HUATLI

Huatli tenía ocho años.

Minúsculas motas de polvo flotaban en el aire, atrapando la luz del atardecer y otorgando un brillo anaranjado al campo de entrenamiento, a la sombra de Tocatli. Un grupo de niños permanecían sentados junto a ella en las baldosas de piedra, todos ellos sosteniendo armas de madera en sus pequeñas manos. Huatli era lo bastante joven como para sentir el impulso de plantear miles de preguntas, pero también lo bastante mayor como para saber aguardar al momento apropiado. Por tanto, se contenía apretándose los tobillos con sus diminutas manos, esperando a que el sacerdote del Imperio del Sol terminara su monólogo. Los jóvenes guerreros en ciernes estaban recibiendo una lección acerca de los tres aspectos del sol, aunque impartida con la voz más monótona y aburrida que Huatli había oído nunca. Además, ella se sabía de memoria todos aquellos relatos. Le encantaban los relatos.

—¿Qué hay al otro lado del sol? —preguntó de repente.

El sacerdote calló y se fijó en ella.

Huatli se apretó los pies con fuerza y no apartó la mirada, decidida a obtener una respuesta.

—Huatli, algún día lucharás empuñando un arma y hablarás con el poder del sol —contestó el sacerdote dejando escapar un suspiro—. Lo que haya en el otro lado no importa.

Huatli odiaba que mencionaran su futuro. Recibía clases especiales con los sacerdotes y los chamanes porque se le daba bien contar historias, pero le molestaba no poder pasar aquellos ratos con los demás aprendices.

—Pero es que quiero saber qué hay al otro lado —protestó, haciendo todo lo posible para disimular la queja con una curiosidad que realmente sentía.

Sus compañeros la miraron, a todas luces molestos, y Huatli se puso como un tomate.

—Huatli tal vez llegue a ser nuestra poetisa guerrera en el futuro —intervino Inti, su primo, con una audacia inusual en un niño de ocho años—. ¿No hay historias sobre el otro lado del sol que deba aprender?

Eso convenció a los demás niños, que se sumaron a la pregunta.

El sacerdote se puso un poco nervioso y pidió ayuda con la mirada a la instructora de combate, pero esta se encogió de hombros. El maestro arrugó el entrecejo y miró a Huatli a los ojos.

—No hay historias acerca del otro lado del sol.

La mayoría de los niños corearon un "jooo", desilusionados.

—Nombra las cosas que puedas ver —continuó el sacerdote—. Glorifica las cosas que hayas hecho y no pierdas el tiempo con lo desconocido.

—Pero ¿y si de verdad quiero saber qué hay al otro lado? —Huatli se sentía confundida.

El sacerdote miró a la instructora como solo miran los adultos derrotados y agotados por tratar con niños. La maestra dio dos palmadas con autoridad y captó la atención de los jóvenes guerreros.

—¡Discípulos, poneos por parejas y practicad las maniobras de hoy! El primero o la primera que pierda se encargará de limpiar.

El resto de los niños se levantaron a toda prisa y corrieron a la arena de entrenamiento, parloteando todavía más de lo habitual por haber tenido que guardar silencio durante la lección. Huatli, en cambio, se quedó sentada en el sitio, inamovible y con los ojos clavados en el sacerdote. Este dejó escapar un suspiro y la miró con una exasperación vagamente paterna.

—Presentimos que tienes un don para la oratoria, Huatli. Si quieres llegar a ser la poetisa guerrera del Imperio del Sol, debes comprender que, cuando lo consigas, tus palabras se convertirán en la verdad.

—¿Quieres decir que me invento cosas? —preguntó la niña, confundida.

—No, quiero decir que, cuando narres historias, tendrás que relatar la verdad de alguien. Tu deber es conocer las hazañas de la gente y compartirlas de modo que nuestro pueblo jamás olvide las gestas de sus protagonistas. —El sacerdote se mostró inflexible—. Si llevas la vida de una guerrera por el bien del imperio, lo entenderás con claridad. Debes ser la voz única que grite desde la cima de la montaña. La voz del imperio, de todo lo que importa.

Huatli se mordió el labio inferior. No estaba segura de querer ser una voz en la montaña. Pensó en el sacerdote y en la maestra de combate, en su tita, su tito e Inti. Pensó en todas las gentes del imperio y en que algún día escucharían las verdades que ella relataría.

"El imperio es lo que importa", aseguró para sí misma. "No lo que quiera que haya más allá del sol".


