La Hora de la Revelación
Las arenas flotaban perezosamente sobre las dunas, el Luxa recorría Naktamun de principio a fin y las familias de la ciudad se ganaban la vida felizmente. A través de una ondulación en el aire, un dragón desgarró el cielo desde un mundo remoto.
Tenía pocos días. Pronto se quedaría sin la magia necesaria para llevar a cabo este plan. Le quedaba el tiempo justo para hacer los preparativos con los que tal vez podría recuperar su divinidad.
Las maquinaciones del dragón abarcaban milenios y su percepción contemplaba siglos, un tortuoso laberinto de posibilidades, circunstancias, estadísticas y probabilidades. Por lo general, el dragón sopesaba esos factores cuando trazaba sus planes, pero ahora, si quería satisfacer sus necesidades tendría que ser violento en sus decisiones.
La violencia es un acto que no se puede retractar ni enmendar a medio camino. Comienza y luego termina. Sus decisiones tenían que ser idénticas. Nada de dudas. Nada de titubeos ni incertidumbres. Simplemente, violencia.
Los dioses de Amonkhet divisaron al dragón en el cielo, fuera de la Hekma. Se encaramaron a los puntos más elevados de la ciudad y se armaron para el combate. Estaban decididos a no fracasar esta vez. Ningún monstruo podría derrotar a los ocho dioses de Amonkhet. No cuando Naktamun era lo único que quedaba.
Oketra tensó su arco y la luz de los soles gemelos resplandeció en la superficie curva. Disparó una flecha hacia el cielo y esta atravesó la Hekma con facilidad. El rayo impactó en el costado del dragón... y él se rio. La gran bestia descendió hacia la cúpula brillante de la barrera y la tanteó con una garra. Oketra lanzó una segunda flecha, esta vez con intención de perforar un ojo. El monstruo apenas dedicó un vistazo al proyectil y este se partió y desintegró en pleno vuelo.
Los dioses se quedaron atónitos. Aquel dragón poseía suficiente poder como para desafiar las leyes de la naturaleza.
Hazoret ordenó que los niños y los ancianos se refugiaran en los mausoleos y los sirvientes hicieron correr la voz. La diosa empuñó su lanza e instó al panteón a atacar.
El intento de distracción para proteger a los mortales hizo gracia al dragón. Aquellos dioses se preocupaban por su plano mucho más de lo que a él le habían importado los mundos que creaba.
Kefnet, el cuidador de la Hekma, trató de mantener intacta la barrera. El dragón levantó la barbilla y quebró en dos la mente de Kefnet.
El cuerpo y las alas del dios se quedaron sin fuerzas y este se desplomó en el suelo, completamente inmóvil.
Los corazones de los mortales de toda Naktamun se retorcieron con un dolor súbito. Incluso quienes no presenciaron la caída de Kefnet fueron presa del pánico. El resto del panteón rugió por la derrota de su hermano y la agonía que se extendió por Amonkhet.
El dragón sonrió con satisfacción. Extendió una garra y una aguja de luz perforó el brillo azul de la barrera.
Los dioses alzaron las armas y bramaron, desafiantes. Ninguna bestia dañaría a un inmortal sin recibir su justo castigo.
La luz de la Hekma parpadeó. El velo protector onduló como el agua de un río y la brecha se ensanchó lo suficiente como para que el invasor la atravesara.
El dragón se protegió de los ataques de los dioses separándose medio paso de la realidad. Su imagen seguía siendo visible, pero su cuerpo estaba a salvo de las acometidas.
Los dioses de Amonkhet rugieron y maldijeron, pero ningún golpe alcanzaba a su objetivo. El poder del intruso estaba, como mínimo, a la par del de ellos. El dragón aterrizó en lo alto de la torre más elevada, cerró los ojos y comenzó a canalizar un conjuro.
Había llegado la hora de las decisiones violentas.
Los dioses percibieron cómo una oleada de maná confluía en torno al dragón como un torbellino de malevolencia. Intentaron lanzar hechizos de protección a la desesperada.
Pero fueron demasiado lentos.
El dragón abrió los ojos y todos los mortales con edad suficiente como para caminar se disiparon cuales granos de arena en el aire.
