Las maquinaciones de Taigam
El humano Taigam es conocido como la mano de Sidisi, el agente personal de la kan sultai. Sin embargo, no siempre ha pertenecido a este clan y sus antiguos compatriotas no se han olvidado de él.
Si queréis aprender más cosas acerca de los Sultai, podéis consultar esta Guía del Planeswalker.
El río Marang fluía a través de los territorios sultai, adentrándose en las profundidades de la jungla y bordeando muchos de los palacios más ilustres. A la orilla del río, lejos de aquellos lugares opulentos, había asentamientos menos decorosos: los hogares de los campesinos y los pescadores, construidos con soportes y plataformas de madera. Aunque la pantanosa jungla era inhabitable para la mayoría de la gente, algunos habían encontrado los medios para subsistir, aunque malviviendo. Sus estómagos estaban tan vacíos como sus bolsillos, y la aldea de Kishla estaba endeudada con los Sultai. Sus habitantes tenían claro que la mano de Sidisi había llegado para recaudar, aunque no sabían si sería mediante impuestos o si utilizaría directamente la extorsión. Los líderes de la comunidad, por llamarlos de alguna forma, eran un pequeño grupo de hombres y mujeres que solo estaban obligados a reunirse cuando debían tratar con los Sultai.
La embarcación atracó en el muelle. Se movía despacio y los líderes de la aldea podían ver las cuerdas que se sumergían en el agua desde la proa. Allí, el río era poco profundo y se podía distinguir a los siervos muertos vivientes que tiraban del navío: los sibsigs. Algunas de sus cabezas asomaban parcialmente sobre el nivel del agua; muchos de ellos habían vivido en aquella misma aldea. Uno de los líderes más jóvenes vomitó por el borde del muelle; los demás guardaron la compostura, puesto que ya habían tratado con los Sultai en otras ocasiones. Al contrario que los sibsigs, la embarcación en sí era opulenta y estaba cubierta de oro. Una ligera brisa hizo que los campesinos pudiesen oler el aroma de los perfumes y las especias. Un sicario sultai bajó la plancha para que los líderes pudiesen acceder al barco y dirigirse a las estancias bajo cubierta.
El único sonido que se percibía era el tintineo de las monedas. Taigam estaba sentado en su exquisito trono dorado cubierto de sedas y cojines. Se llevó la mano a la sien de su calva cabeza, cerró los ojos y trató de ignorar el sonido. Antes era capaz de concentrarse para bloquear cualquier distracción, pero aquello era cuando formaba parte de los Jeskai: cuando era débil e idealista. Sin embargo, Taigam estaba más que dispuesto a sacrificar la paz y la tranquilidad con tal de conseguir poder.
―Salvo que hayas logrado crear oro de la nada, dudo que haya más o menos de lo que ya teníamos antes ―espetó Taigam, molesto.
Una risa grave bramó junto a él.
―¿Acaso crees que no sería capaz de hacer un truco de feria como ese?
―No dudo que podrías hacerlo, pero sé que prefieres arrebatar el dinero a los demás ―comentó Taigam, masajeándose las sienes.
Se oyó otra risa grave.
―Más vale que te quites ese dolor de cabeza, mano de Sidisi. Tu audiencia espera.
Se oyó la risa por tercera vez, seguida del tintineo de las monedas.
Taigam siempre había ansiado más. Cuando era joven, no sabía lo que significaba aquello. Había crecido en una aldea pesquera a la sombra de las fortalezas jeskai y siempre había considerado que aquello le aportaba conocimiento. Aquella era la creencia que le había inculcado su padre: con la sabiduría vendría el respeto, y con el respeto vendría una vida estable. Taigam había creído en aquella filosofía, al menos durante un tiempo. Sabía que él no era un luchador especializado en lo físico, como los demás monjes, sino que su poder residía sobre todo en la mente. Mientras los demás aprendían a dominar las perlas y a cabalgar sobre las mantis, él absorbía el contenido de los pergaminos y las lecciones de sus maestros. Seguía siendo un guerrero, pero prefería los textos. Incluso tuvo el honor de entrenarse bajo la tutela de la kan jeskai, Narset. En una ocasión, su líder le confesó que lo consideraba uno de sus pupilos más aventajados. Taigam se sintió muy orgulloso a raíz de aquel comentario, pero se percató de que aquello sería lo máximo a lo que podría aspirar entre los Jeskai. ¿Respeto? ¿Honor? ¿Y todo ello solo por una vida estable?