Angrath y Huatli se encontraban en un claro cuando la tierra tembló con violencia y tuvieron que agacharse para mantener el equilibrio. Observaron cómo los chapiteles dorados de Orazca se elevaban más y más sobre la enramada del valle. Parecía que tiraran hacia arriba de la ciudad, partiendo árboles y apartando a un lado montañas de tierra y roca durante el ascenso.

Huatli se quedó atónita.

La ciudad era más hermosa de lo que hubiera podido imaginar... y no se parecía en nada a la que había vislumbrado en su visión.

El suelo dejó de temblar y Huatli pestañeó cuando sus ojos comenzaron a humedecerse. Orazca estaba allí. Tenía arcos altísimos y esculturas del tamaño de edificios, todo ello en una estructura laberíntica que albergaba más oro del que jamás hubiera visto. La ciudad parecía vibrar con magia. Aún estaba a una distancia considerable, aproximadamente a medio día de camino desde su posición, pero Huatli se encontraba más cerca de Orazca de lo que había estado ningún habitante del Imperio del Sol desde hacía siglos.

—¡Ya era hora, maldita sea! —bramó con entusiasmo su acompañante. Angrath echó a correr colina abajo a grandes pisotones, decidido e impaciente.

Huatli recordó su misión y fue detrás de él.

Su mente trabajaba a un ritmo frenético. Había encontrado Orazca, pero ¿significaba eso que debía regresar? ¿No sería mejor explorar la ciudad y encontrar el Sol Inmortal ella misma? Huatli trató de contener su regocijo, pero no lo consiguió y una sonrisa tonta se dibujó en su cara.

—Entonces, ¿te enviaron a buscar la ciudad dorada? ¿Como si fueses una recadera? —se mofó Angrath.

Huatli volvió de inmediato a la realidad y se guardó la sonrisa.

—Mi emperador me lo encomendó. Es nuestro hogar ancestral, pues nosotros somos los gobernantes legítimos de Ixalan.

Los árboles se cernían sobre ellos. Las ramas formaban arcos en las alturas y los sonidos de insectos y aves inundaban los oídos de Huatli mientras se adentraban en la sombra de la jungla.

—¿Y qué sacas tú de esto? —quiso saber Angrath.

—El título que merezco. He entrenado desde la infancia para convertirme en la poetisa guerrera.

Angrath soltó un bufido.

―¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Un título no te da libertad. —El minotauro golpeó una rama con una cadena para quitarla de en medio.

—No lo entiendes —replicó Huatli, molesta—. Mi deber será narrar los triunfos de mi pueblo.

—¿Y para eso necesitas un título? —espetó él mirándola de soslayo—. Piensas como una hormiga.

Huatli se sintió más que insultada, pero mantuvo la boca cerrada. Sabía muy bien lo voluble que era el humor de aquel hombre y prefirió no incitar a aquel extraño y nuevo aliado a atacarla de nuevo.

—¿A qué te refieres? —le preguntó después de sosegarse.

—A que solo quieres llegar a la cima del hormiguero y conformarte con las vistas —explicó Angrath encogiéndose de hombros y haciendo crujir su robusto cuello.

—¿Acabas de comparar el Imperio del Sol con un hormiguero?

El minotauro soltó una carcajada, un ruido grave y ronco que Huatli asemejaría al rebuzno de un cuellolargo.

—Los del Imperio del Sol son hormigas en un hormiguero, igual que los Heraldos del Río, Torrezón y todas las otras pandas de payasos de este plano.

—Bueno, al menos nos insultas a todos por igual.

—Mi gente valora la libertad por encima de todo, Planeswalker. —Angrath se adelantó y apartó a un lado el tallo de una flor gigantesca para abrirle paso a Huatli—. Mataríamos por ella y todos comprendemos por qué. —La miró con seriedad—. Tú te has atado una soga por nada, solo por unos cuentos recordados a medias.

—¡¿Cuentos?! —rugió ella—. Es mi historia. Es todo por lo que vivo. He dedicado mi vida a buscar las palabras adecuadas, a expresar nuestras emociones colectivas y preservar la historia del Imperio del Sol con veracidad y orgullo.

El minotauro soltó una risita. Huatli se mordió la lengua y Angrath le sonrió dentro de lo posible para alguien de su especie.

—¿Y qué pasa con los Heraldos? ¿Su historia no merece ser recordada?

—Bueno... Sí, supongo que sí. Pero los poetas guerreros no estudian su...

—Os matáis unos a otros para ver quiénes son los más fuertes y decidir cuál es la historia. Lucháis y os escupís para decidir quién gobernará, pero ningunos sois libres de verdad. ¿Quién eres tú para decir que tienes razón, pedazo de ignorante?

Huatli sintió un conflicto de emociones.