Una luz blanca y cegadora envolvió Naktamun y los siete dioses cayeron de rodillas, agonizando por el desvanecimiento de incontables almas.
La luz se atenuó. Se hizo el silencio, que inmediatamente dio paso al plañido lejano de miles de bebés huérfanos.
Los dioses rompieron a gritar, horrorizados. Los ruegos de los niños no tenían forma en sus mentes. Fueron abrumados por un sinfín de súplicas, aluviones de miedo y confusión sin palabras, imágenes difusas de madres y padres que se habían esfumado partícula a partícula. La repentina pérdida de todas aquellas vidas dejó a los dioses indefensos, paralizados por la conmoción, como si hubieran perdido una extremidad.
Sin embargo, dos deidades se negaron a sucumbir. Hazoret levantó a Oketra del suelo asintiendo en silencio. Las dos huyeron del gran dragón mientras este se apoderaba de sus congéneres. El intruso, extrañado, las siguió sin apresurarse, en silencio y tranquilo.
Oketra corrió junto a su hermana y descendieron al más sagrado de los mausoleos. Mientras se agachaban para entrar en el sepulcro y pasaban entre filas y filas de muertos momificados, las diosas escuchaban los llantos estridentes de los huérfanos. Oketra cerró la entrada con una luz dorada que selló la puerta de piedra y Hazoret comenzó a recoger con cuidado a todos los niños que pudo. Oketra corrió a ayudarla y calmó a los bebés con su presencia.
De pronto, la risa del dragón retumbó en el mausoleo. Hazoret se volvió hacia Oketra cuando oyeron al intruso y sintieron su presencia al otro lado de la entrada, poniendo a prueba la resistencia de la barrera. El dragón percibió los latidos de los niños supervivientes al otro lado de la puerta, además de miles y miles de cadáveres encantados, y se rio entre dientes al contemplar la perfección de su plan. Deshizo lentamente el sello mágico de la diosa y se tomó su tiempo para deleitarse con la desesperación que surgía del interior del mausoleo.
Las dos diosas depositaron a los niños en un nicho de la cámara y se plantaron codo con codo ante la entrada. Hazoret empuñó su lanza. Oketra tensó el arco.
―¡Los hijos de Naktamun no morirán a manos de una bestia! ―exclamó Hazoret.
―Los hijos de Naktamun morirán atravesados por tu lanza ―replicó el dragón.
El invasor hizo añicos la puerta del mausoleo. Oketra y Hazoret iniciaron el ataque. Con un simple gesto de una garra, el dragón emitió un impulso de magia y las mentes de las dos diosas quedaron completamente en blanco.
Cayeron sin dar ni un paso más.
El dragón, satisfecho, continuó su labor.
El siguiente paso del plan requería autosuficiencia. Necesitaba una sociedad dispuesta a hacer el trabajo por sí misma, sin necesidad de estar él presente.
Había numerosas opciones con sus correspondientes resultados, pero el tiempo apremiaba; ya había tardado un día en someter a los dioses. El dragón eligió el camino rápido.
Decisiones violentas.
En primer lugar, regresó a la superficie y se apoderó de tres de los dioses. Los guardó como si guardara herramientas en un armario. Pronto llegaría el momento de usarlos. Con el poder que le quedaba, el dragón corrompió y manipuló las líneas místicas de maná que fluían a través de los demás dioses. Les ordenó que olvidaran sus orígenes, asoció su existencia a la de él y los obligó a borrar todo lo demás.
En segundo lugar, profanó las tumbas bajo la ciudad y sacó a la luz los cuerpos momificados de los muertos. Había un gran número de huérfanos que necesitarían cuidadores.
En tercer lugar, tergiversó la historia del plano. Existía una ceremonia religiosa de élite, una serie de pruebas de mérito que concluían con el sacrificio de un campeón tras cada ciclo del segundo sol. Un inusual pilar cultural que era respetado tanto por mortales como por dioses. Perfecto para adecuarlo a sus fines. El dragón agradeció la conveniencia. Lo que antes ocurría una vez cada pocas décadas, ahora exigiría un suministro constante de campeones. Hechizó el sol de modo que este se desplazara mientras él continuaba con sus preparativos, para que sirviese de cuenta atrás hasta el momento en el que decidiera regresar. Aquel sería el eje de sus maquinaciones en el mundo.
