estancia contigua. Más que a él, oye a los lobos, el gruñido grave que solían dirigir a su próxima presa.

Pero no es exactamente ese gruñido, ¿cierto?

Abre los ojos de nuevo.

Ahí está él, arrancándose el trozo de madera de la pierna. La sangre gotea en la boca de Arlinn.

―Hogar...

Esto no es su hogar.

Intenta levantarse otra vez y darle un cabezazo, pero los dientes de Roca se clavan en ella y vuelven a empujarla.

―No tienes que luchar ―dice él.

Por el ángel... Siente ganas de vomitar. Su propia lengua parece de plomo en sus fauces. Ya es bastante difícil entender las palabras de un lobo cuando no acabas de recibir un golpe en la cabeza.

―Únete a la caza ―insiste él―. Esta eres tú. ¿No lo entiendes? Ya no tienes por qué ocultarte.

Ahora Tovolar le tiende una garra. Ella solo siente ganas de apartarla de un zarpazo. El gesto le demuestra que él puede controlarse, pero elige no hacerlo. Por eso es capaz de hablar estando transformado.

―La iglesia odia esta parte de ti ―continúa―, pero yo no. La manada tampoco.

En ese momento, quizá por providencia divina, Arlinn se da cuenta de un detalle.

Paciencia no está con sus compañeros.

Arlinn traga la bilis. Con un esfuerzo...Sí, nota el olor de Paciencia en los alrededores. Es leve en comparación con la sangre y el sudor de la batalla, pero está cerca. Los ojos aún le dan vueltas, pero si lo intenta, puede centrarse y...

Allí está. A la luz moribunda del día, Paciencia la espera. Está sentada lejos del resto, un poco más allá del alcance de la mano derecha de Arlinn, pero en cuanto sus miradas se cruzan, Paciencia empieza a acercarse.

―Dime que volverás a tu hogar ―se obstina Tovolar―. Ahora mismo. Dime que volverás y te soltaré.

Siente el pelaje suave en la palma. El estómago se le calma por un instante.

―Arlinn, por favor. Te queremos con nosotros. Tu sitio está aquí.

Ella vuelve a cerrar los ojos. Ahí está: la vidriera de la catedral.

La luz cambia. Un claro del bosque, donde aguardan los cuatro lobos.

Camina hacia delante, hacia la luz, y ellos se acercan.

Arlinn abre los ojos. Ahora lo comprende: él no se rendirá hasta que oiga lo que quiere oír.

―Este es mi hogar ―dice ella. Incluso esas cuatro palabras suenan masculladas y requieren un gran esfuerzo, pero logra pronunciarlas.

No es una mentira.

El bosque es su hogar, al igual que los lobos y la iglesia. Todo ello es su hogar.

Cuando él la ayuda a levantarse y la estrecha con fuerza, eso también es su hogar. Para la Arlinn joven y recién cambiada, aquel sencillo gesto fue lo más importante del mundo. Y hoy en día sigue siéndolo, al saber que todavía hay tanta gentileza en Tovolar.

Sin embargo, el salvajismo y la crueldad lo dominan hoy en día. La amabilidad que demuestra ahora no puede borrar todo lo que ha hecho ese día. El Tovolar que la cuidaba se ha convertido en el Tovolar que ataca a inocentes, y ella se ha distanciado de él.

Sin embargo, también sabe que él no se ha desapegado de ella.

Aturdida y ensangrentada, no tendrá mucho tiempo ni una ocasión mejor que esta. Es deshonesto y algunos incluso dirían que no es lo correcto.

Pero si sirve para detener el ataque, no hay nada más correcto en el mundo entero.

Arlinn hunde las garras en el esternón de Tovolar.

Él se dobla de dolor. Tarda en comprender lo sucedido y, de hecho, la abraza con más fuerza.

―Innistrad es mi hogar ―dice ella―. Y voy a protegerlo hasta mi último aliento.

Un débil gruñido es su única respuesta. El abrazo de Tovolar se vuelve malicioso y sus garras se clavan en el hombro herido de Arlinn. Ella se mantiene en pie, con una mano aún hundida en él:

―Detén el ataque.