Se preguntó quién se creía Angrath para hablarle de ese modo. Era brusco y grosero, pero si lo que le había dicho era cierto, él sabía cosas que Huatli jamás habría concebido. Si de verdad procedía de otro mundo, puede que allí las cosas funcionaran de manera muy distinta. Huatli se sentía como una niña insistente e impetuosa que proclamaba su propia importancia. No le agradaba la insinuación de que debería ser más sensata, porque, en verdad, ¿cómo podía serlo? El camino que había recorrido estaba marcado con muros demasiado altos como para mirar por encima de ellos.

Un escalofrío le recorrió los hombros.

Angrath se detuvo delante de Huatli y se volvió hacia ella.

—¿Tú también lo has sentido?

Huatli asintió. Notó un hormigueo en el cuello y se estremeció pese al calor de la jungla. Entonces, una de las orejas de Angrath se crispó.

—Sígueme.

"Por el sol, qué bruto es...", pensó Huatli con enfado.

El minotauro permaneció quieto y Huatli sintió una repentina oleada de calor. Angrath estaba lanzando un hechizo. "No, esto es diferente", pensó ella. Cuando un brillo similar al de unas brasas empezó a refulgir en el interior de Angrath, Huatli comprendió que debía seguirlo de un modo que ella solo había intentado una vez.

Huatli se concentró. Trató de evocar el método para mirar al otro lado del sol.

Lo recordó todo de golpe y la sensación le hizo sentir escalofríos y tirones en el pecho. Le resultó aterrador y familiar a partes iguales, como dar un salto mortal hacia atrás o nadar sin tocar el fondo, y Huatli vio que su propia piel comenzaba a brillar con la luz del atardecer. Su percepción se nubló y se asomó a un mundo diferente. Ahora le parecía familiar, una tormenta brillante de color y luz, y Angrath estaba allí para guiarla. El minotauro avanzaba en busca de una salida.

Los pies de Huatli se separaron de la jungla y pisaron la nada. Su cuerpo tenía apoyo, pero la materia carecía de peso y propósito en aquel lugar. Veía corrientes azuladas por todas partes y cada paso vibraba con una energía que no había sentido nunca. El tiempo era irrelevante allí.

Angrath le indicó que mirase a través de un portal situado frente a él. Su acompañante aún tenía el aura mágica de un fogón encendido hace horas y Huatli comprendió que ella debía de brillar demasiado como para que Angrath la mirara directamente.

Se asomó a aquella ventana suspendida en el aire.

Al otro lado hacía un frío más intenso del que nunca había sentido. Las montañas se perdían entre nubes agitadas, y del cielo oscuro, en silencio, caían motas blancas.

Huatli estaba cautivada. Se inclinó hacia delante, pero sintió un repentino y violento tirón hacia atrás.

Cruzó el espacio y el color y regresó a través del tejido de la existencia, hasta caer de espaldas y aterrizar de golpe en la humedad pegajosa de la jungla y su olor a tierra mojada.

El ya familiar triángulo envuelto en un círculo resplandecía sobre ella.

Angrath estaba de pie a su lado. Se había preparado para el retroceso, ya acostumbrado a aquella expulsión mágica. El minotauro bajó la vista hacia Huatli con su propio triángulo iluminado sobre la cabeza y una mirada de "te lo dije" en sus ojos bovinos.

—Seguramente estemos cerca de la cosa que nos retiene en este plano —gruñó.

—¿Qué lugar era ese? —preguntó Huatli con voz temblorosa.

—Kaldheim —respondió él con énfasis—. Otro plano. ¿Entiendes ahora a qué me refería?

Huatli negó con la cabeza.

Angrath soltó un bufido.

—El primer paso para ser libre es reconocer cuándo estás atrapado.

El atardecer se apagaba con la llegada del ocaso y Huatli y Angrath avanzaban codo con codo. Caminaban a buen ritmo, pues Huatli sabía moverse con facilidad por la selva. Cuanto más se aproximaban a la ciudad, más cambiaba el entorno. Las hojas de los árboles relucían con tonos dorados y las grietas de la tierra creaban abismos que conducían a profundos pasadizos dorados.

Huatli se sentía preocupada por la intensidad de sus escalofríos. Angrath masculló que el Sol Inmortal quizá interfiriese en la magia de los Planeswalkers y Huatli soltó un suspiro. Cada bando pensaba que el Sol Inmortal hacía multitud de cosas distintas; era imposible que todas ellas fuesen ciertas. Al cabo de un rato, Huatli preguntó a Angrath adónde iría primero cuando pudiese abandonar el plano.

—A ver a mis hijas —fue su escueta respuesta.