En cuarto lugar, el dragón construyó un trono en el perímetro de la ciudad. Al otro lado de la barrera, erigió un monumento a su propia imagen, un homenaje a sus magníficos cuernos, y lo encantó para que se mostrara idéntico desde cualquier ángulo. Construyó el monumento de modo que este enmarcara el menor de los soles en el momento que el dragón escogiera. Se sintió orgulloso. Cuando uno pierde la omnipotencia a pasos agigantados, la vanidad es una herramienta para sobrevivir.
Por último, forjó la promesa de regresar, deleitándose con la escritura de sus propias profecías, y la implantó en los dioses y en las mentes y creencias de los ciudadanos. Los mortales adoraban las promesas. Las consideraban inamovibles como montañas, cuando en realidad eran volubles como ríos.
Cuando el dragón partió, el menor de los soles continuó su lenta trayectoria celeste.
Desde lejos, el dragón continuó cultivando, supervisando y llevando a cabo sus propósitos en otros mundos mientras los años transcurrían, empujando el segundo sol poco a poco en su recorrido
hasta aquel momento en particular
en aquel lugar en particular
sobre aquel plano en particular
en el que el sol completó su ciclo
y descansó entre los grandes cuernos, según la profecía.
Según la promesa.
Por fin.
Había llegado la Hora de que el dragón regresase y reclamara su tesoro.
Y así, el sol alcanzó su cénit entre los cuernos del Dios Faraón y las Horas prometidas comenzaron. Y las últimas gentes de Amonkhet se postraron, y hubo nerviosismo y temor ante lo que se avecinaba, y hubo llantos de niños y chiquillos, y los dioses señalaron el fenómeno con solemnidad, pues todo se desarrollaba según la profecía.
Djeru corría lo más rápido que le permitían las piernas, con los ojos clavados en el segundo sol, que asomaba a ambos lados del cuerno izquierdo en el horizonte. La ciudad estaba sumida en la penumbra y lo insólito de aquella atmósfera no hacía más que avivar los ánimos y el regocijo de los ciudadanos de Naktamun.
Samut corría junto a Djeru, sujetándolo fuertemente por un hombro. Cuando los dos salieron de la arena, se toparon con una estampida de ciudadanos, todos dirigidos hacia la orilla del Luxa. Djeru jamás había visto semejante caos. Los iniciados habían abandonado todo compromiso con el resto de sus simientes; se habían olvidado las formas y el decoro ante la promesa de alcanzar la próxima era de existencia.
Quedaban muy pocos.
En los meses previos al término del ciclo del segundo sol, muchos más ciudadanos habían decidido enfrentarse a las pruebas antes de lo previsto para demostrar su valía. Las fechas se habían adelantado. Las simientes habían duplicado sus números. El resultado era una ciudad aún más vacía de lo normal, habitada principalmente por los ungidos y los que aún eran demasiado jóvenes como para participar en las pruebas.
Djeru y Samut se internaron en el torrente de adolescentes y niños, chocaron con hombros y codos y tropezaron con piernas, pies y colas. Los jóvenes corrían con los brazos extendidos y los rostros anegados en lágrimas de desesperación y fervor. Sus pequeños pies se movían a toda velocidad. Los cuidadores ungidos no podían seguirles el ritmo y la mayoría se había resignado a apartarse para dejar vía libre a la estampida.
Una sombra se cernió sobre todos: era Hazoret, que caminaba por encima de ellos en su camino hacia el río. Decenas de niños e iniciados que no habían llegado a enfrentarse a las pruebas tiraban de sus sandalias y saltaban hacia su lanza.
―¡Llevadme!
―¡Por favor, Otorgante!
―¡Dejadme morir antes de Su regreso!
Sin embargo, la diosa los ignoraba, con la mirada fija en el Luxa y el Portal de la lejanía.