Defend the Celestus
Defender el Celestus | Ilustración de Andrey Kuzinskiy

Qué extraño resulta ver sus ojos atenuarse de esta manera. Está casi segura de que es lo bastante duro como para sobrevivir, y seguramente lo hará en cuanto los chamanes lo examinen. Sin embargo, nunca lo vio tan afligido como ahora, ni siquiera la primera vez que lucharon en el claro. No se trata solo del dolor físico: algo se ha roto en el interior de Tovolar, algo que ella no puede notar desde aquí.

―Has mentido... ―dice con voz ronca.

―Detenlo ―repite ella.

Tovolar cierra los ojos con fuerza. Ella se pregunta qué es lo que ve. ¿Tal vez a la niña que encontró en el bosque aquel día... o quizá otra cosa que lo llevó a estas cotas de crueldad inimaginable? Sea lo que sea, le hace entrar en razón:

―De acuerdo ―dice con un borboteo ahogado.

Arlinn lo deja en el suelo, retira la mano y procura que se mantenga erguido. Los demás lo devorarían vivo si lo vieran encorvarse.

Tovolar vuelve a mirarla y ella niega con la cabeza.

Poco después, él aúlla una orden de retirada que solamente los lobos entienden.

No le pide que lo siga.


Como hormigas trepando por un cuerpo, pero a la inversa, los lobos abandonan los restos consumidos de la Masacre de la Cosechalia.

Ya se hace eco de ese nombre. En boca de los cátaros heridos y maltrechos, de las brujas que buscan entre los cuerpos a quienes todavía estén a tiempo de ayudar, está esa palabra: masacre.

Arlinn no soporta mirar mucho tiempo. Le recuerda demasiado a las Penurias. Es peor, en cierto modo, porque las decoraciones infantiles ahora están desperdigadas como los desechos de una tormenta. Hay calabazas aplastadas bajo los cuerpos de los muertos, sidra que se vierte en charcos de sangre, puestos del festival partidos en dos por los cuerpos de sus propietarios...

Una hora antes, había sido un lugar de esperanza.

¿Qué es ahora?

Arlinn traga saliva. Quiere ayudar. Su sitio está con las brujas y los cátaros, ocupándose de los caídos, pero si Katilda no termina el ritual, no habrá nadie de quien ocuparse. Las efigies destrozadas de los alrededores se lo recuerdan de manera siniestra.

Innistrad resiste.

Ella también debe seguir adelante.


Mientras las brujas y los guardias que quedan atienden a los heridos, las velaguías siguen luciendo sus extrañas sonrisas e indicando el camino a los muertos.

Y hay muchos.

El festival de Katilda fue un gran éxito en el peor sentido posible. Ver semejante cantidad de cuerpos yaciendo unos junto a otros es impensable para Arlinn. Sus padres nunca se lo hubieran creído. Ellos jamás hubiesen asistido, sino que habrían puesto mala cara y habrían murmurado que la seguridad está en el aislamiento. Ella entendía lo que querían decir de verdad, igual que lo entiende ahora: que la seguridad y el miedo son lo mismo.

Pero se equivocan.

La situación actual de Innistrad se debe precisamente a que la gente se aparta de los demás y solo piensa en sí misma. Los vampiros ascienden hacia la eternidad pisoteando a los mortales y los licántropos cazan a la gente a la que deberían proteger. La falta de unidad es la causante de esto. Si los lobos hubieran comprendido lo importante que es mantener el equilibrio del día y la noche, tal vez habrían defendido el festival en vez de asaltarlo.

Ese pensamiento le resulta doloroso.

Se pone en marcha de un salto. Ya habrá tiempo para el luto, para elogiar a los muertos y explicarles lo ocurrido a sus familias. El ritual debe completarse para que algo de esto tenga sentido.

La gente congregada bajo el Celestus tiene que saber que ha valido de algo.

Le duele todo el cuerpo. Las patas delanteras y los hombros protestan con cada zancada, pero sigue adelante. Es la única loba que se dirige hacia el Celestus. Ignora los llantos y los gritos; simplemente, corre.

Pero hay una voz que siempre es imposible ignorar del todo:

―¡Arlinn!