—¿Cuánto tiempo hace que os separasteis? —preguntó Huatli, sorprendida por la vulnerabilidad del minotauro.

—Catorce años —gruñó este. Por un momento, Huatli se sintió conmovida y estuvo a punto de expresar sus condolencias, pero Angrath la interrumpió—. Beberían con gusto la sangre de tu emperador, idiota.

Si había algo capaz de catapultar a Huatli fuera del mundo, era el carácter de Angrath.

De pronto llegaron a un edificio que emergía de la tierra, un templo de dimensiones modestas. Un amplio motivo adornaba la fachada: un murciélago, cuyo terrorífico semblante habían tallado en los pliegues de la roca. El deterioro de los elementos metálicos sugirió a Huatli que aquella construcción no formaba parte de Orazca, sino que se trataba de un mausoleo erigido en las cercanías. El sepulcro resultaba anacrónico, un elemento ajeno en plena jungla. Era llamativo, inquietante.

Huatli se detuvo frente al edificio.

Recordó una historia antigua y olvidada por la mayoría, pero no por ella, la poetisa guerrera del Imperio del Sol.

—La Murciélaga del Este... —susurró.

—¿Qué murciélaga? —preguntó Angrath.

Huatli señaló la construcción que tenían delante. Estaba cubierta de enredaderas, erosionada por el paso del tiempo y con la entrada entreabierta.

—Existe una leyenda que narra el encuentro entre la Murciélaga del Este y Aclazotz...

—¿Cómo detuvieron a la murciélaga en esa leyenda? —gruñó el minotauro.

—Ella misma se sumió en un letargo mágico.

Huatli caminó hacia la entrada, fascinada con la idea de explorar el templo. Si Orazca había despertado, aquel sepulcro tal vez...

—¡¿Se puede saber qué haces?! —bramó Angrath.

"Ver qué hay al otro lado del sol", pensó Huatli con una sonrisa.

Se aproximó a la entrada del templo, pero retrocedió con un sobresalto cuando una pálida mano blanca surgió del interior. Huatli observó, paralizada, mientras aquella mano femenina agarraba el lateral de la losa dorada.

De inmediato, Huatli lanzó un hechizo en silencio para convocar al dinosaurio más cercano. El pulso se le aceleró mientras lo hacía y presenciaba cómo la mano levantaba y apartaba sin esfuerzo la losa que bloqueaba la entrada del sepulcro.

El pánico de Huatli se desvaneció en cuanto la figura salió a la luz. La poetisa guerrera se quedó boquiabierta de asombro.

Se trataba de una vampira, sin duda alguna. Su melena rizada y su rostro joven disimulaban la naturaleza mortífera de su especie. No era especialmente alta y quizá fuera incluso un poco más bajita que Huatli, pero tenía un porte regio.

Huatli estaba atónita. Lanzó una mirada a Angrath creyendo que este se lanzaría a la carga, pero estaba igual de paralizado que ella.

—Eres Santa Elenda —afirmó con frialdad el minotauro—. Esa que los vampiros mencionan cada dos por tres.

Por un segundo, a Huatli le preocupó que Angrath conociese una leyenda que ella ignoraba.

La mujer se aproximó despacio, midiendo sus movimientos y mirando a ambos con una sonrisa en los labios.

—Orazca ha despertado, al fin.

Su voz era suave y tranquila, cual campanilla rompiendo el silencio.

Huatli salió del ensimismamiento y empuñó su arma. Oyó un gruñido grave a varios metros de distancia y ordenó al dinosaurio recién convocado que se agazapara y se preparase para atacar. Sabía cómo funcionaban las leyendas; nadie comprendía mejor que ella cómo nacían y evolucionaban. Casi todos los cuentos surgían de una verdad y Huatli dedujo enseguida que aquella vampira, más que auténtica, había originado hacía siglos la leyenda de la Murciélaga del Este.

Elenda, tranquila todavía, miró a Huatli a los ojos. En su expresión había una serenidad absoluta.

—¿Por qué tomas las armas? —preguntó con franca curiosidad.

—No permitiré que la Legión del Crepúsculo se haga con Orazca —replicó Huatli frunciendo el ceño—. ¡Merecéis un destino peor que la muerte, invasores!

La vampira arrugó la frente y separó los labios, aparentemente dolida. Sus siguientes palabras sonaron a media voz, sobrenaturales:

—¿Ahora somos invasores?

—Conozco todas las historias de mi pueblo sobre ti y la Legión del Crepúsculo —siseó Huatli—. ¿Quieres escucharlas?