La llegada del Dios Faraón se avecinaba. Sin duda, su regreso tendría lugar junto al Portal al más allá, la inmensa muralla donde el Luxa convergía con el resplandor azul de la Hekma. El Portal solo se entreabría para los pocos afortunados que superaban la Prueba de fervor, pero ahora, con el advenimiento del Dios Faraón, su promesa se cumpliría.
La promesa de las Horas.
Djeru sintió esperanzas renovadas. Él iba a ser el último en cruzar el Portal, el último al que Hazoret, la Otorgante de Bendiciones, concedería la gloria.
Hasta que Samut lo arruinó todo. Hasta que el traidor, Gideon, intervino.
Sin embargo, Samut estaba ahora a su lado, sujetándolo por un brazo en actitud de apoyo y protección. Volver a contar con aquella presencia familiar tranquilizaba el corazón de Djeru, incluso si su mente seguía furiosa por la traición.
"Me ha privado de mi destino por sus dudas egoístas", pensó.
No obstante, el Dios Faraón quizá les otorgase un lugar a su lado de todos modos. Tal vez pudiera abogar por ambos y los dos demostrarían que eran dignos. Entonces, Samut comprendería lo equivocada que estaba.
Djeru susurró una plegaria de esperanza, un pequeño ruego que se ahogó entre los gritos y súplicas de la multitud en aquella inusual penumbra.
―¡Las Horas han comenzado!
―¡¿Dónde está?!
―¡Llevadnos, Dios Faraón! ¡Mostradnos vuestra gracia!
―¡Ay! ―chilló Samut cuando un naga la embistió en su carrera hacia el río.
»No nos ha mostrado más que falta de preocupación durante años y ahora lo recibimos así ―masculló ella con rabia―. Todo son mentiras y caos.
Djeru no respondía a los constantes sacrilegios de Samut. Un sonido cada vez más audible había captado su atención.
Un sonido lejano y ambiental. Un crujido incesante. Un ruido oscuro y antiguo, causado por algo sin forma. Los khenra de los alrededores se taparon los oídos y aullaron mientras corrían, los naga se sobresaltaron como si la tierra se hubiera movido debajo de ellos. Todos los presentes miraron por instinto hacia el extremo del río.
―El Portal... ―Samut le apretó el brazo con más fuerza.
Los dos aceleraron el paso y se acercaron a la muchedumbre que había acudido a la orilla del Luxa. La aglomeración de ciudadanos lloraba en una mezcla de miedo y dicha infinita. Un minotauro gimoteaba, dos mellizos khenra oraban de rodillas y numerosos niños intentaban vadear el río y llegar hasta el Portal.
Djeru nunca había visto una histeria colectiva comparable con aquello. Por un momento, el miedo invadió su corazón, pero el caos era contagioso y el frenesí del momento lo arrastró. Aunque en ese instante ya habría tenido que estar en el más allá, la traición de Samut le había concedido el privilegio de presenciar el regreso del Dios Faraón. ¡Puede que todo terminara como debía, al fin y al cabo!
El ruido cesó de pronto, tan inesperadamente como había comenzado.
Djeru estiró el cuello para ver mejor y sus sandalias se hundieron en el lodo de la orilla. El agua le salpicó los tobillos cuando la gente que había a su espalda y a ambos lados lo empujó para intentar ver.
―Djeru, tienes que prometerme una cosa ―le susurró Samut al oído.
No quería escucharla. Pero tampoco quería perderla.
―Ocurra lo que ocurra, protegeremos a nuestros dioses. Nos defenderemos mutuamente.
No comprendió a qué se refería, pero asintió sin mediar palabra.
Un grito ahogado de sorpresa se propagó entre la multitud.
A lo lejos, la luz del segundo sol asomó más allá del primer cuerno. Por fin se había situado detrás del monumento. Un rayo brillante de luz iluminó Naktamun de lado a lado. El gentío prorrumpió en gritos cuando el sol llegó a su punto culminante y se asentó entre los cuernos de la lejanía.
En ese preciso momento, sin previo aviso, el Portal se entreabrió ínfimamente y su superficie de piedra dividió la corriente del río.
Ninguno de los presentes había visto jamás lo que aguardaba al otro lado del Portal. Solamente los muertos llegaban a cruzarlo, cuando se entreabría para permitir el paso de las barcazas fúnebres una vez al día.