Chandra la está llamando. El caballo blanco de Adeline empieza a adelantarla por la derecha, galopando hacia el Celestus como si le fuese la vida en ello. Unas horas antes, habría odiado que un caballo fuese más veloz que ella, pero ahora solo siente alivio al verlo, porque Chandra le tiende una mano.

―¡Tienes mal aspecto, ven con nosotras! ¡Teferi se marchó antes con algunos de los otros, hay que alcanzarlos!

Tender la mano y mantenerse unidos.

Es la única forma de salir adelante.

Arlinn adopta su forma humana y sujeta la mano de Chandra.


Primero oyen el cántico. Arlinn no distingue las palabras, pero los sonidos evocan la imagen de robles imponentes y ríos antiguos. Un brillo asciende por los brazos del Celestus y ella, desplomada contra la espalda de Adeline, piensa que se parecen a las tenazas de su padre, recién sacadas de la fragua.

Raze the Effigy
Destruir la efigie | Ilustración de Cristi Balanescu

Eso hace que una sonrisa fatigada se dibuje en su rostro, aunque también podría deberse a la pérdida de sangre.

―Chandra, ¿no te parece...?

―Que están a punto de terminar, sí ―la interrumpe. No iba a decir eso, pero da igual. Arlinn levanta la vista.

Chandra tiene razón: consista en lo que consista el ritual, debe de faltar poco para completarlo. Es difícil distinguir lo que ocurre, con tanta gente rodeando la plataforma central, pero eso es más un motivo de alegría que de preocupación.

Cabalgan directas hacia la multitud. La armadura de Adeline y el fuego de Chandra sirven como símbolos de su estatus; las llamas piden que les abran paso y también indican que la lucha aún no termina. Tan mareada como está, Arlinn no distingue bien los rostros de la gente, pero la esperanza brilla en sus ojos.

Además, todo el mundo está articulando como si secundara el cántico.

Tiene un ritmo extraño, es melódico y ascendente, rebelde y espeluznante. Las sílabas alargadas vibran y danzan en los oídos, haciendo que los pensamientos se acompasen con ellas. Si esto es magia, tiene que ser muy antigua. Ahora también la siente en las venas.

Se aproximan poco a poco a la plataforma central. Ya está a la vista y se distinguen las máscaras de las Ciervas del Alba, que se mueven de un lado a otro. En el borde de la plataforma hay cinco que tocan el tambor al ritmo del cántico, y entre ellas hay otras cinco que realizan una danza discordante. En el centro hay dos personas: Katilda, cuya máscara ensombrece gran parte de su rostro mientras sostiene la llave de platalunar como un objeto sagrado y puro, y Kaya, que parece alerta y mira alrededor como si estuviese buscándolas.

Cuando Kaya las ve, levanta los brazos y les indica que se acerquen.

El puente de madera se extiende ante ellas. Chandra es la primera en desmontar y enseguida ayuda a Adeline a bajar. Luego, ambas ofrecen apoyo a Arlinn. Con la cátara en un lado y la piromante en el otro, no se tambalea demasiado; mejor así.

Da un paso, luego otro. La madera se hunde y cruje bajo ellas, lo que también forma parte de la inquietante canción del bosque, del cántico que ahora habita en sus pulmones.

Un paso, otro. ¿Qué pensarían de esto los ángeles? ¿Qué opinaría la iglesia? El ritual no se parece en nada a un himno o una oración; es distinto, pero igual de real. ¿Cómo es posible que las palabras acudan de inmediato a sus labios si es la primera vez que las oye? ¿Estaban grabadas en sus huesos todo este tiempo?

Un paso, otro. Las brujas congregadas alrededor de ellas se giran al mismo tiempo hacia Chandra, Adeline y Arlinn. Sus ojos las observan desde detrás de las ramas dobladas y los huesos de las máscaras. En los iris de las brujas hay remolinos plateados; en efecto, esta magia es antigua. Al unísono, las brujas hablan con sus voces reunidas:

―Arlinn Kord.

Ella traga saliva.

A ambos lados, Chandra y Adeline intercambian una mirada y las tres se dirigen al altar. Ante Arlinn hay un cuenco dorado, apto para recoger la luz del sol y la miel, rodeado de hierbas secas y huesos antiguos.

Los ojos de Innistrad la observan.

―Aquí estoy ―responde. Tiene la sensación de que es lo que debe decir.