La ira de Huatli estalló. Recitó un poema que había compuesto dos años antes, saboreando los amargos versos:

—Envueltos en la sombra del este llegaron
buscando un tesoro perdido en el tiempo.
Espinas de rosa, con sangre sureña mancillaron "Adanto"
bebedores de vida, devoradores de nombres.

—Déjate de parloteos, Huatli —le espetó Angrath con enfado e impaciencia—. Tenemos que conseguir el Sol Inmortal para poder irnos.

Elenda no prestó atención alguna al minotauro. Ahora la envolvía un aire de furia. Su tensión resultaba evidente y sus ojos dorados se clavaron repetidamente en Huatli y Angrath.

—¿Con qué propósito se ha presentado aquí la Legión del Crepúsculo?

—Ha venido a arrebatar lo que no os pertenece —escupió Huatli con veneno en la voz—. ¿Qué pensabas que pretendían?

—Recuperar lo único que es nuestro —respondió Elenda en tono comedido, aunque molesto—. Y dejar en paz todo lo demás. Esa era nuestra más sagrada misión.

—Pues déjaselo bien claro a tus esbirros —gruñó Angrath—. Huatli, vámonos.

Huatli lo ignoró y aferró la empuñadura de su arma. Santa Elenda estaba tensa cual felina, como si se dispusiera a atacar en cualquier instante con elegancia fluida y garras agudas como puñales.

—Enseñé a la Iglesia el ritual con el que asumir mi carga, mas ¿lo han empleado para convertirse en invasores? —La vampira mostraba ahora los colmillos.

—¿Qué se supone que debían hacer con tu don? —preguntó Huatli sin apartar la mirada.

—Aprender lo que significa la humildad.

Huatli se quedó boquiabierta. ¿La Legión del Crepúsculo? ¿Humilde?

—Debían buscar la salvación para todos —continuó Elenda—. Veo que debo enseñarles lo que olvidaron.

La vampira se irguió y una sombra siniestra se proyectó en su rostro. Echó a andar con paso amenazador, ignorando a Huatli y Angrath, y se desvaneció en el aire entre una neblina oscura.

Instantes después, la luz del sol regresó, ambarina y moteada entre las hojas del bosque. Elenda se había marchado.

—¡Eh, alto ahí! —protestó Huatli con exasperación, mirando alrededor en busca de un rastro de Elenda.

—¡¿Quieres escucharme de una vez?! —rugió Angrath antes de golpear un árbol cercano con una de sus cadenas. El tronco se partió con el impacto y se estrelló en la tierra, ahuyentando a decenas de animales e insectos.

—¡Pero ¿qué haces?! —le espetó Huatli—. ¡Eso atraerá la atención de otros!

—¡Y tú te distraes demasiado! ¡Hablar con esa vampira ha sido una pérdida de tiempo!

—¡Es una santa viviente y quiero dejarle muy claro lo que pienso de los vampiros!

—¡Se acabó! ¡Tus chácharas no merecen ni un minuto más de mi tiempo!

Angrath lanzó una cadena contra el rostro de Huatli, que consiguió esquivarla a tiempo y solo se chamuscó una mejilla.

Sus reflejos y su entrenamiento le permitieron retroceder de un salto, enderezarse y preparar el arma con una velocidad increíble, pero cuando se dispuso a responder al ataque de Angrath, este ya había emprendido la carrera hacia los chapiteles de Orazca y había puesto una distancia asombrosa entre ambos.

Angrath, el bruto, incorregible y exasperante Angrath, iba a llegar antes que ella.

Huatli no estaba dispuesta a permitirlo.


JACE

Las entrañas de Jace se habían empapado de emociones, estrujado bajo una fuerza asfixiante, clavado a un cordel y colgado al viento. No se sentía simplemente exhausto, sino como un trapo usado.

Tenía que esforzarse para dar un paso detrás de otro y subir los escalones que llevaban a Orazca, muy consciente de que Vraska lo seguía. Estaba demasiado cansado como para avergonzarse por haber sido incapaz de controlarse a sí mismo. Si los achaques físicos se manifestaban como fiebres incontrolables, tenía sentido que los achaques mentales de un telépata se manifestaran... de aquel modo. Como una expulsión, una efusión violenta de magia mental.

Jace dedicaba la mayoría de su atención a catalogar y analizar la inundación de recuerdos que aún regresaban. El pozo de su mente había adquirido una profundidad inconmensurable, con texturas tan variadas e infinitas como las del mundo en el que se encontraba. Tenía que centrarse en algo; de lo contrario, el dolor lo abrumaría de nuevo.

(El destello de un recuerdo: él mismo a los doce años, sentado en un rincón de su dormitorio, envuelto en una manta de lana y enjugándose una lágrima tras la muerte de la mascota familiar.)