Incluso desde lejos, Djeru y Samut sintieron un aire cálido que soplaba por la abertura del Portal.
A sus espaldas, Djeru notó que una diosa se aproximaba. Hazoret se internó en el río y caminó por encima de las cabezas de su pueblo, avanzando con cuidado para esquivarlos.
―¡Se avecina! ―exclamó.
Djeru sintió que el júbilo de la diosa calaba en él; la exaltación de la deidad reforzaba su propio optimismo.
Junto a ellos, un niño rompió a llorar mientras otros lo empujaban para acercarse más a la orilla.
Algunos aven volaron hasta el Portal y tiraron para tratar de abrirlo más. Otros iniciados nadaron hacia la abertura, pero ninguno parecía capaz de llegar hasta ella.
Todavía era imposible ver lo que había más allá. Solo un filamento de luz delataba que el Portal estaba ligeramente abierto.
―No deberíamos quedarnos aquí ―dijo Samut estrechándole el hombro para llamar su atención―. Tendríamos que ir a...
El siseo del viento que se filtraba por el Portal se volvió más intenso y, con un movimiento más rápido, las puertas continuaron abriéndose. La mano de Samut se deslizó del hombro de Djeru mientras los dos contemplaban fascinados la apertura del Portal.
Toda la multitud enmudeció de asombro.
El viento se tornó caluroso y acribilló a los fieles con gravilla y arena. Los testigos tuvieron que levantar las manos para protegerse los ojos. El Portal se abrió por completo y la gran congregación dio un grito ahogado.
Les habían prometido un paraíso.
Pero lo que aguardaba allende el Portal eran yermos áridos e interminables.
Djeru se quedó boquiabierto. ¡Se suponía que les aguardaban praderas verdes! ¡Manantiales y un vasto océano! En lugar de eso... no había nada. Desiertos. Bestias. Sierpes, cocodrilos y cadáveres de herejes malditos. Lo mismo que había en el exterior de la Hekma por todas partes. Una interminable, eterna e implacable nada.
Djeru no daba crédito.
En los alrededores, la confusión se propagó entre la multitud. Algunos vitorearon. Otros gritaron alabanzas. Muchos miraron a los demás en busca de respuestas. ¿Aquello era el paraíso?
La preocupación se contagió de persona en persona, manifestándose en voz más y más alta por momentos.
Un cuerpo inmenso agitó las aguas. Hazoret se internó con brusquedad en la corriente. Empezó a temblar, con las orejas aplastadas contra la cabeza, pero levantó los brazos en actitud de bienvenida.
Djeru se abrió paso a empujones y se adentró en el agua detrás de Hazoret para buscar un mejor punto de vista. Lo único que podía ver al otro lado del Portal era un edificio que solo podía ser la necrópolis, el mausoleo legendario en el que los muertos estimados como dignos descansaban en espera del Dios Faraón.
Djeru se volvió hacia Samut, pero ella solamente prestaba atención a la diosa que tenían ante sí.
―¡Gran Hazoret! ―le gritó. La diosa bajó la cabeza y miró directamente a Samut.
»¿Es eso el paraíso?
La deidad no respondió. Djeru percibió que el pecho de Hazoret se hinchaba y contraía irregularmente; su expresión era inescrutable.
―Por favor, Hazoret, disipad mis dudas y decidme que eso es el paraíso.
La diosa levantó la cabeza ligeramente y continuó negándose a responder.
La multitud empezó a discutir.
Aún no había señales del Dios Faraón. ¿Sería aquello una prueba? ¿Qué significaba la ausencia del paraíso? Tal vez no se manifestase hasta la llegada del Dios Faraón. Aquel lugar más allá del Portal quizá no fuese el yermo interminable que aparentaba; ¡tal vez fuese realmente el paraíso!
La disonancia de voces calló cuando una enorme silueta oscura y alada voló a través del Portal y pasó por encima de la congregación en la orilla del río. Los ciudadanos se agacharon y levantaron la vista para tratar de ver qué era aquella sombra pasajera. Se oyeron alabanzas y vítores que llamaban al Dios Faraón.