―Niña de la Sangre y el Colmillo, que caminas por la línea del Alba, donde la Noche y el Día se unen, tu fuerza has de prestar.

“Hace mucho que no soy una niña”, está a punto de decir, pero los rituales antiguos no deben interrumpirse. Katilda probablemente la conozca mejor de lo que ella pensaba.

―¿Qué necesitas?

Se lo pregunta a Katilda, porque, aunque toda la multitud habla como una sola voz, está segura de que es ella quien mueve los hilos. Todo lleva su olor.

―¿Derramarás tu sangre por el día? ¿Defenderán tus colmillos a quienes viven con miedo?

Su mirada vuela de una bruja a otra, de Teferi a Kaya, de Chandra a Adeline. Nadie parece comprender qué significa exactamente todo esto.

―Lo haré ―responde. De eso sí está segura.

Secrets of the Key
Secretos de la llave | Ilustración de Alix Branwyn

―Unge la cerradura de orosolar.

La sangre y el colmillo, ¿verdad? Aún mareada, Arlinn se apoya en el altar y se toca la dolorosa herida del hombro. A continuación, aplica la sangre al interior del cuenco, cuya superficie es sorprendentemente cálida. Luego toma una de las hierbas y la muerde. Un amargor se esparce por su boca y ella agradece que atenúe el sabor de la sangre. Entonces toma la hoja y la deposita sobre la pequeña mancha roja.

El cuenco empieza a emitir un zumbido.

Lo mismo ocurre con el Celestus. Los enormes engranajes chirrían al volver a la vida. En las alturas, las sombras se desplazan mientras los brazos se liberan del óxido y las raíces que los cubren. El suelo tiembla bajo sus pies, pero ella mantiene las manos apoyadas en el altar, que la ayuda a no caer.

Kaya deposita la llave de platalunar cuando Katilda se lo pide con un gesto.

―El aquelarre ofrece raíz y alma.

Arlinn recoge una raíz nudosa del tamaño de su brazo, probablemente tan antigua como el propio Innistrad. A veces reconoces la edad de algo a simple vista. Antes de que pueda preguntarse de dónde procede, Katilda le da un capirotazo en la punta y, de pronto, la raíz queda reducida a cenizas. Katilda las vierte en el interior del cuenco, al otro lado de la sangre de Arlinn.

La raíz está lista, pero ¿y el alma? Eso inquieta a Arlinn.

Cuando está a punto de preguntar, la mirada de Katilda se cruza con la suya. Su aura transmite que no se admitirán dudas ni interrupciones. El ritual debe continuar.

Entonces, los ojos de Katilda revelan la respuesta: un brillo plateado los cubre y luego surge de ellos. Su boca se abre, con la mandíbula colgando, y de ella también sale un brillo plateado que se combina con el anterior y se introduce en el cuenco.

Las otras brujas sujetan a Katilda de los brazos cuando su cuerpo empieza a flaquear. El temor oprime el pecho de Arlinn. Esto no será...permanente, ¿no? Su mirada vuela desde las brujas hacia Kaya y Arlinn articula: “¿Esto está bien?”.

Pero no obtiene repuesta.

Kaya está mirando hacia arriba, hacia otra cosa. Y entonces, una sombra se cierne sobre el altar.

Algo huele a muerte.

Ocurre demasiado rápido como para que el ojo humano pueda verlo, pero no para Arlinn: una estela roja y dorada cae del cielo como un relámpago y engulle a Katilda en su color imposible. Y dentro de esa estela... Olivia Voldaren. Es imposible confundirla; ella misma jamás querría que la confundiesen con otra. La mano que estira hacia la llave de platalunar está engalanada con el sello de los Voldaren, al igual que el resto de su armadura.

No pueden permitir que consiga la llave.

Arlinn salta hacia el artefacto y lo aprieta contra el estómago al caer al suelo. Arañarse la piel es un pequeño precio por mantener la llave a salvo. Cuando se gira, Olivia ya está sobrevolando la plataforma, con el cuerpo de Katilda colgando en sus brazos. Desde las alturas, Olivia los mira con desdén y sus hombros se agitan cuando suelta una carcajada espantosa.