Los recuerdos continuaban llegando, pero ahora podía contenerlos. Ya no había derrames psíquicos y Vraska no vislumbraba sus vivencias, por suerte. Le daba vergüenza pensar en todo lo que ella había visto, pero le reconfortó saber que se sentía identificada con él.

A ella también la habían torturado, al fin y al cabo. Sabía lo que era.

Jace agradeció aquel momento de actuar sin pensar, para así poder concentrarse en organizar su mente. Solo tenía que dar un paso tras otro para ascender hacia la ciudad. Pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo...

La larga escalinata de oro macizo subía por la ladera de roca recién expuesta, serpenteando a un lado y a otro. Mientras la recorría junto con Vraska, Jace divisaba gruesas vetas de oro brillando entre la roca. Se sentía más incómodo a cada paso que daba, como si estuviera restregándose los zapatos contra el tesoro de un desconocido. El oro era maleable y suave, y se preguntó si la ciudad poseía algún método para eliminar mágicamente el desgaste de los siglos.

Pensar en el oro le hizo evocar atisbos de recuerdos horribles que aún debía recuperar.

(Escamas doradas. Arenisca. Calor. Arena áspera en los labios, los ojos y la garganta. Amigos derrotados, condenados. El intento de penetrar en la mente de un dragón. Percibir el plan del dragón, impedir que causara daño y, por un breve instante, lograrlo, descubrir el objetivo, el plan maestro...)

Ese recuerdo era más complicado de asimilar. Jace trató de recordar los detalles.

(El dragón notó su presencia y respondió intentando leerle la mente, pero algo intervino en ese momento y todo se volvió oscuro.)

No hubo suerte. Jace frunció el ceño, molesto. Quería recordar los fragmentos intermedios. Quería saber el nombre del dragón dorado. Ansiaba recomponerlo para que todo cobrara sentido.

Sin embargo, pensar en un dragón le hizo recordar a otro.

(Ugin estaba erguido en el interior de una gran caverna. "Buena suerte, Jace Beleren", se había despedido, enroscando la inmensa cola plateada alrededor de su propio cuerpo.)

Jace parpadeó varias veces. Ugin. Ese nombre fue fácil de recordar, pero aquel recuerdo tenía una textura extraña. Buscó el resto de la conversación en su mente tanteando los rincones, inspeccionando los bordes con el mismo cuidado que había tenido cuando Alhammarret había alterado su mente años atrás. "Nunca confíes en tus recuerdos cuando trates con alguien más viejo que tú". Jace hizo una mueca al darse cuenta de que nunca se le habría ocurrido investigar su propia mente si no hubiera recordado por las malas esa lección.

"Ahí está". Un detonante, un hilo esperando a que lo rozaran, una ingeniosa muestra de magia mental ofuscante. El dragón espíritu debía de haberlo implantado sin que Jace lo notara. El hechizo contenía una orden sencilla. "Si alguien me leyese la mente y estuviese a punto de descubrir este encuentro con Ugin, un velo ocultaría el recuerdo y yo sentiría el impulso instantáneo de huir entre los planos. De venir aquí, a Ixalan".

Aquello inquietaba a Jace. "¿Qué necesidad tenía Ugin de ocultar mi recuerdo de él? ¿Por qué me ordenó venir ni más ni menos que aquí? ¿Me utilizó como cebo?".

"¿Y qué descubrí en la mente del dragón dorado antes de que él borrase la mía?".

Dejó a un lado los recuerdos de ambos dragones y decidió que reflexionaría sobre ellos en otro momento más propicio.

Vraska y él llegaron a la cima de las escaleras con las piernas ardiendo y el pulso acelerado tras el esfuerzo de subir aquella escalinata que parecía infinita. Su compañera hizo estiramientos apoyándose en una columna dorada.

Se encontraban en el borde de una plaza, en cuyo extremo opuesto se elevaba una torre inmensa. En los alrededores había una multitud de pasadizos dorados que formaban un laberinto reluciente.

—Nos habríamos perdido ahí dentro si hubiésemos llegado por cualquier otro camino —comentó Vraska, que echó un trago de su cantimplora—. Fue una suerte haber caído por aquella catarata.

—Ya, una suerte bárbara. Avísame cuando quieras que me despeñe por otra.

La torre central dominaba el paisaje. Vraska echó mano del astrolabio taumatúrgico. Señalaba justo delante. Volvió a guardarlo y se giró hacia Jace.

—Lo que buscamos está ahí dentro. ¿Puedes crear una ilusión para que la tripulación sepa dónde estamos?

Jace no escuchaba. Una presencia mental había captado su atención. Inclinó la cabeza en dirección al ruido psíquico.

