El inquisidor de élite Vronos asió su ballesta con engarces de plata y apuntó. El virote bendito salió disparado con un chasquido y se hundió en el corazón de la maldita, haciendo brotar una rociada de sangre. La mujer cayó sin emitir sonido alguno. Un niño que apenas tenía edad para andar lloraba junto a ella. Gateó hasta el pecho inmóvil de su madre, cuya sangre aún estaba mezclándose con el barro de la aldea.

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Inquisidor de élite | Ilustración de Jana Schirmer y Johannes Voss

Los pecadores encontrarían allí mismo el Sueño Bendito y su maldad moriría al igual que su carne impía. Vronos dio sus órdenes: algunos se encargarían de apilar los cadáveres en la plaza y otros traerían madera y aceite para la purificación final.

Sin embargo, los niños quizá podrían salvarse. Mientras los demás se ocupaban de sus tristes tareas, él dirigía un grupo para reunir a los bebés y a los huérfanos de ojos oscuros que seguían junto a los cuerpos fríos de sus padres, y a los jóvenes decrépitos y resentidos que se apiñaban en chozas tenebrosas.

Vronos había escogido a los compañeros de rostros más amables y voces más cándidas de entre sus curtidos cazadores de monstruos. No eran muchos, pero aun así, poco a poco lograron juntar a los temblorosos niños. Los agotados inquisidores llevaron a los jóvenes a un campamento cercano, mientras el cielo adoptaba un tono espeluznante por causa del fuego consagrado.

Era lamentable que los inocentes tuviesen que sufrir durante las purificaciones. Vronos notó una sensación vívida al recordar una noche ya muy lejana. El resplandor del fuego grasiento, el hedor de la madera carbonizada, el heno y la sangre hirviendo. Los aullidos gorgoteantes de su hermana.

Los hombres y mujeres encapuchados habían tratado de explicarle que el fuego purificaría su alma, que encontraría el Sueño Bendito. Él no lo había entendido. No sabía por qué el sueño parecía doler tanto.

Lo habían llevado al orfanato de la catedral, donde los hijos de los purificados recibían los cuidados de la Orden de la Garza Argéntea. Los amables tutores envueltos en sus mantos se hicieron cargo de él, lo alimentaron, lo vistieron y le enseñaron a trabajar en los jardines, a cuidar a los animales y a rezar. Habían hecho todo aquello escatimando en palabras, aunque la hermana Alina tarareaba canciones de su Stensia natal cuando realizaba sus tareas.

Cuando Vronos creció, aprendió la disciplina de los cátaros. Se entrenó en el manejo de todas las armas de los puros. Estudió todo el saber acerca de los monstruos que plagaban su mundo. Se enseñó a ser duro.


Aunque habían purificado la aldea, la campiña seguía siendo peligrosa. Vronos estableció guardias para la noche, pero pensando en los agotados hombres bajo su cargo, redujo todo lo posible la duración de cada turno y el número de vigilantes. Por supuesto, insistió en que él se encargaría del primero.

Cuando por fin pudo descansar, estuvo a punto de caer rendido antes siquiera de llegar a su catre.

Rara era la ocasión en la que Vronos soñaba, pero aquella noche, su descanso estaba turbado por visiones terribles mezcladas con aullidos bestiales y gritos humanos. Un gran peso le oprimió el pecho. Se revolvió y gimió, para luego despertar sumido en una oleada de dolor. A la tenebrosa luz de la hoguera, Vronos cruzó su mirada con la de una bestia sanguinaria que gruñía y lanzaba zarpazos a su jubón de cuero. El engendro le lanzó una dentellada y arrancó un trozo de carne de la frente y la mejilla del inquisidor. El hocico de la bestia se llenó de una espuma sanguinolenta.

Vronos rugió y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas para quitarse de encima al monstruo. La sangre le nublaba la vista. Podía oír cómo el ser se revolvía, preparando una nueva acometida, pero Vronos halló la empuñadura de su espada y la blandió trazando un arco. El arma tembló cuando cortó la carne, y el cuerpo de la fiera se desplomó.

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Depredadora despiadada | Ilustración de Michael C. Hayes

Vronos se incorporó de un salto, se frotó la cara ensangrentada y trató de asimilar la situación. Alrededor de él se hallaban los cuerpos de sus fieles hombres, desgarrados y mutilados al igual que sus catres. Unos pocos aún gemían levemente, con las gargantas rajadas. A la vil luz de la luna, vio las siluetas encorvadas y peludas de los licántropos que acuchillaban a los pocos soldados que aún resistían.