Cuando se marchó, no lo hizo con el propósito de unirse a otro clan. De hecho, había elegido seguir la disciplina del guerrero errante, o al menos eso dijo a Narset y a los otros monjes que se habían entrenado con él. Albergaba la esperanza de descubrir diversas disciplinas de magia y aprender otros estilos de combate. Taigam viajó a Purugir, el emplazamiento comercial cercano al Sendero de Sal, con el objetivo de trabajar como profesor o guardaespaldas. Siempre había oído que los Sultai eran monstruos decadentes y, aunque estaba de acuerdo, sentía curiosidad por ellos al ver a algunos de los nobles que visitaban Purugir. Tenían unas vestimentas lujosas y un gusto exquisito. Taigam también suscitó su interés, ya que no era habitual que un Jeskai buscase trabajo.
Una noche, un ráksasa lo visitó en la pensión donde se hospedaba. Los ráksasa eran una raza de poderosos demonios y los Sultai habían obtenido gran parte de su poder y muertos vivientes gracias a unos pactos antiquísimos que habían hecho con ellos. Aquel ráksasa se llamaba Ebirri y quería plantear una propuesta a Taigam: a cambio del privilegio de convertirse en el más humilde siervo del sabio Taigam, Ebirri le proporcionaría grandes fortunas y privilegios entre los Sultai. Taigam sabía que lo estaba engañando de algún modo, pero la repentina promesa de poder venció a su sentido común. El pacto se estableció y, a cambio de lo prometido, Taigam juró que su vida estaría al servicio de los ráksasa.
El antaño monje jeskai ascendió hasta convertirse en el sumo consejero de Sidisi, la kan sultai. La tirana de la progenie encargaba a Taigam que cumpliese sus mandatos en el exterior del palacio. Se trataba de un gran honor, ya que ella solía mantener cerca a aquellos en quienes no confiaba, para poner fin a sus vidas si lo desease. Taigam llevaba a cabo los designios de Sidisi por todo el territorio sultai, siempre bajo la mirada atenta de su auténtico maestro: Ebirri, que había establecido un vínculo con el antiguo monje.
Los campesinos apestaban. Ni siquiera las especias y perfumes que ocultaban el hedor de los sibsigs podían mitigar la pestilencia de los aldeanos que Taigam tenía ante sí. Parecían preocupados, como siempre, y daba la impresión de que no sabían si debían hablar o esperar a que Taigam iniciase el protocolo. El agente sultai se contentaba con acostarse en su trono para que se angustiasen un poco más. Aquellos no eran auténticos sultai. Tuvieron la desdicha de nacer en los territorios del clan y, aunque estaban obligados a pagar impuestos y proporcionar alimentos a los sultai, para Sidisi tenían menos valor que un sibsig.
Entre los aldeanos había un anciano, algo peculiar en aquellas tierras. El hombre se adelantó para hablar, lo cual asombró a Taigam, porque no es habitual que a uno le encanezca el pelo si toma la iniciativa.
―Mi señor Taigam ―dijo bajando la cabeza y acercándose―, nuestro próximo cargamento superará la cuota actual y compensará las carencias del anterior.
Estaba claro que el hombre trataba de adivinar por qué estaban allí los Sultai, y había acertado. Taigam se sintió decepcionado ante aquella respuesta sensata; quería divertirse con él.
―¿Por qué no te has postrado ante alguien superior a ti? ―preguntó en tono burlón.
El hombre respondió hincando una rodilla en el suelo, y luego la otra. Taigam carraspeó y el hombre se inclinó hasta que tocó el suelo con la frente. El ráksasa Ebirri se rio desde las sombras.
―Si pretendes que muestre aún más pleitesía, tendrías que mandarlo bajo el casco del barco.
Taigam disimuló su enfado ante aquel comentario.
―¿Cuántos hijos tienes?
El hombre no alteró en lo más mínimo su postura.
―Tres, mi señor.
―Ahora serán solo dos ―dijo Taigam. Luego asintió hacia el guardia humano, que devolvió el gesto y abandonó la estancia.
Fuera, en el río, los sibsigs seguían sumergidos, atados a la embarcación de Taigam. Unas siluetas borrosas pasaron corriendo a toda velocidad sobre el agua, utilizando las cabezas de los muertos vivientes como soporte.