—¿Qué sucede? —preguntó Vraska en voz baja.

—Se acerca algo enorme.

Jace levantó una ilusión sobre ambos. Lo hizo con gran facilidad, incluso más que antes de haber llegado a Ixalan.

(Otro recuerdo: horas y horas memorizando tratados y técnicas, su versión adolescente estudiando en la cama a la luz de una lámpara. El zumbido de un anillo mágico en el exterior. El procedimiento de Millard. Manipulaciones circunstanciales. La ley de Tricien. Repaso tras repaso hasta que los nombres, las técnicas y la ejecución de las maniobras psíquicas resultasen tan naturales como respirar.)

Vraska se volvió hacia la escalinata por la que acababan de subir y dejó escapar un grito ahogado.

La cabeza de un dinosaurio descomunal se cernía sobre la ciudad.

La criatura extendió las alas y levantó el vuelo. Las ramas de los árboles se agitaron con cada batir de alas y Jace se preguntó cómo era posible que semejante mole tuviese la facultad de volar. El dinosaurio se elevó en el cielo, alerta y en busca de presas, pero Jace permaneció quieto. Vraska y él estaban a salvo bajo el efecto de su ilusión.

En ese momento, Jace notó un cambio en sí mismo. El Jace de Zendikar, Innistrad y Rávnica tenía una energía nerviosa, aburrido constantemente e introspectivo hasta el punto del desastre, consciente en todo momento del abismo de recuerdos ausentes que había en el horizonte de su memoria. En cambio, el Jace sin pasado vivía en el presente, alerta, tranquilo en cualquier circunstancia y dispuesto a enfrentarse a cualquier adversidad. Recordaba cómo se sentía al ser ambos, pero admitía que resultaba mucho más natural ser como el último. En una fracción de segundo, Jace se sorprendió a sí mismo y comprendió que su arrojo reciente, de Ixalan, no era artificial. Del mismo modo, su capacidad de premeditación no era algo con lo que solamente contase en un estado amnésico. Él siempre había sido así. Únicamente había olvidado cómo serlo.

(Un recuerdo: su madre llegaba a casa tras una jornada de trabajo, vestida con su bata de sanadora. Observaba por la ventana una tormenta en la lejanía, con un pocillo de café entre las manos y una leve sonrisa en el rostro cansado. Jace oía el repiqueteo de la lluvia en el tejado de hojalata. El aire olía a cemento húmedo y a su hogar.)

Sonrió con ternura. Le encantaba ser capaz de recordar a su madre.

"Ojalá esté viva".

—Se ha ido. —El aviso de Vraska lo sacó de su ensimismamiento.

Jace se percató de dónde estaba y disipó su hechizo.

—Has tardado menos que antes en lanzar la ilusión —comentó Vraska.

—Porque ahora recuerdo las técnicas que me enseñó mi mentor —explicó él con una sonrisa tensa—. Aprendí más cosas con él durante la adolescencia que en todos los años posteriores como autodidacta.

—¿Tus técnicas eran más refinadas de joven que de adulto?

—Sí, y el yo actual las conoce todas. Me resulta... extraño.

Vraska lo miró a los ojos.

—Eres increíble. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo hago lo mejor que puedo. —Jace le devolvió la sonrisa y sintió calor en las mejillas.

—Entonces, lo mejor de ti es increíble —reiteró ella antes de volverse hacia la torre central y acercarse a un portón situado en lo que parecía ser la parte trasera.

Liliana nunca le había dicho que era increíble.

Liliana se habría mofado. Habría hecho una broma desdeñosa, habría suspirado y le habría dicho que era un presumido. Habría pasado días sin dirigirle la palabra. Habría devorado a un demonio con las fauces de un cocodrilo y habría prorrumpido en una carcajada mientras oía cómo desgarraba su carne. Habría hecho toda clase de cosas, pero jamás le habría dicho que era increíble.

Se apresuró a alcanzar a Vraska y se aproximaron a la torre central. Comprobaron el astrolabio: la punta señalaba directamente al portón trasero.

En las alturas, el cielo estaba tornándose de un negro preocupante y había humo arremolinándose en torno a la cima de la torre. Jace y Vraska compartieron una mirada inquieta.

—¿Habrán llegado antes los vampiros? —preguntó ella.

Las nubes agitadas y oscuras les dieron la respuesta.

Vraska intentó abrir la entrada de un empujón, pero estaba cerrada. Retrocedió un paso y examinó el patrón de la puerta.

—Es un laberinto —dijeron ambos al unísono, y se lanzaron una mirada incómoda.