El inquisidor miró hacia abajo y vio a una niña que yacía inmóvil a sus pies. Tenía un corte profundo en el hombro que le llegaba hasta el torso. Su boca estaba empapada de sangre y en su dentadura enrojecida aún colgaba un trozo de carne.

Vronos volvió a levantar la vista. Los seres salvajes no tenían siquiera el tamaño de un adulto y sus movimientos eran torpes. Las náuseas se apoderaron de él.

No había inocentes.

El inquisidor gritó sin articular palabra alguna y se abalanzó sobre la bestia más cercana. Le perforó el cuello con la espada y ni siquiera se detuvo para asegurarse de rematarla antes de ir a por la siguiente. Dio otro tajo y otro cuerpo se desplomó mientras él avanzaba a trompicones por el campo de cadáveres. Los aullidos de los monstruos se mezclaron con los gritos de los soldados agonizantes, produciendo un ambiente de horror y desesperación. La manada se volvió hacia Vronos. Se encontraba solo en medio de los niños licántropo, que gruñían con ferocidad.

Uno se abalanzó contra él, a por la garganta.

Luego, otro.

Y otro.

El mundo se tornó oscuro.


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Santuario arcano | Ilustración de Anthony Francisco

Vronos se encontraba de pie en un espacio amplio. A sus pies había un metal frío; alrededor de él, cristal. Por encima se arremolinaban nubes plomizas, pero una luz vigorizante se filtraba por un claro circular y formaba un estanque, en medio del cual se hallaba el inquisidor, inmerso en cánticos susurrados... u oraciones.

Miró alrededor. Percibió siluetas que desprendían un brillo tenue y se movían a la deriva en un enorme recipiente. Varios seres flotaban entre ellas; algunos eran irreconocibles y otros tenían formas más humanoides. Sus caras eran de un metal brillante.

Un ser calvo y azulado se situó ante él y lo miró sin mostrar emoción alguna. El rostro de la criatura no tenía rasgos que permitiesen calcular su edad y estaba surcado por elegantes filigranas plateadas. No tenía cuello. En cambio, un metal retorcido mantenía la cabeza en su sitio, de alguna forma.

El ser lo escudriñó sin decir nada durante unos segundos y luego se volvió hacia los otros observadores. Habló con voz monótona: ―Este espécimen es imperfecto. Puede que resultase dañado en la transición. Debería ser expurgado del estudio.

―¿Quieres decir purificado? ―Vronos se irguió, haciendo acopio de todo el orgullo que podía. Miró a los rostros inexpresivos que lo rodeaban―. ¿Según qué valores juzgáis mi pureza?

El ser azul le devolvió la mirada y pestañeó una vez, y una segunda: ―Este aún no es consciente de su capacidad. Este podría ser valioso. No habíamos visto a uno así desde el Caballero.

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Ilustración de Chippy

Vronos nunca había oído hablar de los Planeswalkers, gente como él que de un modo u otro había aprendido a viajar entre los diversos mundos que conformaban la existencia. Sin embargo, aquellos sabios, que se dieron a conocer como los etereados, llevaban mucho tiempo estudiando esa capacidad. Habían postulado que el misterioso metal al que llamaban eterium podía crear un vínculo más fuerte entre los seres vivos y el mar de energía en el que flotaban todos los planos. Aquellos seres azules, los vedalken, incluso sustituían gran parte de su carne por dicha sustancia. Aun así, desconocían el secreto que permitía viajar a través del éter, como había hecho Vronos.

Estudiaban minuciosamente sus Veintitrés Textos, tan sagrados como cualquier himno avacyno, en busca de la clave que les permitiese resolver aquel misterio. Sin embargo, nada era tan valioso para ellos como la ocasión para observar a un auténtico planeswalker en un entorno controlado. Vronos accedió a ello, pero a cambio solicitó una gran compensación: conocimiento. Descubrió parte del saber de los Textos sagrados, aprendió acerca de la naturaleza básica del peculiar eterium y su creador desaparecido hacía tanto tiempo, y practicó las artes arcanas de aquellos hechiceros metalurgos. El inquisidor reparó su cara desfigurada con un injerto de eterium y labró una máscara con filigranas del mismo material.

Durante aquellas lecciones, caminó entre planos. Se arrojó a los enloquecedores espacios entre los mundos y aprendió a encontrar las recónditas rutas que lo llevaban a nuevos lugares. Recorrió costas salpicadas por fuego líquido y se irguió en cumbres tan altas que casi tocaban los astros. Caminó por las calles de una ciudad infinita. Vio criaturas extrañas que podían alterar sus cuerpos para adoptar una gran variedad de formas. Se quedó perplejo ante el fulgurante aliento de los dragones, siguió a bestias alienígenas en mundos boscosos, palpó gemas que parecían tener vida propia.

