Elspeth estaba muerta.

Sin embargo, el inicio de esta historia nos remonta al pasado remoto, a siglos atrás. Antes de que los dioses de Theros se hicieran con el poder, los titanes, encarnaciones horripilantes de impulsos primitivos, campaban por el reino de los mortales sembrando destrucción y muerte a su paso. Los mortales, incapaces de defenderse, se encomendaron a las oraciones en su momento de necesidad. A raíz de aquellas plegarias, de aquella devoción concentrada, surgieron los mismísimos dioses.

Poseedores de un poder inconcebible gracias a la fe de los mortales, las deidades encerraron a los titanes en el Inframundo. Klothys, la diosa del destino, se ofreció voluntaria para ser su carcelera y se recluyó en el Inframundo para toda la eternidad. Aunque Erebos gobierna este reino más allá de la muerte, era Klothys quien actuaba como sello perpetuo para garantizar que los titanes continuaran confinados.

Y así, los dioses gobernaron, confiados en la posición que se habían ganado por derecho, hasta que el sátiro Xenagos expuso una nueva amenaza. Sirviéndose del mismo poder de la devoción, Xenagos ascendió a la divinidad y reveló una inquietante certeza a los dioses: podían reemplazarlos.

El dios del sol, Heliod, decidió actuar y envió a su campeona, la Planeswalker Elspeth, a acabar con Xenagos. La humana cumplió su misión, pero el hecho de que Xenagos hubiera ascendido atormentaba a Heliod. Si la gente de Theros llegase a venerar más a Elspeth que a él, era muy probable que la mortal le arrebatara su lugar en el panteón. Temeroso de aquella posibilidad, Heliod abatió a Elspeth en su momento de triunfo y la envió al Inframundo con intención de hacerla caer en el olvido.

Elspeth estaba muerta.

Sin embargo, su historia aún no había terminado, puesto que no era la única Planeswalker en Theros: entre las sombras acechaba Ashiok, artista de pesadillas. Ashiok vivía para difundir miedo, el cual considera como el gran ecualizador de todas las cosas. Y así, aunque Elspeth debería haber recibido el descanso eterno en Ilysea, el paraíso del Inframundo para los héroes caídos, en lugar de ello sufrió pesadillas constantes relacionadas con su pasado: con Daxos, su antiguo amor, al que mató ella misma, víctima de un engaño; con Heliod, quien le quitó la vida usando la misma lanza que ella había empuñado en nombre del dios; y con el tormento de su infancia a manos de los viles pirexianos.

Estas pesadillas tuvieron dos consecuencias. En primer lugar, las visiones provocadas por Ashiok son más reales que la mayoría, y en una de ellas, Elspeth se apropió de Crusor, la lanza de Heliod. Cuando la pesadilla terminó, dejó tras de sí una versión tergiversada del arma que rezumaba poder y oscuridad. En segundo lugar, Ashiok descubrió la existencia de los pirexianos e inmediatamente se marchó del plano para indagar sobre aquellas auténticas pesadillas vivientes.

Mientras tanto, Heliod siguió contemplando cuán frágil era su inmortalidad. No estaba dispuesto a permitir que nadie ocupara su lugar en el panteón; ni siquiera los demás dioses. Con ese propósito, reclamó el alma del oráculo de Daxos y lo transformó en su campeón en el reino de los mortales. Convertido en semidiós, Daxos recibió instrucciones de borrar toda huella de los demás dioses en la gran ciudad de Meletis.

Las otras deidades no toleraron semejante afrenta y convocaron a sus propios campeones del Inframundo. Así dio comienzo la guerra de los dioses, y cuando los dioses luchan, los mortales sufren las consecuencias. Una de ellas fue la formación de brechas al Inframundo, de las cuales surgieron en masa incontables monstruos. Erebos, el dios del Inframundo, se había obsesionado con el conflicto divino y nadie odiaba a Heliod más que él. Cegado por la ira, había descuidado su férreo control sobre las almas de sus dominios.

Las noticias vuelan incluso en el más allá, y Elspeth oyó hablar de las brechas hacia el reino de los mortales. Consciente de que su labor en el Multiverso aún no había concluido, Elspeth aferró su lanza sombría y se dirigió hacia una salida oculta en el palacio de Erebos..., pero no era la única que buscaba una escapatoria.

Entretanto, Klothys estaba furiosa. Cuando Xenagos intentó usurpar su puesto en el panteón, tuvo motivos para ofenderse. Pero cuando incontables almas osaron desafiar su destino y revertir sus propias muertes, la ira se apoderó de ella. La diosa envió un sinfín de agentes a impedir que aquellas almas alcanzasen una nueva vida. En el caso de Elspeth, un alma de Planeswalker, necesitaba un instrumento especial. Por tanto, Klothys tejió su obra maestra: un agente del destino al que dio el nombre de Cálix. Creado con el único propósito de cumplir la voluntad de la diosa, Cálix emprendió la persecución de Elspeth con intención de preservar las cosas como debían ser.

Elspeth reunió aliados a medida que se dirigía hacia la libertad. Por el camino lidió numerosas batallas y luchó contra enemigos poderosos, pero superó todos los obstáculos. Tras cada victoria, alzaba su lanza y proclamaba: “¡Contemplen la auténtica Crusor! ¡Heliod empuña una falsificación!”.

Elspeth también se enfrentó a Cálix en muchas ocasiones y se impuso en todas ellas; al fin y al cabo, era una guerrera consumada y a él lo habían creado recientemente. Sin embargo, Cálix mejoraba un poco en cada batalla, a medida que se familiarizaba con su adversaria y consigo mismo. Aun así, Elspeth lo derrotó una última vez antes de llegar a la salida del Inframundo. Allí, Heliod la aguardaba.

El dios había descubierto el intento de escapatoria a través de Daxos, el antiguo amor de Elspeth. Privado de razón, Heliod se interpuso en el camino de Elspeth para negarle la huida del Inframundo. No podía permitirle escapar. Dejarla huir supondría el fin para él. Ella era la causa de todo aquello. Despotricando entre dientes, el dios acometió a Elspeth con su lanza y..., de repente, Crusor se hizo pedazos en sus manos.

Pues cada vez que Elspeth había repetido que su lanza sombría era la auténtica Crusor, las almas espectadoras la creían. Y fue el poder de aquella creencia, aquella devoción, lo que hizo que la mentira de Elspeth simplemente se convirtiera en verdad. Al contemplar la punta de una lanza que ya no era suya, Heliod se rindió... y entonces retumbó la risa de Erebos.

Incluso tras siglos de existencia, ningún sonido había agradado tanto a Erebos como el de la rendición de Heliod. Y así, Erebos tan solo apresó al derrotado dios del sol y lo situó bajo una roca gigante, donde sufriría por toda la eternidad o hasta que sus fieles de la superficie lo olvidaran. En cuanto a Elspeth, el dios del Inframundo le otorgó su gratitud eterna... y un paso seguro de regreso al mundo de los mortales.

Después de un breve reencuentro con Daxos, Elspeth se marchó desplazándose por los planos. Cálix la contempló y su mismísima existencia se tornó agonía. Su propósito era devolver a Elspeth adonde le correspondía, pero ya no podría darle alcance. Sin embargo, en su momento de mayor desesperación, una extraña idea se encendió en su interior... Y simplemente caminó entre los planos en pos de ella.