―Parece que estamos en un punto muerto ―dice la vampira―. Yo tengo a tu bruja y tú tienes mi llave.

Arlinn se levanta apoyando las rodillas sin dejar de aferrar la llave. Ahora la nota distinta, más fría.

―Ninguna de las dos es tuya.

―Al contrario ―responde Olivia―. Esa llave es más que mía. La necesito para algo muy importante, ¿entiendes? Lo que no necesito es a una bruja vieja y arrugada.

Kaya se planta junto a Arlinn en un instante. Agradece el apoyo, aunque la advertencia de Kaya hace que sienta un escalofrío:

―Algo no va bien con el alma de Katilda. Vi que salía de ella durante el ritual, pero entonces...

―Entonces, ¿qué? ―pregunta Arlinn.

―Fue cuando apareció Olivia ―dice Kaya con preocupación―. No pude ver lo que ocurrió.

Chandra se une a ellas con las manos tensas y los ojos clavados en la vampira voladora.

―Vamos a por ella, ¿no?

―Ni hablar, podríamos darle a Katilda ―contesta Kaya.

En el cielo, Olivia suelta un suspiro exagerado. Con todo el estilo de una viuda extremadamente aburrida, araña el pecho de Katilda con las uñas. La sangre cae sobre las brujas asustadas y la multitud paralizada.

―Mi propuesta es muy sencilla y me estoy cansando de esperar la respuesta. O me das esa llave para que pueda irme a planear mis festejos, o sigues titubeando y tu amiga muere.

―¿Y si completamos el ritual? ―pregunta Arlinn en voz baja.

―¿Estamos a tiempo de hacerlo? ¿Alguien sabe cómo terminarlo? ―susurra Kaya.

Tiempo... Piensa en Teferi, que tiene que estar cerca, pero aunque lograran encontrarlo, no podría darles tiempo suficiente. Ralentizar el sol había sido toda una gesta y seguramente necesitaría varios días para recuperarse.

Tiene que haber otra solución. Mira a dos de las otras brujas.

―¿Podemos terminar el ritual? ―les ladra, pero ambas niegan con la cabeza.

―Tenía que hacerlo ella. El hechizo es demasiado antiguo para el resto...

―¡Qué aburrimiento! ―grita Olivia, que levanta la mano para hacer otro corte...

No hay tiempo suficiente para sopesar todas las opciones, para buscar otra salida ni para intentar solucionarlo usando la fuerza bruta.

Innistrad tiene que sobrevivir.

Arlinn lanza la llave al aire empleando el brazo ileso.

Los ojos de Olivia se iluminan y atrapa la llave al vuelo con la mano libre, otra vez en una fracción de segundo. Cuando la examina, su regocijo se aviva a pesar de que las yemas de sus dedos echen humo.

―¡Suelta a Katilda! ―grita Arlinn.

―Esa no es forma de dirigirse a una futura novia ―responde Olivia convirtiendo su alegría en asco.

―Un trato es un trato ―contesta Kaya. Arlinn se sorprende un poco al oírla, al ver que ella es la que comprende la situación, pero acepta la ayuda―. Devuélvenosla.

―Muy bien ―dice Olivia―. Allá va.

Olivia's Midnight Ambush
Emboscada de medianoche de Olivia | Ilustración de Chris Rallis

En el futuro próximo, Arlinn pensará en este momento y se preguntará qué otra cosa hubiera podido hacer. Si hubiese reaccionado un poco más rápido, ¿habría terminado tan mal? Si hubiera actuado antes o tomado otra decisión, ¿qué habría ocurrido?

Porque una cosa es caer desde gran altura, pero otra muy distinta es que te arroje un vampiro. El cuerpo de Katilda sale disparado hacia el altar a una velocidad pasmosa.

Lo único que Arlinn puede hacer para frenar la caída es interponerse de un salto, pero eso tampoco sirve de mucho. Varios huesos se rompen cuando Katilda se estrella contra Arlinn y esta choca contra el altar.

Para cuando el mundo deja de dar vueltas, la vampira ya no está. Se aleja volando, apenas se distingue una mota negra en el cielo ya oscuro de por sí.

La llave desaparece con ella.

El Celestus se sume en el silencio.

Es de noche en Innistrad.

Y será de noche para toda la eternidad.