Pero Djeru sabía que aquella cosa no era él.
Observó cómo el ser aterrizaba con decisión en un obelisco y bajaba la mirada hacia la multitud. Djeru oyó a Samut desenvainar sus khopeshes detrás de él y la escuchó sisear dos palabras que sonaban como una maldición escupida con rabia.
―Un demonio.
Un escalofrío de temor recorrió la espalda de Djeru. Los demonios no eran habituales en Amonkhet. Djeru solamente los había visto en textos y relatos y como sombras lejanas en el exterior de la Hekma. Aquellos monstruos no tenían cabida en el paraíso... pero Djeru conocía las leyendas sobre aquel demonio.
Era la prueba definitiva, la última muerte no gloriosa que precedía al regreso del Dios Faraón.
El demonio se irguió en lo alto del obelisco y extendió las alas para atrapar el calor del segundo sol. Djeru observó sus rasgos de reptil y su expresión siniestra. La gruesa cola estaba cubierta de incontables escamas. Las alas puntiagudas conducían a una sonrisa aún más afilada.
El demonio inspeccionó a la congregación. Sus labios se curvaron en una mueca de burla y entonces levantó el vuelo de nuevo, sobrevolando con indiferencia el río y la multitud antes de regresar delante del Portal. Allí, suspendido en el aire, el demonio extendió el brazo derecho y se rajó el antebrazo con la otra garra. Los hilos de sangre brillaron a la luz del sol. El demonio no mostró señal alguna de dolor, sino que susurró un encantamiento, un retumbo grave y desagradable que hizo eco en el agua. Djeru retrocedió al comprender que se trataba de magia de sangre y salió del río antes de que el plasma demoníaco se derramara en la superficie. Plic, plic, plic.
Con cada gota, el río fluía más despacio.
Finalmente, la corriente se detuvo.
Los trozos de juncos arrastrados río abajo se estancaron por completo.
Cuando la sangre se extendió y tiñó los tonos marrones, verdes y azules del Luxa, una mancha roja brillante comenzó a propagarse río arriba.
Se oyeron gritos escalofriantes desde la orilla, donde la gente echó a correr para salir de allí cuanto antes. Djeru observó mientras el agua ahora estancada adquiría un color carmesí oscuro. Sintió que un extraño poder latía en el Luxa.
El demonio había convertido las aguas en sangre.
La viscosidad se propagó, marchitando los juncos y asfixiando a todo lo que nadaba en las profundidades. Los peces comenzaron a aparecer en la superficie, abriendo y cerrando la boca en un intento por respirar. Río arriba, decenas de hipopótamos trataron de arrastrarse fuera del cieno sangriento, pero muchos de ellos se ahogaron en el denso pantano. Un gran cocodrilo emergió tosiendo fango rojo y respirando sonoramente a través del líquido pastoso; se revolvió y retorció en la orilla y su cuerpo moribundo aplastó en el lodo tinto a los peces y anguilas que habían perecido antes que él. Todas las criaturas que habitaban en el río estaban desesperadas por salir. Sus intentos frenéticos de abandonar la ciénaga coagulada aceleraban sus muertes.
Samut sujetó a Djeru por el brazo con una expresión lúgubre en el rostro.
―¿Todavía crees que esto es el acto de un Dios Faraón benévolo?
Djeru no sabía qué decir. Las dudas asaltaban su mente. Cuando abrió la boca para responder, una voz abismal reverberó en el aire; un retumbo profundo que rezumaba malicia y horror. Instintivamente, Djeru se tapó las orejas con las manos, pero no sirvió de nada para callar la voz del demonio.
―Liliana... ―gruñó el demonio.
Samut abrió los ojos de par en par.
―¿Por qué sabe el nombre de una de los forasteros? ―preguntó a Djeru, pero él solo respondió negando con la cabeza.
Djeru levantó la vista hacia el demonio y sintió como si la sangre se le helara en las venas. El demonio sonrió; sus dientes como cuchillas y sus ojos insondables eran un retrato de poder y desesperanza. Su voz retumbó de nuevo en el río de sangre.
―Sé que estás aquí, Liliana Vess. No puedes esconderte de mí.