Informó de aquello a los ansiosos eruditos... pero no de todo lo que había descubierto. Vronos cosechó perlas de sabiduría y las ocultó detrás de su máscara, al igual que su desfiguración. Sirviéndose del metal y el saber, refinó su habilidad para caminar entre planos y descubrió cómo seguir a otros seres como él gracias a los vagos rastros que dejaban en el éter.


Después de muchos meses estudiando y viajando, Vronos regresó a su hogar como penitente. Se arrodilló en el salón de los cátaros, en la gran catedral de Avacyn, y ofreció sus plegarias al ángel. Debido a sus transgresiones, el inquisidor no esperaba menos que la excomunión, o incluso la pena capital.

No obstante, Avacyn dirigió su glorioso rostro hacia la figura del hombre y sus ojos rebosaban un amor infinito. El ángel besó la frente de su súbdito y pronunció unas palabras de perdón y comprensión. Por primera vez desde aquella fatídica noche y también por última vez, el corazón de Vronos se colmó de pura emoción.

El inquisidor renovó sus votos al servicio de Avacyn y le rogó que le confiase las más peligrosas de las empresas. Juró que nunca dejaría que su debilidad le impidiese hacer lo necesario, por muy duro que fuese. El ángel derramó una única lágrima perfecta sobre la mejilla marcada de él y asintió.


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Máscara de Avacyn| Ilustración de James Paick

Todos sus cátaros llevaban máscaras. La faz con filigranas de Vronos siempre encabezaba a los cazadores de engendros. Los monstruos y los ignorantes lo conocían como el Esgrimista Gris, aunque tenía poco en común con aquella elegante disciplina. Sin embargo, Vronos hacía honor a su reputación y perforaba con su esbelta hoja los corazones de todos los enemigos del bien que abatía.

Por fin entendía por qué había tenido que morir su hermana. No perdonaba el hecho, pero veía la necesidad. Para combatir al mal, había que endurecer el corazón. El cazador no debe apiadarse.

Una mañana, un ángel guerrero se manifestó ante él. Extendió sus brillantes alas sobre Vronos y alzó su espada por todo lo alto.

―Porto un mensaje de mi señora para el enmascarado, una tarea que solo su siervo más devoto puede llevar a cabo. Se tratará de la empresa más arriesgada de todas. Si se cumple esta labor, afirma ella, se considerarán más que saldadas todas las deudas de dicho hombre.


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Avacyn, ángel de la esperanza | Ilustración de Jason Chan

Avacyn flotaba en las altas bóvedas de su catedral como un nuevo astro en los cielos. Vronos no podía contemplarla directamente en toda su gloria.

El inquisidor hizo una profunda reverencia: ―¿Qué servicio reclama de mí, mi señora? Estoy a sus órdenes.

―Mi leal cazador, desearía que no fuese necesario reclamarte para semejante cometido, mas entre todos mis seguidores, solo tú posees la capacidad para llevarlo a cabo.

―He realizado un juramento a vuestra Gracia, hasta la muerte. Todavía he de cumplir con él. ¿Cuál será mi deber?

La tristeza acompañó las palabras del ángel: ―Las fuerzas que me liberaron también han desatado un mal mayor en el mundo. El Helvault era la prisión de un gran número de demonios. Si hubiese tenido la opción de escoger, habría preferido permanecer en su interior, en lugar de haber salido junto con ellos. La hechicera oscura que abrió la prisión ha desatado una ruina en este mundo, pero mis legiones, nuestros fieles y yo la purificaremos.

―Más apremiante es la maldición que aflige a alguien que, al igual que tú, es capaz de viajar entre mundos. Si nadie acudiese en su ayuda, acabará por transformarse en un demonio más poderoso que ningún otro... Uno más allá de mis capacidades.

―Pero tú, mi elegido, eres capaz de perseguirlo a donde mis otros súbditos no pueden. Debes dar con ese hombre, Garruk, y traerlo a mi catedral. Dudo que su condición le permita comprender la grave situación en la que se halla. Si no estuviese dispuesto a venir por voluntad propia, deberás capturarlo. Necesitarás hacer uso de toda tu astucia y sabiduría para triunfar ante el poder de su maldición.

―Haz esto por mí y por los muchos mundos que están en peligro, y te liberaré de tus votos para conmigo.

Vronos se puso en pie y se obligó a contemplarla. ―Mi señora, incluso si no hubiese prestado juramento, haría todo lo posible por servir a vuestra Gracia. Emprenderé esta misión, pero no para ser libre, sino para llevar a cabo vuestra obra purificadora allá donde sea necesaria.