—Todo tuyo —dijo Vraska levantando una mano hacia Jace—. Eres el tío de los laberintos.

Jace empezó a trazar la solución del acertijo y una línea de magia azul siguió el movimiento de sus dedos. El humo negro del cielo le ayudó a apresurarse.

—Sí, ese soy yo —dijo con tono guasón—. Jace Beleren: Pacto Viviente, telépata, ilusionista, el tío de los laberintos.

—Tiene gancho, ¿verdad?

Los dedos de Jace llegaron al final del laberinto, en el centro del portón. De pronto, sintió un nudo en el estómago. Proyectó sus sentidos para ver quién aguardaba al otro lado de la entrada... y levantó de inmediato un escudo mental en torno a ambos.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Vraska. Jace se percató de que estaba boquiabierto y señaló el símbolo del portón.

—Ese símbolo aparecía sobre nosotros cada vez que intentábamos viajar entre los planos. Es el símbolo de los azorios.

—No puede ser —contestó Vraska frunciendo el ceño—. Los azorios están en Rávnica.

Jace notó que el estómago se le revolvía. Con un breve análisis mental, descubrió que había alguien en el interior. Se volvió hacia Vraska con una mínima nota de pánico.

—¿Ha habido algún Planeswalker afiliado a los azorios?

—No lo sé —respondió ella con el entrecejo fruncido—. Que yo sepa, no hay un registro de eso.

—Debe de ser un miembro importante del gremio. Alguien que considera ese símbolo como su seña personal de identidad —argumentó señalando el portón para enfatizar sus palabras.

—El parun de los azorios fue Azor.

Jace examinó de nuevo la estancia y se quedó de piedra. No sabía quién estaba allí, pero reconoció al instante qué había dentro. La mente de aquella persona le resultaba familiar, laberíntica. Una mente parecida a solamente una de las que había conocido hasta entonces.

—¿Azor era una esfinge? —preguntó mentalmente a Vraska con profundo terror.

Vraska lo miró a los ojos, preocupada. Entendía lo que significaban las esfinges para él. Se dio un golpecito en la sien con un dedo y Jace escuchó sus pensamientos.

—Ninguna esfinge volverá a hacerte daño jamás —le aseguró, y un cruel destello ambarino brilló en sus ojos.

Jace le habría dado un abrazo en ese mismo instante, pero recordó las preferencias de Vraska y se conformó con dedicarle una sonrisa de agradecimiento.

—Me prepararé para petrificar —continuó pensando—. Pídemelo y acabaré con él.

Jace asintió. La ansiedad le carcomía los nervios y notaba un miedo metálico en la boca.

Empujó el portón y este se abrió con un chirrido, derramando polvo a medida que revelaba el interior.

La estancia era alargada y estaba cubierta de enredaderas. Al fondo había un trono inmenso y el techo lucía el grabado de un gran disco brillante. La base del trono estaba cubierta de hierba seca y trozos de tela, y cuando Jace y Vraska abrieron la puerta, contemplaron cómo una criatura gigantesca levantaba su cabeza barbuda.

—¿Quién vive? —exigió saber la esfinge. Su voz era áspera por la falta de uso, semejante a un gruñido animal.

—Dos forasteros en este mundo —contestó Vraska mientras entraba primero con confianza y calma, como la capitana que era—. Dinos quién eres, apártate de nuestro camino y entréganos el Sol Inmortal si no quieres morir.

La esfinge lanzó una mirada asesina a ambos. Era un ser inmenso y su actitud depredadora contrastaba con la sabiduría que albergaban sus ojos.

—Me llamo Azor, el Legislador —gruñó inclinando la cabeza en dirección a Vraska—. Y este será el tercer encarcelamiento de tu vida, gorgona.

Jace interpuso una barrera psíquica entre la esfinge y Vraska. La súbita intrusión mental de la esfinge había paralizado a su compañera, conmocionada porque Azor hubiera entrado en su mente sin pensárselo dos veces.

"Se parece mucho a Alhammarret", pensó Jace, y su pecho se contrajo con el dolor del recuerdo. Se guardó sus miedos. No se dejaría gobernar por una esfinge. Ya no.

—Te dirigirás a ella como capitana —afirmó Jace con tono comedido.

La esfinge gruñó y desvió la mirada hacia él.

—¿Y tú quién eres?

—Jace Beleren, el Pacto Viviente —respondió con confianza.

La esfinge encogió las alas.

—¡¿La medida de seguridad?!

—El pirata.


 

Archivo de relatos de Rivales de Ixalan
Perfil de Planeswalker: Jace Beleren
Perfil de Planeswalker: Vraska
Perfil de plano: Ixalan