Cuando el guardia que había despachado Taigam se disponía a bajar del barco para realizar su tarea, media docena de pequeñas dagas lo acribillaron y su cadáver cayó al agua antes de que el esbirro se percatase de lo que sucedía. Las siluetas corrieron sobre las sogas de los sibsigs, preparadas para cumplir su cometido.
Taigam no tuvo tiempo para deleitarse en su crueldad. Tres individuos entraron volando a través de las ventanas laterales del navío; eran monjes humanos jeskai y tenían los puños apretados. Los invasores se abalanzaron sobre Taigam y los aldeanos huyeron en dirección contraria, hacia la salida.
―¡Por la voluntad de Narset! ―gritó uno de ellos.
Taigam se puso en pie. Logró esquivar el primer puñetazo, pero el segundo lo alcanzó en el hombro e hizo que girase sobre sí mismo antes de caer al suelo. Taigam estaba oxidado, pero no totalmente desentrenado, y aprovechó el impulso de la caída para asestar una patada al primer monje bajo la rodilla, doblándole la pierna en el otro sentido; el hombre aulló de dolor y se derrumbó.
Entonces, Ebirri surgió de las sombras. Uno de los monjes restantes arrojó sus dagas contra Taigam, pero el ráksasa rugió en su dirección y los puñales cayeron al suelo, como si hubiesen chocado contra un muro invisible. Ebirri solía caminar encorvado, pero ahora se había enderezado y casi daba con la cabeza en el techo. Taigam se puso en pie y vio que tenía una oportunidad para librarse del demonio en medio de aquella confusión. El ráksasa estaba conjurando un hechizo oscuro y una neblina púrpura surgía de sus ojos en dirección a una de los monjes. Taigam extrajo una daga que ocultaba junto al tobillo y acometió al demonio. Aunque aquellos asesinos pretendían acabar con él, sabía que la mayor amenaza siempre había sido el ráksasa.
El tercer asesino agarró el brazo de Taigam, pero el Sultai se liberó girando sobre sí y aprovechó el movimiento para cambiar de mano la daga y apuñalar al ráksasa. La hoja se hundió en el costado de Ebirri e interrumpió su concentración, con lo que el jeskai que estaba suspendida en el aire, asfixiada por el humo, cayó al suelo. Ebirri rugió y asestó un manotazo tanto a Taigam como al monje que lo sujetaba. Ambos se estamparon contra la pared, pero el asesino no se detuvo y golpeó a Taigam en la garganta para cortarle la respiración. El ráksasa agarró al intruso por la ropa, tiró de él y luego le sujetó la cabeza. Ebirri la aplastó entre sus manos, esparciendo sesos y trozos de cráneo por toda la estancia. El monje intacto se había recuperado, pero Ebirri reanudó su hechizo y terminó de asfixiarla con su magia negra.
Taigam por fin recuperó el aliento. El imponente ráksasa lo levantó agarrándolo por las vestimentas y lo colocó justo frente a él, de modo que el rostro del Sultai estuviese justo ante la boca del demonio.
―Me perteneces ―gruñó Ebirri.
El ráksasa soltó a Taigam, que se reincorporó. Aún había un monje vivo, pero no podía moverse por el golpe que había recibido en la pierna.
―¿Quién os ha enviado? ―preguntó Taigam.
―Narset, kan de los Jeskai ―respondió con desprecio el guerrero, encogiéndose de dolor.
―Esto no parece propio de ella ―comentó Taigam―. ¿Os lo ha ordenado ella o actuáis en su nombre?
El monje no contestó. Taigam asintió hacia Ebirri y el ráksasa hundió el pecho del hombre de un pisotón.
―¿Crees que la kan jeskai pretendía asesinarte? ―preguntó Ebirri.
―No ―dijo Taigam―. Estos tres eran fanáticos y seguramente actuaban por cuenta propia. Estoy convencido de que aún hay muchos Jeskai que querrían borrar del mapa a un error como yo. Aun así, las cosas han ido a peor últimamente, así que no puedo garantizar que mi querida Narset no se haya vuelto por fin una amenaza considerable. Me encargaré de este asunto.
Ebirri gruñó.
―Me encargaré yo ―aseveró Taigam.
Ebirri no contestó y regresó a las sombras. Taigam ordenó a los sibsigs que pusiesen la embarcación en marcha y luego empezó a tomar las medidas a los monjes muertos que aún estaban intactos; más tarde tendría que encargar unos uniformes dorados.