Una hueste de ángeles se manifestó alrededor de Avacyn, entonando un cántico que se asemejaba al tañido de campanas. Las oscuras bóvedas de la catedral se iluminaron con la luz del día y proyectaron una larga y fina sombra mientras Vronos se retiraba por las puertas esculpidas.


Ilustración de Brad Rigney

Garruk guardaba pocas semejanzas con un ser humano. Era una mole de músculos que hedía a sudor y sangre reseca. Su cara estaba oculta tras un yelmo oxidado lleno de marcas y una tosca mata de pelo. La peste de la corrupción ensució el aire cuando Garruk alzó su inmensa hacha.

―¡Detente, desdichado! ―gritó Vronos―. Te corrompe un mal que no eres capaz de comprender. Baja el arma y permite que te lleve ante los sanadores de Avacyn.

El salvaje rugió como una bestia y blandió el hacha. Vronos retrocedió, consciente de que no podría repeler la pesada hoja con su delgado florete. Levantó su ballesta y susurró un encantamiento de sumisión sobre el virote cuando salió disparado.

Garruk simplemente lo rechazó de un golpe en pleno vuelo. Con un gesto similar a un lanzamiento, dio vida a un feroz oso. La bestia se abalanzó sobre Vronos, quien materializó al instante un mangual de luz y asestó un golpe tremendo al animal. Jadeando por el esfuerzo, invocó a su propio monstruo metálico.

A medida que otras criaturas salvajes se unían a la contienda, Vronos respondía con sus propios siervos de eterium. Sin embargo, Garruk se volvía más imponente y feroz a medida que desataba toda la furia de su magia natural corrupta. Vronos podía generar nuevos defensores a partir de los restos de los que caían, pero sabía que no era capaz de competir con el cazador en aquel aspecto.

El inquisidor levantó las manos para pronunciar un encantamiento a la desesperada. No obstante, antes de que pudiese acabar de pronunciarlo, la cabeza del hacha de Garruk se le hundió en un hombro; el Planeswalker maldito la había arrojado contra él. Vronos cayó de rodillas, se arrancó el arma y palpó la herida sangrante. Resultaría letal si no se la tratase de inmediato.

Huyó hacia el vacío y su enemigo profirió maldiciones mientras se alejaba. Llegó a la entrada de una cueva donde se había resguardado tiempo atrás. El lecho de ramas, hojas y hierba seguía intacto. Vronos se arrastró hasta el refugio y tanteó en busca de las hierbas que había guardado allí. Las manos tocaron las hojas secas y masculló una breve oración de agradecimiento. Las masticó a toda prisa hasta conseguir una cataplasma y la administró sobre la herida. Luego se acostó y dejó que la oscuridad se apoderase de él.


Vronos comprendió que había dependido demasiado de los clérigos de la inquisición. Cuando recuperase un poco sus fuerzas, tendría que regresar al santuario, porque él no sería capaz de tratar la herida por completo. Además, necesitaría aprender algunas nociones de sanación en combate antes de volver a enfrentarse al monstruoso Garruk.

Aun así, antes tendría que descansar y dejar que su cuerpo se recuperase, para lo cual necesitaba alimentarse. No le resultaría difícil conseguir agua, pero apenas tenía energías para ir en busca de algunas bayas.

Perdía y recuperaba la consciencia, y sentía el dolor del torso en sintonía con los latidos del corazón.

El sol se había puesto. El ambiente se había vuelto azulado. El canto de un tordo resonaba en el silencioso ocaso. De repente, una cierva apareció en el claro que había a solo unos treinta metros.

Sus motas destacaban a la luz de las estrellas. Tenía unos ojos oscuros y acuosos que reflejaron la luna cuando alzó la cabeza para olisquear la brisa. Era hermosa e inocente, pero el cazador no debe apiadarse. Vronos alzó su ballesta lentamente.

La cierva lo observó y movió las orejas. El virote dio en el blanco y se hundió en el cuello del animal, incluso después de que intentase emprender la huida. Apenas dio unos pasos torpes antes de derrumbarse. La luz se desvaneció de sus ojos, que se convirtieron en cristal negro.

Vronos se arrastró gimiendo hacia la criatura del bosque que había abatido. Parecía que habían pasado horas hasta que llegó junto al cuerpo de la cierva. Pronunció otra oración de agradecimiento y extrajo el virote de la carne aún tibia.

De pronto, se oyó el crujir de ramas... y una pisada funesta. Vronos levantó la mirada y vio la luna tapada por una silueta colosal. Dos adustas luces púrpuras lo observaban amenazadoramente tras el yelmo del monstruo. Alzó el hacha. ―Dije que no podrías esconderte de mí.

La hoja descendió con un silbido. Vronos inclinó la cabeza.

El cazador no debe apiadarse.